Silencio y retórica política
Publicado el 19 de abril de 2017
Guillermo José Mañón Garibay
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
guillermomanon@gmx.de
Es obvio que la palabra y el poder mantienen estrechas relaciones: hacer uso de la palabra es un acto de poder, no sólo porque implica el dominio de la lengua, y su bagaje de saberes y competencias, sino, además, porque con ello se establecen los límites del sentido y sinsentido. Desde la visión del poder, hacer uso de la palabra supone estar autorizado para ello, mientras callar o escuchar en silencio supone no estarlo. Y aquí precisamente reside la diferencia entre el silencio auto-impuesto del místico y el silencio impuesto por el poder.
No hace falta recordar que desde la época antigua, la retórica allanaba el camino del ciudadano al poder, y que desde el dominio de la lengua se establecía la asimetría propia de toda relación de poder.1 En esta obra el autor analiza la asimetría del poder con base en quién sabe y quién no sabe, quién está autorizado a hablar y quién no lo está. Por eso, en el análisis del silencio y las palabras, importa ciertamente quién habla y quién calla, pero además cómo habla y cómo calla. Por ejemplo; el silencio producto del poder es signo del miedo y arbitrariedad imprevisible. En tanto que en la mística, el silencio es pura metonimia, o sea, un cambio semántico con el cual se designa una cosa con el nombre de otra, porque de suyo ella misma no tiene ningún nombre apropiado. Por ello, el silencio místico, como metonimia o metáfora,2 encuentra su manifestación apropiada en el arte. 3
Pese a la identidad de significantes en el silencio, no puede confundirse el silencio del místico con el del poderoso: mientras el silencio del místico desea aludir a algo que carece de término propio, porque es de suyo indecible, a la vez concebible e inasible; el silencio que impone el poderoso devela siempre el deseo arbitrario de imponer ciertos sentidos y silenciar otros.4 Aquí, el silencio es producto del miedo y no del asombro, no obstante que asombre el esfuerzo de las dictaduras por dotar de “univocidad” a los signos. El silencio del poderoso siempre incurrirá en la incongruencia de utilizar la lengua para silenciar por la fuerza, cuando precisamente es la lengua el instrumento civilizatorio que termina con la lucha sustituyendo el uso de la fuerza por el de la palabra.5
En contraposición, el silencio del místico es autoimpuesto, producto del estupor y no del miedo o cobardía; por ello, rompe la univocidad del signo, develando la multiplicidad de significados reprimidos, metonimia de una realidad exuberante e inasible para el habla.
Como el silencio místico se opone al del poderoso, no ha sido errado calificar a la mística medieval como movimiento de protesta contra la excesiva racionalidad escolástica6 o contra el dominio absoluto del sentimiento religioso por parte de la Iglesia establecida.7 Tampoco ha sido errado llamar la atención acerca de su fortaleza: mientras los signos del poder se ajan y caducan en la propia contradicción que procrean, el silencio místico escapa a la fugacidad del signo al traducir el silencio en acción: el ora en labora.8
Para que el poder sea efectivo, su ejercicio debe operar en el orden simbólico; porque de esta forma preña de sentido omnipresente a toda la realidad social. Desde la omnipresencia del poder, la valoración del silencio depende del sujeto y del objeto; de quién activamente habla y de quién pasivamente calla. El poder teme tanto a quien habla como a quien calla, a la crítica como a la clandestinidad. Por ello, algunas veces mandará hablar y otras callar: con la pena de muerte sumirá en silencio definitivo; con el uso de la tortura obligará a hablar. Sea que mande hablar o callar, el poder impone con ambos una asimetría a través del ocultamiento:9 el poder se oculta en el silencio al mismo tiempo que obliga a la transparencia de ideas, a exponerlas para suprimirlas.10
Por ello, no es de sorprender que el poder abra las vías de comunicación como garantía de “libertad de expresión”, ofreciendo el uso indiscriminado de la palabra incluso dentro de los medios masivos. De esta forma aumenta la importancia y complejidad de los sistemas de regulación de la palabra, porque el uso de ellos supone varias cosas: primero, la creación de los “voceros de la verdad universal”,11 que tienen como tarea colonizar los espacios de comunicación con signos oficiales; segundo, la creación de un “código ético” de comunicación que determine el valor moral de “guardar silencio” en aras de la lealtad, la solidaridad o el compañerismo. Esta “ética del silencio” regula por igual al silencio que a la perífrasis, distinguiendo tanto la virtud del callar (callar cuando se ordena o cuando no hay motivos para hablar) como el uso esmerado de palabras decorosas, honorables y honestas.
La afinidad del silencio con la perífrasis, propia del “buen decir”, salta a la vista: es de mal gusto hablar de nuestras excrecencias, de la menstruación y del semen responsable de embarazos indeseables, de los placeres viciosos como la masturbación o la pederastia, de sus consecuentes enfermedades vergonzosas, de la corrupción de instituciones respetables como la familia, escuela o Iglesia, de la vejez y de la muerte.12 Administrar el silencio y la perífrasis es sobre todo relevante si se repara en el hecho de que el ejercicio del poder no tiene únicamente lugar en los altos círculos sociales o en los espacios públicos estratégicos, sino incluso dentro de los llamados “micro-poderes”:13 familia, clubes deportivos, pequeñas comunidades religiosas, lugares de trabajo, círculos de amigos.14 En todas partes rigen “códigos del silencio” regulando la palabra, indicando qué se pude decir, cómo se debe callar, respetando las buenas maneras y acatando los rituales del silencio propios de los tabúes sociales.
Quién no conoce los giros lingüísticos que presentan una realidad transformada al intercambiar, por ejemplo, “persona con capacidades diferentes” por paralítico o minusválido, “persona con orientación sexual diversa” por homosexual o pervertido, “socialmente desfavorecido” por miserable, “fármaco dependiente” por drogadicto, “servidora sexual” por prostituta, “servidor público” por burócrata, “intersexual” por hermafrodita, “pan-sexualidad” por promiscuidad, “trastorno de déficit de atención” por cretino, etcétera. Lo que evidencia por lo menos dos cosas: primero, que los silencios y las perífrasis posibilitan la convivencia, y, segundo, que todo uso del lenguaje conlleva una valoración de la realidad: valoración realizada desde la voluntad de poder.
Nietzsche dice en Más allá del bien y del mal:
…detrás de toda lógica y de su aparente soberanía de movimientos se encuentran valoraciones o, hablando con mayor claridad, exigencias fisiológicas orientadas a conservar una determinada especie de vida. Por ejemplo, que lo determinado es más valioso que lo indeterminado, la apariencia, menos valiosa que la “verdad”: a pesar de toda su importancia regulativa para nosotros, semejantes estimaciones podrían ser, sin embargo, nada más que estimaciones superficiales, una determinada especie de niaiserie [bobería], quizá necesaria precisamente para conservar seres tales como nosotros. Suponiendo, en efecto, que no sea precisamente el hombre la “medida de las cosas”...15
Formación electrónica: Ilayali G. Labrada Gutiérrez, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero