Soren Kierkegaard y la mística: el silencio

Publicado el 15 de marzo de 2017

Guillermo José Mañón Garibay
Investigador Titular A, Definitivo de Tiempo Completo, Instituto de
Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México,
Investigador Nacional SNI/CONACYT
guillermomanon@gmx.de

Cuando Iahvé ordena a Abraham sacrificar a su hijo1 (el hijo de la promesa, lo más esperado y deseado, lo que más ama en el mundo Abraham), éste no pegunta por qué; simplemente se dirige en silencio al monte Moriá en compañía de Isaac a cumplir el mandato divino. Vale preguntar por el silencio de Abraham: ¿Por qué Abraham guarda silencio, por qué no habla a su hijo?

En la moral y el derecho se plantea el problema de la obediencia y la cuestión sobre a quién obedecer, hasta dónde y en qué situaciones; o sea, se plantea el problema de la racionalidad y legitimidad de la autoridad y los límites de su respeto y sometimiento. En principio, pareciera que en la religión no existen estos cuestionamientos, porque la fe es ciega. La fe se dirige a lo inconmensurable e imposible; por eso está más allá de toda obediencia formal. Estas dos formas de someterse al mandato y respeto a la autoridad permite distinguir entre dos tipos de ética: la religiosa y la normativa (sea trágica o institucional). En el primer tipo de ética, el deber de creer es absoluto y supremo; mientras que en el segundo tipo, el no matar y amar al prójimo están por encima de cualquier otro deber.2

Kierkegaard interpreta en Temor y temblor3 el silencio de Abraham como la supresión religiosa de la ética normativa, pues acatar el mandato de Iahvé y sacrificar a su hijo anula el deber ético de no matar y amar al prójimo. Abraham rehúsa el deber ético cuando antepone la voluntad divina al sentimiento (de deber) moral. Con ello establece la preeminencia de lo religioso sobre lo ético. El mandato: “sacrifica a tu amado hijo”, invalida el quinto mandamiento de la ley de Moisés, que representa el sentimiento natural de no cometer violencia y amar.

Para Kierkegaard, la relación con el Absoluto cancela la posibilidad de establecer una relación (ética) con el semejante, porque la experiencia de Dios no abre el hombre a los hombres, sino lo encierra en el silencio y soledad de la obediencia a lo ominoso trascendente. Dios es tan avaricioso que no admite a ningún otro al lado suyo; por ello, aísla al hombre demandando para sí todo su amor, incluso el amor de aquellos a quienes también debería amar.

Esto conecta de lleno con el tema de la violencia, porque la ética tiene como misión acabar con ella, si bien al suprimirla la evoque.4 Existe la violencia pese a la ética, e incluso propiciada por ella (i. e., en forma de castigo). Por ello, comúnmente se distinguen dos tipos contrapuestos de violencia: la violencia fundadora y la conservadora, judía y griega respectivamente; la primera es religiosa y la segunda filosófica. La religiosa pretende fundar una nueva ética más allá de la ética; la otra, conservar el orden existente: es la violencia emanada de la ética misma (desobediencia/castigo). La violencia divina es fundadora: impone su voluntad sobre toda otra para crear el orden que posibilita la vida. Esa primera voluntad es inexplicable, porque es anterior a cualquier justificación y adhesión. Su violencia reside en imponerse absolutamente y sin consenso ni dilucidación. De allí que no se pueda justificar el mandamiento supremo, ama-a-Dios-sobre-todas-las-cosas, y que el ámbito religioso sobrepase el ámbito ético-humano y lo nulifique.

La otra violencia es protectora del orden social. Ciertamente, la ética está allí para erradicar la violencia, pero sin conjurarla terminantemente, porque le es necesaria para castigar y preservar el orden racional consensuado. Su misión es reducir la multitud de voluntades a una sola, demandando fidelidad a la ley, sin reparar en lo individual concreto.

Esto plantea los siguientes problemas: por un lado, ¿se debe una obediencia absoluta a Dios?, ¿es la relación con Dios una relación tajante, por encima del prójimo?; por otro lado, ¿es el deber ético reductible a normas generales (ética kantiana)?,5 sí es así, entonces, ¿está la acción ética aislada del aquí y ahora, así como del prójimo concreto?6

Silencio y trascendencia

La actitud ciega de Abraham es incomprensible moralmente y sólo admisible desde la fe religiosa; lo que coloca al hombre de fe por encima de la comunidad y suprime los deberes morales relativos a la misma. ¿Cuál es la consecuencia? Compárese éste con dos casos en la historia de los pueblos: uno, donde el deber implica el sacrificio de algo amado; otro, donde el deber es cometer un crimen entendido como martirio o acto terrorista. En la tragedia griega de Ifigenia,7 Eurípides, Ifigenia en Áulide. Hay dos versiones de la tragedia de Eurípides: una, Ifigenia en Áulide; otra, Ifigenia en Taúrica o entre los tauros. Solamente en la primera versión se sacrifica efectivamente a Ifigenia para continuar el viaje a Troya.

Ciertamente, en toda ética normativa se puede renunciar a un deber para cumplir con otro superior; pero en el caso de Abraham, no se renuncia a un deber (no matar) por otro superior (amar a Dios), porque en el relato bíblico, el deber de amar a Dios no es un deber dentro de una jerarquía de deberes (pese al decálogo mosaico), sino que es el único deber atendible: es el deber absoluto. Al ser absoluto está por sobre cualquier otra cosa, incluso el amor al prójimo y el “no matarás”. Por ello, el deber absoluto se salvaguarda sólo en y por la fe. Abraham es un caso distinto al de Ifigenia, porque Agamenón sacrifica a su hija para salvar la flota y llevarla a puerto seguro: el individuo por la comunidad (ética trágica). En cambio, Abraham sacrifica a su hijo sin tomar en cuenta el bien comunitario o algún otro deber aparte del de amar a Dios. La obediencia absoluta no admite grados, el deber moral sí (así como una jerarquía completa de deberes). Por ello, a Abraham solamente le queda el silencio como muestra de la incomprensión de su acción, de la irracionalidad o supresión de la dimensión humana. Agamenón sabe cuáles serán las consecuencias de su acción, mientras Abraham no sabe nada, no sabe para qué cede a la orden divina. Abraham no entiende y por eso no le queda más que el silencio. La fe —dice Kierkegaard— consiste en creer lo imposible.8

Mientras en la ética se renuncia a lo particular por lo general, lo cierto por algo más cierto; en la fe, Abraham renuncia a lo finito por lo infinito, y a lo cierto por lo incierto.

Abraham lleva a su hijo al monte Moriá a sacrificarlo, porque tiene fe en Iahvé su Dios; pero ¿qué es la fe? ¿En qué cree Abraham? La fe debe ser cabal, absoluta y superior a cualquier norma general que posibilite la convivencia entre los hombres. Kierkegaard es muy claro: Abraham cree en lo imposible, y esa es la única forma de creer. Creer en Dios implica aceptar lo absolutamente trascendente (incluso a la razón humana). Isaac es lo que Abraham más ama en la tierra; por ello, la renunciar a su hijo significa abandonar lo inmanente y optar por lo trascendente, al grado de trascender los límites de lo inteligible humano y llegar al absurdo de la obediencia ciega. La obediencia ciega exige, por definición, renunciar a la razón (humana); por tanto, cuando se accede al ámbito de la fe se renuncia a la moral.

La experiencia de Dios de Abraham se escenifica como un creer irreductible al saber, como obediencia absoluta, irracional, que anula toda consideración por el prójimo. ¿Por qué Abraham está dispuesto a hacer algo incomprensible como sacrificar a su propio hijo? Por ansia de trascendencia, aunque esto tenga por consecuencia la supresión de la razón práctica.

El Dios de Abraham

Martin Buber plantea en su ensayo sobre la relación entre filosofía y teología,9 la posibilidad de que Abraham recele de la voz de Iahvé y, pese someterse dócilmente a la voluntad divina, no suprima su razón o juicio crítico; de lo contrario, podría entregarse a cometer las cosas más atroces. Para Kierkegaard, Abraham no actúa por obediencia a la ley, sino por la fe en su Dios. Esto obliga a distinguir entre obedecer y creer, y por ello, a pensar que Abraham no sacrifica a su hijo por obediencia a un mandato universal, sino en virtud de la relación particular con su Dios.

Si Abraham no cancela su juicio crítico, podría esperar que Dios se retractase. Pero Abraham no abriga esta esperanza humana, demasiado humana, y ciertamente se somete al mandato, y lo hace porque es incomprensible, trascendente a todo lo inmanente, incluyendo la racionalidad y compasión humana. El hombre de fe no abriga la esperanza de que Dios realice el bien a escala humana. Por ello, Kierkegaard, en los Papeles de B,10 supone otra versión alternativa a la bíblica. En ella, Dios no ordena a Abraham detener el sacrificio, porque en ese caso Abraham sí asumiría que se trata de un engaño. Abraham no sucumbe a la tentación compasiva del hombre profano y no acepta que Iahvé detenga el sacrificio y le devuelva a Isaac. Para Kierkegaard, si fuera cierto el relato bíblico, entonces Iahvé, seducido por la crueldad, simplemente se mofa de Abraham.

Silencio más allá de la ética

Abraham nunca cuestiona el mandato de Iahvé; sabe que su Dios se dirige a él exactamente por lo incomprensible y terrorífico de la orden: credo quia absurdum, diría en el siglo II (d. C.) Tertuliano (160-220). Si la orden fuera racional, sería humana. En la otra versión de Kierkegaard, Iahvé ciertamente grita a Abraham que se detenga en el momento de sacrificar a Isaac, y, sin embargo, Abraham piensa que se trata de una engañifa y consuma el sacrificio de su hijo. Según Kierkegaard, Abraham nunca aceptaría la posibilidad de que Dios se retractase y actuara como hombre mandando cancelar el sacrificio. Para Kierkegaard, aceptar la versión bíblica a pie juntillas significa creer no por absurdo, sino por sujeción pueril.

Martín Buber critica la interpretación de Kierkegaard, porque no repara en lo excepcional de la narración, en que el caso de Abraham no es ejemplo para los hombres por su carácter fundacional. Otros autores también proponen una interpretación alternativa, donde la actitud de Abraham representa el aspecto íntimo y personal de la fe, que no se deja comunicar de hombre a hombre, sino sólo de Dios a cada una de sus criaturas. La fe es un don o regalo divino de munificencia incomprensible. Una última crítica entendería la actitud de Abraham como el intento de proponer una ética más allá de la ética, que requiere del silencio como de algo necesario para superar su dimensión instrumental o el ejercicio de subsumir la acción a la norma general, sin reparar en el individuo concreto.

Frente a sus detractores hay algo que restituye valor a la lectura de Kierkegaard, a saber: Iahvé ordena a Abraham sacrificar a su hijo. Esto no sólo es incomprensible, sino terrorífico. Por ello vale preguntar si el hombre de fe debe obediencia ya no sólo a lo absurdo e incomprensible, sino a lo violento y terrible de un mandato; porque pareciera que el hombre de fe debe trascender no sólo la razón, sino también la compasión. Si es así, entonces esta violencia fundacional compele —como se dijo— a distinguir entre obedecer y creer; porque en la ética y el derecho se obedece en virtud de la autoridad que ordena legítimamente lo que es racional, algo ausente en la religión.

No obstante, en el Antiguo Testamento se plantea el drama de la obediencia: ¿quién es la legítima autoridad; qué hay que obedecer y qué no; hasta qué punto conviene hacer uso de la razón crítica y cuestionar las ordenes? ¿Se justifica en algún momento la objeción de conciencia? Se insiste en que Abraham guarda silencio todo el tiempo y no habla a su hijo mientras cumple el mandato divino embebido en su fe. ¿Guarda silencio porque no tiene respuesta a ninguna de estas preguntas?

