Sin rubor alguno1

Publicado el 29 de abril de 2016

Luis de la Barreda Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del
Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
lbarreda@unam.mx

En las recomendaciones de los organismos públicos de derechos humanos por casos de tortura, suele incluirse, entre los puntos recomendados, que se imparta a los servidores públicos de la institución a la que pertenecen los autores del atropello un curso en el que, entre otras cosas, se les explique que la tortura está absolutamente prohibida en toda circunstancia.

Esa lección cumple una función similar a la que cumpliría otra en la que se indicara a los conductores de vehículos automotores que el Reglamento de Tránsito y el Código Penal desautorizan atropellar peatones intencionalmente. No hay un solo servidor público, ni en México ni en ningún país democrático, que ignore que la tortura es un delito muy grave que tiene asignada una punibilidad muy alta.

Podemos estar seguros de que los servidores públicos que maltratan a una persona no lo hacen porque ignoren que esa conducta es delictiva y que la ley ordena que se castigue con rigor. Es probable, en cambio, que se animen a hacerlo porque tengan la idea de que serán tolerados o encubiertos, que su proceder no tendrá costo alguno para ellos. Para que les quede claro a todos que no habrá más tolerancia o encubrimiento con respecto a abusos de poder, la única señal inequívoca será la aplicación de la ley sin excepciones en todos los casos de que se tenga conocimiento.

Es preciso que la tortura no sólo sea condenada discursivamente cuando todo el mundo se entere de que un individuo ha sido torturado, sino que se ejerza una vigilancia estricta por parte de los superiores jerárquicos de la actuación de los servidores públicos que tienen oportunidad de torturar. Cuando una persona es detenida por un agente de las fuerzas de seguridad, éste debe ponerla de inmediato a disposición del juez que dictó la orden, si la aprehensión obedece a mandamiento de la autoridad judicial, o del Ministerio Público, si la detención se produjo en flagrante delito o por caso urgente. Los superiores jerárquicos deben indagar, cada que un detenido señale que fue torturado, qué ocurrió a partir del instante en que se le capturó, recabando los testimonios de los agentes que lo detuvieron y de los que le tomaron declaración, y aplicar el Protocolo de Estambul.

El Protocolo de Estambul prescribe que el detenido sea objeto de un examen médico forense y de una entrevista sicológica que deben practicar minuciosamente profesionales con preparación específica. El Protocolo esboza directrices mínimas para que los estados puedan integrar una documentación eficaz de la tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Es el resultado de tres años de análisis, investigación y redacción de más de 75 expertos en derechos humanos y salud, representantes de 40 instituciones u organizaciones de 15 países.

Comprobado que se infligió tortura o maltrato a un detenido, se debe dar vista inmediatamente al Ministerio Público, y éste debe realizar su investigación con seriedad y rapidez para ubicar y consignar al presunto o los presuntos responsables. Es cierto, lo he reiterado muchas veces, que nuestro Ministerio Público es de una ineficacia penosa, pero si en verdad se quiere abatir la tortura es preciso que en cada Procuraduría se capacite intensivamente a agentes ministeriales, peritos y policías para que persigan el delito de tortura de manera profesional y expedita. Si en un periodo razonablemente breve las condenas a los torturadores dejan de ser la excepción de la regla, quienes se sientan tentados a torturar lo pensarán dos veces antes de decidirse.

La prohibición de la tortura, aun tratándose del autor o sospechoso del peor de los delitos, es uno de los grandes avances de nuestro proceso civilizatorio, es uno de los logros más significativos de la causa de los derechos humanos, la cual marca una nueva época en la historia de la humanidad. Pero si la tortura es solamente prohibida en la ley y reprobada en los discursos oficiales, y realmente consentida en los hechos, no formaremos parte del conjunto de países que, con razón y orgullo, pueden decir ante todo el mundo, sin rubor alguno, que son plenamente civilizados.

NOTAS:
1. Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 21 de abril de 2016.



Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV