El fulgor de la noche (II)*

Publicado el 21 de marzo de 2017

Luis de la Barreda Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del
Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
lbarreda@unam.mx

Con un brindis jubiloso por el centenario
de Excélsior, diario en el que me honra colaborar.

La prostitución no es un oficio que conduzca a la beatitud. A mí me parecería inaceptable pagar por un coito. Algo de triste y oscuro tiene el sexo pagado. Pero admitamos que las trabajadoras sexuales prestan un servicio, no exento de dificultades y peligros. Algunas juegan el papel de confidentes o terapeutas: el cliente les cuenta lo que a nadie más le confía.

Con las trabajadoras sexuales los clientes buscan el desfogue sexual de la manera en que no lo experimentarían con una pareja, ya sea por negativa de ésta, por prejuicio propio o por carecer de pareja. En el fulgor de la noche abundan los insatisfechos, los deprimidos y los solitarios: acuden a ese fulgor para escapar un poco de las sombras.

“Esto tiene mucho que ver —observa Marta Lamas— con la compleja definición de Freud de la libido, que aparece como una fuerza pulsional que desafía la tipificación fácil del comportamiento. Creer que el comercio sexual es un problema exclusivamente económico de las mujeres distorsiona la comprensión del fenómeno al no visualizar su contenido psíquico, en especial, el ‘carácter incoercible’ del inconsciente en los clientes que acuden a comprar servicios sexuales”.

Autorizada o no, la prostitución ha existido siempre y en todas las sociedades. La prohibición conduce a las trabajadoras sexuales a la ilegalidad y a la clandestinidad, lo que las coloca en la posición más propicia para ser extorsionadas o víctimas de otros abusos. Marta Lamas reprocha a las neoabolicionistas: “Una batalla legítima e indispensable contra la trata ha culminado en actitudes represoras contra las trabajadoras sexuales, incluso poniéndolas en riesgo”.

La trabajadora sexual no se vende a sí misma —como no se vende a sí mismo ningún trabajador— ni renuncia a su dignidad, sino vende un servicio, para el cual celebra un contrato oral con el cliente. Si a ese servicio se le reconoce la categoría de trabajo, las trabajadoras sexuales tendrán las obligaciones y los derechos de los demás trabajadores, incluyendo carga fiscal, cumplimiento de las normas cívicas, respeto de las autoridades y acceso a la seguridad social.

En México no está prohibida la prostitución, pero el lenocinio está tipificado como delito, lo que ha motivado que se persiga penalmente a padres, hijos y parejas que reciben apoyo económico de las trabajadoras sexuales, y a dueños y empleados de antros en los que ellas pueden recibir a los clientes e incluso encontrar un nido protector que les sirva para descansar, ir al baño o conversar. Todos sabemos de la cruzada puritana que en la Ciudad de México y otras muchas ciudades ha cerrado table dances con detenciones masivas de gerentes y meseros, aun sin que haya pruebas de que las mujeres que allí trabajan sean prostitutas y a pesar de que manifiesten con vehemencia que nadie las ha obligado a esa ocupación.

Marta Lamas señala como factor del trabajo sexual que “en el capitalismo, todas las personas que trabajan viven una presión económica, tanto por asegurar su subsistencia como por acceder a cierto tipo de consumo”. Es de advertirse que la prostitución también se ha practicado en los regímenes autodenominados socialistas a pesar de la persecución de quienes se dedican a ella. Yoani Sánchez observa que en Cuba, donde la Revolución proclamó que las putas eran cosa del pasado capitalista, “detenciones, condenas a prisión y deportaciones forzadas hacia su provincia de origen” fueron la respuesta oficial contra las jineteras, lo que ocasionó que el chulo cobrara importancia en la misma medida en que la calle se volvió un riesgo (El País, 12 de marzo). No todas las trabajadoras sexuales lo son por hambre. Muchas, sin ser pobres, optan por el trabajo sexual porque en éste ganan más que en otras actividades.

Ni partidos políticos ni legisladores ni grupos feministas se han ocupado de pugnar por que se logre un trato justo para las trabajadoras sexuales. En El fulgor de la noche, Marta Lamas refrenda su vocación de hereje argumentando sólidamente contra las buenas conciencias implacables e impecables. No lo dice, pero muestra que las posturas biempensantes en un tema tan complejo como el del comercio sexual suelen ser en realidad una fe impostada.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 16 de marzo de 2017.



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