El hombre de fe sabe que Dios le habla cuando hay que acatar un inconmensurable. ¿Es esto la esencia del fanatismo religioso? ¡No! Sin embargo, alguien diría que el terrorista (o fanático religioso) trasciende la ética al anteponer la violencia al deber de actuar racionalmente y para el bien común. La supresión de la ética para Kierkegaard va más allá del fanatismo religioso, porque en ella no se trata de cumplir con algo contrario al deber ético, sino en creer en lo imposible. Obedecer es un acto de la voluntad que entiende y respeta a la autoridad, mientras que la supresión de la ética, a través de la fe religiosa, tiene lugar como un creer en lo imposible, más allá de la voluntad y racionalidad. Y esto no debe confundirse con la acción terrorista, porque allí sí tiene lugar la obediencia a un deber superior al no matarás que le da sentido a la acción. El terrorista renuncia a lo cierto por lo más cierto; en tanto que el hombre de fe renuncia a lo cierto por lo incierto.

Abraham no se da muerte así mismo para salvar a su hijo y ofrendar algo a su Dios. El mártir da su vida por los demás; el terrorista sacrifica a otros por una causa superior; el hombre religioso simplemente asiente. Eso enseña la fe religiosa: el sacrificio no basta, ni de otro ni de uno mismo; lo único que redime es la fe ciega. La fe puede llegar al extremo de exigir el absurdo, tanto el sacrificio del hijo como de uno mismo; pero eso no es lo relevante, sino el humilde sometimiento.

Abraham es el padre de la fe; para Martin Buber un irracionalista en la interpretación de Kierkegaard. Sin embargo, Kierkegaard propone algo más, distinto al irracionalismo, a saber: el valor irreductible del individuo. ¿Qué significa esto para la ética normativa?

Silencio y ética normativa

La actitud de Abraham suprime la inmoralidad de lo inmoral: “¡sacrifica a tu hijo!”. Esto significa para Martin Buber dos cosas: que Abraham no es un ejemplo a seguir y que el ámbito de la fe es algo muy personal e inexplicable. Por ello, la relación con el Absoluto, tal y como aparece en la historia de Abraham, va más allá del lenguaje y priva al sujeto de toda posibilidad de comunicación (ética) con sus semejantes. De esta manera, el encuentro con lo divino no abre al hombre a otros hombres, sino sólo a Dios en soledad. Este es el sentido del silencio de Abraham: separar al hombre de aquellos a quien debería de amar (el prójimo) para unirlo a quien se le debe preeminencia sobre cualquier apego, deseo o voluntad. Esto —para Buber— encierra al individuo en su propia subjetividad, separándolo de la comunidad.

Kierkegaard con su exégesis haría alusión al hecho de que la ética se codifica en preceptos generales, sin consideración de la voluntad y deseo individual. Si la ética reconoce sólo el valor de la ley general y al individuo sub especie aeternitatis; entonces, Abraham es un asesino. ¿Cómo se redime a Abraham de ser un asesino? Justificando su conducta en el valor irreductible del individuo y de su relación con su Dios.

De aquí que el problema no sea si hay un deber absoluto para con Dios, sino una fidelidad al individuo y a la particular relación con él. La sumisión completa al deber absoluto significa no la supremacía de lo interior respecto a lo exterior (deseo versus interés general), sino de lo particular frente a lo general. El deber de obediencia absoluta sería la única forma de relacionarse con el absoluto por sobre la norma general. El deber para con el prójimo, en la medida en que tiene en cuenta al individuo, relativiza la validez del precepto general.

Como la ética necesariamente vale igual para todos, el imperativo categórico sólo puede determinar la acción por su aspecto formal; lo que no atiende ni a la materia del precepto ni permite excepciones ni la prevalencia de intereses particulares. Para la ética (kantiana), Abraham es inmoral, porque privilegia su punto de vista particular sobre la razón general, incluso al precio de separar al hombre de su realidad efectiva. Además, toma la fidelidad a la norma como razón suficiente del juicio y la acción, al margen de todo resultado o consecuencia concreta.

Para Hegel11 es necesario liberarse de este formalismo kantiano que separa el ser del deber ser. La solución de Hegel es pasar de la moralidad a la eticidad, constituida por las instituciones sociales (familia, colectividad, Estado). Dentro de estas instituciones es donde opera o tiene lugar la conducta ética, porque es lo que constituye la realidad social. Sin embargo, tanto desde el punto de vista kantiano como hegeliano, Abraham es un asesino, porque no se somete ni a las leyes ni a las instituciones que rigen la vida de todos los individuos. Abraham coloca al individuo sobre lo general y concibe a la fe como el determinante de la acción, algo por demás paradójico (credo quia absurdum, Tertuliano).

La ponderación de la acción de Abraham no la proporciona la ética, sino sólo la fe. Pero nuevamente: ¿qué es la fe? Desde esta perspectiva, aquello que privilegia el punto de vista individual sobre el general. Por ello, la historia de Abraham suspende la ética entendida como deber frente a la norma general y recupera el vínculo con el individuo. Saber cómo se logra esto es el fin de Terror y Temblor.

Silencio e individuo

Se dijo que Abraham sabe que Dios le habla porque mandata algo incomprensible, fuera de los cálculos humanos. Iahvé manda amarlo por sobre todas las cosas, incluyendo su hijo más amado, que representa el aquí y ahora. A cambio ofrece Iahvé la trascendencia. Consecuentemente, lo que Abraham hace está contra toda lógica humana y contra toda ética. Abraham hace lo que hace sin entender por qué ni saber para qué, lo que lo convierte en el padre de la fe; y la fe se opone al saber, la fe es irreductible al saber, porque sobrepasa lo humano y busca lo absoluto trascendente. Ya se dijo, Abraham cree vía absurdo, deponiendo lo que es humano y por lo humano.

Pese a todo esto, la moral religiosa funge como crítica de la ética formal-normativa, porque ésta nos extravía en la generalidad de la norma, mientras la fe nos singulariza y compromete con el prójimo individual y concreto. Kierkegaard ve esto en la actitud de Abraham al responder a Iahvé con “heme aquí”, que representa la superioridad de la dimensión ética religiosa, la consideración individual del prójimo y no el apego automático a la norma general. Por eso, la fe religiosa llega a la supresión de la ética, porque considera más importantes las particularidades implicadas al tratar con el individuo concreto que el sometimiento al deber general.

¿Cómo se justifica moralmente el silencio de Abraham (frente a su hijo y la comunidad)? Primero, hay que distinguir entre el silencio demoniaco y el silencio religioso. Para Kierkegaard, el primero es producto del cálculo y usado como estrategia de engaño, mientras el segundo es el silencio deseoso de trascendencia. Pese a esta distinción, el silencio no puede justificarse éticamente, porque es una especie de ocultamiento: ser responsable —para Derrida—12 significa responder ante los demás, dar o rendir cuentas de las acciones propias. La palabra hace público el compromiso ético, y en la medida en que algo es público aumenta la responsabilidad o compromiso. La ética es comunicación, lenguaje. El principio de la ética dice: “debes conocer lo general” (la norma, la lengua), y lo general solamente se manifiesta en el lenguaje y se le conoce en el habla. En el lenguaje se conoce la ley general, se conocen las razones para actuar, se establece un vínculo con la comunidad; por eso, una forma de colocarse por encima de lo general es a través del silencio.

En la ética religiosa, la personalísima responsabilidad que adquiere el individuo frente a su Dios anula la necesidad de expresión y lenguaje.

Decisión y silencio

El silencio constituye la esencia de una decisión; y toda decisión que vincule con el prójimo y establezca un compromiso posee un asidero en el silencio. En Abraham es claro, porque el “fundamento” de su decisión no es el saber, sino el creer en virtud del absurdo. Abraham decide contra el saber, más allá del saber. En opinión de Derrida,13 siempre que tomamos una decisión lo hacemos suspendiendo el saber (o cadena de razonamientos y saberes), porque de otro modo nunca tomaríamos una decisión. ¿Qué quiere decir esto: que nunca hay suficientes razones para actuar, que no hay una sola acción 100% justificable? ¡Sí!, la decisión marca siempre el fin de una deliberación (jurídica-ética-política, etcétera), que obedece a un momento finito de urgencia y precipitación, y que no puede ser la consecuencia perfecta de una deliberación o saber histórico o teórico. No se puede saber todo sobre las condiciones y consecuencias de una acción, y en el momento de la acción misma hay que dejar la deliberar para llevar a cabo la acción. El instante en que se decide es un instante “loco” —dice Derrida—, que no puede ser justificado con razones y que, por eso, envuelve un acto de fe y silencio.

¿Es posible suponer un gesto de responsabilidad en el silencio de Abraham? Primero, la responsabilidad de Abraham no es “egocéntrica”, basada en el culto al ego y en su autocontrol o certeza absoluta sobre aquello que realiza. Segundo, lo que hay es una entrega total de un individuo a otro que se resume en “heme aquí”. Éste es el momento de un compromiso absoluto que va más allá de la ética o deber formal; más allá de las razones y explicaciones generales.

El silencio es parte de la decisión absoluta de Abraham de comprometerse con su prójimo (acosta de lo que más ama), sin pretender ofrecer razones cabales de su decisión. No se habla, porque no hay conocimiento exhaustivo de las condiciones y consecuencias de las acciones y porque el móvil de la acción no es la fidelidad al imperativo categórico, sino al compromiso en el aquí y ahora, con el prójimo concreto. La decisión moral por la que se vincula con el otro no puede ser reducida a una regla, mucho menos al imperativo de cumplir con una regla.

Ciertamente, cuando se actúa por una regla sí se pueden dar razones de las acciones, porque la regla funciona como juicio determinante de la acción y apelar a ella es presentar su justificación. Pero, entonces, se trata de un acto frío, calculado y sin auténtico compromiso moral. Cumplir a la cita con el prójimo no puede consistir en subsumir actos a reglas o imperativos categóricos; no puede establecerse así un compromiso con el otro, esto no es ser responsable en sentido bíblico. La ética kantiana es el sometimiento a un programa moral regido por enunciados generales, donde el compromiso es para con la aplicación de una regla, y la consecuente acción se ampara en el deber por el deber y no en el amor al prójimo.

La moral kantiana pertenece al orden del saber y el cálculo. Por ello, es necesario establecer —con Derrida— una diferencia no sólo entre creer y obedecer, sino también entre derecho y justicia: cada vez que se realiza una conducta aplicando un imperativo a un caso particular el derecho o la moral sale ganando, pero de ninguna forma la justicia. La justicia es la decisión responsable y comprometida, lejos de la aplicación de una regla general, sin cálculo de ventajas y desventajas, sino medio de apertura a la otredad. Como tal, el acto de justicia nunca está justificado; por ello, desaparece la verbalización y se realiza en silencio.

Dentro de la ética normativa, la responsabilidad moral significa aplicar la regla en el caso adecuado: así, la regla moral es el determinante de la acción y motivación moral. Esto diluye la responsabilidad en un programa que justifica acciones por razones generales, sin consideración del bienestar del individuo y la comunidad. Abraham no puede hablar, porque eso significaría traducir sus motivaciones en razones programadas según reglas de conducta generales y no por el auténtico compromiso con el prójimo. En la ética normativa se desentiende el yo del tú: el cumplimiento con el imperativo traiciona el compromiso con el otro, porque pierde su carácter singular. El auténtico acto moral tiene que trascender la ética, incluso acosta de su sustento racional, para así consumarse como acto de entrega absoluta o fe ciega en el prójimo. Por eso, el acto moral es finalmente una “experiencia mística”.

