Silencio y ruido
Publicado el 19 de abril de 2017
Guillermo José Mañón Garibay
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
guillermomanon@gmx.de
Si concebimos la expresión humana constituida solamente por palabras sonoras, pareciera que el mundo está formado por objetos aislados, como árboles, piedras, personas y utensilios varios, sin reparar en el espacio que los separa y contiene. Así ocurre con el silencio y con su función y realidad retórica. Preguntas como qué significa una pausa al hablar, un silencio largo o corto, qué entraña mandar callar a alguien o rehusarse a pronunciar palabra frente a la autoridad, qué implicaciones tiene dejar sin respuesta el saludo de un amigo o la ofensa de un enemigo, etcétera, todo resulta incomprensible fuera del análisis del silencio en cada caso particular.
Uno de esos casos particulares es el del místico. Puede preguntársele al místico: 1) a qué se debe esta incapacidad expresiva del lenguaje; y después, 2) en qué reside la elocuencia del silencio. Una respuesta a la primera pregunta responsabilizaría a la absoluta trascendencia de lo absoluto; a la incompetencia del lenguaje que opera una contracción frente a la pluralidad de las cosas, esto es: experimentamos la variedad y multiplicidad concreta, pero hablamos con términos aglutinantes y generales. La experiencia sensorial es plural; la realidad lingüística, general y uniforme. El trato diario tiene que ver con éste o con aquél, mientras que la locución “hombre” refiere al sentido general de ser hombre antes que a cada forma particular de hombre. Por tanto, en la expresión lingüística opera siempre una reducción de la experiencia de lo real cuando pasamos de lo plural a lo general, de los hombres al hombre, produciendo una realidad (lingüística) inexacta, difusa, evanescente.
El término universal no contiene las peculiaridades de éste o aquél, sino la disminución de cada uno de ellos a su común denominador. De esta forma, la palabra “silencio” también simplifica las múltiples experiencias del silencio, pero transformando la experiencia del silencio, vía sustantivación, en un término que tanto niega toda realidad como afirma otra distinta. Como negación, el silencio equivale a ausencia, abandono o huída, entendida como soledad, marcha o simple alejamiento; aunque también equivale a no-ser o muerte. Como afirmación, el silencio corresponde al ámbito de la referencia recíproca ser/no-ser. Por Hegel sabemos que el término no-ser es tan vacío como el de ser,1 y que, por tanto, hablar del uno o del otro sólo es posible en su referencia mutua o devenir. De la misma forma, la inteligibilidad de sonido y silencio sólo es posible en su referencia mutua.
Por otro lado, el silencio, entendido desde la elocuencia del habla, es siempre el hecho particular del no-decir-diciendo, irremplazable por ningún otro acto lingüístico. Esto es, el silencio es auditivo y no visual; es prácticamente imposible representarse su sentido al imprimir la letra del mensaje. Lo que podría llevar a confundir el significado con el significante y pensar nuevamente que el silencio siempre significa lo mismo. 2 Sin embargo, el silencio agrega un sentido que el signo sonoro aislado no posee, y en esto reside su elocuencia. Aquello que se dice cuándo se calla es lo que no tiene un término asignado o definido, porque de suyo no es determinado o definido; es lo indecible y, sin embargo, vislumbrado y nunca aprehendido. Por ello, el silencio místico, por un lado, administra la palabra sonora, determinando su uso para evitar el abuso, y, por otro, muestra o devela aquello que se hurta a las palabras.
Sin embargo, el silencio también es fuente de desconcierto y suspicacia, por ello el intento reiterado de disiparlo con conversaciones anodinas o con el barullo y estrépito de la sociedad tecnológica. En la urbe tecnológica, la convivencia desea conjurar el silencio con ayuda del ruido, negando el silencio edificante, enemigo a vencer junto con la introspección y reflexión en retiro. Hoy día se coloniza el espacio público (y privado) con ruido y boruca, educando a los jóvenes a horrorizarse del silencio y a ensimismarse con el retumbo de la radio o televisión, como si existiera un riesgo mortal en la autonomía del pensar, en el diálogo en quietud y tranquilidad.
La “civilización del ruido” engendra un ruido doloroso,3 crónico, resistente al sentido, desafiante del lenguaje y comunicación, producto de una cultura de la autoagresión y destrucción. Tal vez se deba a la sistemática reducción del espacio vital en las urbes y la resistencia de los cuerpos a su inevitable senescencia. Esta es la esencia del “realismo grotesco” anunciado por Mijail Bakhtin,4 donde los hombres heridos de dolor van arrastrando su signo de vulnerabilidad e impotencia. Pero cuando el signo caduca y su lugar lo ocupa el ruido, también aflora el silencio como crítica.
Formación electrónica: Ilayali G. Labrada Gutiérrez, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero