Los generales en su laberinto. Calles y Obregón en la guerra cristera

Publicado el 14 de noviembre de 2016

Alfonso Guillén Vicente
Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Baja California Sur,
aguillenvic@gmail.com

“Son sus amigos”, le dijo.
“No tengo amigos”, dijo él.
“Y si acaso me quedan algunos
ha de ser por poco tiempo”.
Gabriel García Márquez, El general en su laberinto



A noventa años del inicio de la Cristiada parece oportuno examinar la conducta de los revolucionarios sonorenses que dirigían el país. Sobre todo porque de parte del general Plutarco Elías Calles, el conflicto no estuvo planteado como una guerra, sino como una “política anticlerical, antirreligiosa, que sigue el Gobierno Federal para destruir el poder temporal de la iglesia, que desgraciadamente imperaba en nuestro país, con las consecuencias de dominación absoluta del individuo que le son características”, como lo señaló el gobernador de Tamaulipas, Emilio Portes Gil, en septiembre de 1926, en la circular número 57, donde se exigía a “todos los componentes del Gobierno (que) tengan con él, absoluta identidad de criterio y de acción”.1

Del lado del otrora profesor en Guaymas no estuvo el necesario conocimiento del militar sobre el terreno de las batallas, la capacidad operativa de sus fuerzas y la moral de su enemigo. Jean Meyer ha resaltado que Calles no creyó que los católicos se fueran a levantar en armas, y después les dio, a lo más, unas semanas para rendirse. Parece no haber previsto las consecuencias de la serie de medidas que montó contra la grey católica; desde la fundación de una iglesia cismática, a principios de su gobierno, a la ley que reformó el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales, sobre delitos del fuero común, y para toda la República, sobre delitos contra la Federación, que finalmente derivó en la suspensión de cultos el 31 de julio de 1926.

Ese desprecio por el adversario que exhibió el comandante en jefe de las fuerzas armadas nacionales tal vez prueba lo que Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer han señalado en su texto, A la sombra de la Revolución Mexicana (Cal y Arena, 1990), sobre los efectos de la rebelión delahuertista de 1923, la que “arrastró tras de sí los últimos señores de la guerra con prestigio nacional y mando autónomo de tropas”. Después de ella no quedaron más que el Caudillo y su sucesor, “gigantescos en el centro de un vacío de liderato”.

No se discute aquí la calidad de Calles como político y creador de instituciones, pero por lo que toca a la guerra cristera se metió en un laberinto del que sólo salió cuando Portes Gil, ya presidente constitucional interino, arribó con la Iglesia Católica a los “Arreglos de 1929”.

Para mediados de 1927, los cristeros, con su táctica de guerra de guerrillas, habían consolidado sus posiciones en varias entidades de la república, alimentados por la represión callista que les proporcionaba mártires. Fue el caso de Anacleto González Flores, el dirigente de la Unión Popular de Jalisco, asesinado por autoridades el primero de abril de ese año, a pesar de que el abogado tramitó dos amparos (79/27 y 128/27) ante los juzgados de Distrito supernumerario y numerario de la entidad federativa, concedidos “bajo el concepto de (suspender) el acto reclamado consistente en la amenaza contra la vida del quejoso”.2

A pesar de la gran capacidad del general Amaro en la Secretaría de Guerra y Marina, el ejército federal tenía que volver, una y otra vez, a recuperar territorios, con el consabido desgaste físico y el descrédito moral, porque en muchos pueblos toda la gente estaba identificada con el movimiento opositor. “A causa del carácter popular de la insurrección —ha escrito Jean Meyer— y de la permanencia de sus motivaciones, los alzamientos se repetían, no bien se marchaban las columnas (militares)”.3

Del lado cristero, el general Enrique Gorostieta, el regiomontano que había servido a las órdenes de Felipe Ángeles como notable artillero, pasó de ser un mercenario contratado por la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR), a un convencido de la causa católica que llegó a declarar: “¿Con esta clase de hombres crees que podamos perder? ¡No, esta causa es santa y con esos defensores no es posible que se pierda!”.4

Desde la óptica de Álvaro Obregón Salido, el único general invicto de la Revolución Mexicana, la situación en muchas regiones del país a partir de mediados de 1927 no podía ser más preocupante. Un militar como él tenía que saber que la guerra cristera iba para largo y sus amigos norteamericanos, los mejor informados de la realidad mexicana, le debieron hablar al oído de las perspectivas del conflicto religioso.

Pudo ser eso, junto a la pretensión del cuestionado líder de la CROM, Luis N. Morones, de ser presidente de México con el eventual apoyo callista, lo que fortaleció su convicción de que él era la única solución, a falta de otro líder carismático y con ascendiente militar. Después de todo era una exigencia de sus partidarios en ambas cámaras del Congreso de la Unión, aquellos que a finales de 1926 ya le habían asegurado la reforma constitucional necesaria para su reelección. Un exitoso agricultor del Noroeste no deja sus boyantes negocios, así como así, para embarcarse en una aventura tan azarosa.

No sabemos si la Liga (LNDLR) consideraba que Obregón podía, como presidente de la república, dar los pasos necesarios para destrabar el conflicto religioso, y por eso preparó un atentado para eliminar al caudillo con ineficaces bombas caseras que estallaron entre las llantas del automóvil que lo llevaba5—con el aderezo de que el mismo autor intelectual del ilícito se presentó a conversar, en plena corrida de toros, con el propio político y militar sonorense inmediatamente después de atacarlo—. O bien, como señalan algunos, que dicha organización de filiación católica había llegado a la conclusión de que la política anticlerical callista gozaba del beneplácito del candidato presidencial que se encaminaba a su reelección y que tenía que eliminarlo a como diera lugar.

El fallido atentado al hombre fuerte de Huatabampo, el 13 de noviembre de 1927, en el contexto de la férrea resistencia que sus lugartenientes Serrano y Gómez presentaron a su reelección, alarmó al presidente Calles, quien ordenó el fusilamiento de los implicados, y también del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, a quien se acusó porque su hermano había vendido recientemente el automóvil que sirvió para perpetrar la acción. Don Plutarco quiso matar dos pájaros de un tiro, demostrando, tal vez, que nunca tuvo a la vista la salida a la guerra, cuestión que se contradice con su empeño por darle al país las condiciones para un crecimiento económico que superara las cicatrices de la Revolución Mexicana.

El encargado de la ejecución de los acusados fue el general Roberto Cruz, jefe de la policía de la Ciudad de México durante el callismo. Cruz era, en realidad, un obregonista convencido desde 1920 y llegó a ese cargo después de varias responsabilidades importantes, entre ellas, jefe de la guarnición de plaza de la capital del país y de las operaciones militares en el Valle de México en la presidencia de Obregón. Según Carlos Martínez Assad, en su trabajo sobre el fusilamiento del Padre Pro publicado en Relatos e Historias en México, el general Roberto Cruz trató de convencer inútilmente a Calles de proceder a la ejecución después de haber celebrado un juicio, y no dejó de quejarse de que se le calificara de troglodita asesino después de los hechos. ¿Consideró Álvaro Obregón Salido, al finalizar 1927, que Calles había llegado demasiado lejos al actuar por encima de la ley?

El martirio del Padre Pro metió también al Caudillo en el laberinto, porque convenció a muchos católicos, y desde luego a León Toral —el hombre que lo ultimaría a mediados de 1928— de que el reelecto presidente prolongaría el conflicto religioso.

NOTAS:
1 Cristeros. Textos, documentos y fotografías, Gobierno del Estado de Jalisco, 2007, p.156.
2 Ibid, p. 248.
3 Jean Meyer, La Cristiada, vol. 1, Siglo XXI Editores, 1973, p. 194.
4 Ibid, p. 203.
5 Carlos Martínez Assad, “El Mito del Padre Pro”, en Relatos e Historias en México, núm. 98, Editorial Raíces, 2016.



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