Abraham dice: “heme aquí”,14 que significa: “aquí estoy para escucharte, para hablarte, para responder a tu llamada, sin ostentación ni vanagloria, guardando amorosamente como un secreto nuestro personalísimo vínculo”. Esta suspensión de la ética, del fundamento de la ética normativa, es la detracción al “cálculo de probabilidades” de las posibles aplicaciones de reglas a casos particulares. Es la crítica al sistema de prescripciones codificadas a manera de un dispositivo estabilizante y regulador de las relaciones humanas.

Propone Gilles Deleuze15 que el desafío ético es estar a la altura de los acontecimientos; pero en la ética normativa el acontecimiento es todo lo contrario a algo inesperado, sino aquello predicho y preformado desde imperativo determinante de la acción. La fe en lo imposible representa, por el contrario, aquello que excede el ámbito de lo predecible y regulable.

De esta manera, el silencio de Abraham no es la actitud frente a la violencia irracional, sino la contraparte a la ética normativa, tenida como irresponsabilidad. No importa actuar por fe en lugar de por el deber, porque siempre hay un trasfondo irracional en la decisión de toda acción, además de que actuar por el deber justifica también los actos más mezquinos. El silencio de Abraham transforma la ética normatividad, o saber frío y calculable, en una relación personal.

NOTAS:
1 Génesis 22:1.
2 Ver Joas, Hans, Die Entstehung der Werte. 10. Werte und Normen: Das Gute und das Rechte, Frankfurt am Main, Suhrkamp Taschenbuch, 1997, p. 252 y ss.
3 Kierkegaard, Soren, Furcht und Zittern, Frankfurt am Main, Zweitausendeins Verlag, 2000, 140 pp.
4 Ver Waldenfels, Schattenrisse der Moral, VII. Verletzende Gewalt, Frankfurt am Main Suhrkamp Taschenbuch, 2006, pp. 174-192.
5 Kant, Immanuel, Kritik der praktischen Vernunft, Erster Teil: Elementarlehre der reinen praktischen Vernunft, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1983, p. 125 y ss.
6 Ver Löwenthal, Leo, Falsche Propheten, Teil 2. Studien zum Autoritarismus, Individuum und Terror, Frankfurt am Main, Shurkamp Taschenbuch, 1982, p. 161 y ss.
7 Eurípides, Ifigenia en Áulide. Hay dos versiones de la tragedia de Eurípides: una, Ifigenia en Áulide; otra, Ifigenia en Taúrica o entre los tauros. Solamente en la primera versión se sacrifica efectivamente a Ifigenia para continuar el viaje a Troya.
8 Kierkegaard, Soren, Furcht und Zittern, Frankfurt am Main, Zweitausendeins Verlag, 2000, p. 24.
9 Buber, Martin, “Sobre la suspensión de lo ético”, Eclipse de Dios. Estudio sobre las relaciones entre religión y filosofía, Salamanca, Ediciones Sígueme. 2014, pp. 133-139.
10 Kierkegaard, Soren, Die Papiere von B. Das Erbauliche in dem Gedanken, dass wir gegen Gott allezeit unrecht haben, Frankfurt am Main, Zweitausendeins Verlag, 2000, p. 575 y ss.
11 Hegel, Georg, Wilhelm, Friedrich, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Hamburg, Felix Meiner Verlag, 2010, p. 151 y ss.
12 Derrida, Jacques, Dar la muerte, Barcelona, Paidos Ibérica, 2000, p. 63.
13 Derrida, Jacques, “Del derecho a la justicia”, Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Madrid, Editorial Técnos, 1997, pp. 11-68.
14 Génesis, 22:11.
15 Deleuze, Guilles, La lógica del sentido, Barcelona, Paidos Ibérica, 1989, p. 158.



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