Matar *

Publicado el 28 de agosto de 2017

Luis de la Barreda Solorzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, y
coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
lbarreda@unam.mx

Matar. Qué sencillo resulta destruir una vida humana, única e irrepetible, producto de un azar milagroso que en el momento de la concepción venció a la nada y posteriormente fue derrotando las acechanzas que en todo momento nos acosan a los seres humanos, tan frágiles, tan vulnerables, tan mortales.

Macbeth le responde a su mujer que lo incita a asesinar al rey Duncan que esa noche es su huésped: “Me atrevo a lo que se atreva un hombre; quien se atreva a más, no lo es”. Después rompe con sus escrúpulos y no sólo priva de la vida al monarca, sino también a cuantos podrían interponerse en su sangriento camino al trono. Pero en el primer instante en que se le invita a matar, su respuesta es la de un ser humano consciente de que el que mata traspasa una frontera tras la cual no hay retorno.

No sé si algunos o muchos de los que asesinan pueden llevar después una vida tranquila. Si los atormenta el remordimiento, estarán pagando caro —aunque nunca suficientemente— su crimen. Ocurra así o no, su acto los habrá convertido en otra clase de seres humanos, muy distinta a la conformada por la abrumadora mayoría que ha respetado la vida de los demás.

En los albores de la humanidad, matar no era una conducta reprobable: era la consecuencia normal de la disputa por una mujer, por la supremacía dentro del grupo o por una apetitosa presa de caza. En las pugnas tribales por territorio o comida se exterminaba a los contrarios sin que eso lo viera nadie como algo execrable. Hubo de transcurrir mucho tiempo para que matar se considerara una conducta bárbara. Sólo era admisible como pena a los réprobos y a los criminales, así como en los duelos y las contiendas bélicas.

La desaprobación, a la que se fue arribando paulatinamente, fue producto de los avances del proceso civilizatorio, el mismo que poco a poco fue logrando que la violación sexual o el maltrato a los niños se consideraran inaceptables. Hoy la mayoría de los países considera inapropiada incluso la pena de muerte, aunque sólo se contemple para los culpables de los delitos más terribles. “Quien legitima una muerte —dice Savater—, legitima la muerte”. Ninguna consideración filosófica ni religiosa, ninguna pasión, ninguna obsesión, ninguna ofensa es ni será jamás suficiente para aniquilar la vida de un ser humano.

El que mata —sea por amor, arrebato pasional, celos, codicia, despecho, dolor, envidia, ira, machismo, miedo, odio o venganza— sabe que está contrariando la norma suprema de convivencia. Sabe que si es llevado ante un juez y condenado a una pena sumamente severa, ésta será justa porque lo que ha hecho es abominable. Ni siquiera quien hace de los asesinatos su modus vivendi llega a creer que su oficio de tinieblas es tan legítimo como cualquier otro: el sicario no ignora su propia abyección.

La aversión al homicidio nace de la solidaridad contra la muerte desde la quebrantabilidad y la brevedad de la vida; solidaridad contra la muerte porque cada una de ellas destruye un universo de posibilidades, sueños y realidades; solidaridad contra la muerte porque el progreso de los valores éticos nos ha enseñado que la vida de cada ser humano debe ser sagrada, intocable; solidaridad contra la muerte porque es eterna, irrevocable; solidaridad contra la muerte porque la gran batalla de la especie humana ha sido en favor de la vida, de la prolongación —hasta donde sea posible— de la vida.

Y, sin embargo, nunca ha habido bandera o causa, por estúpida que sea, que no encuentre entusiastas delirantes y frenéticos dispuestos a asesinar y a morir por ella. Asombrosamente, esos asesinos con causa y sus panegiristas no sólo parecen convencidos de que tales crímenes están justificados, sino que se enorgullecen de ellos como si fuesen hazañas admirables.

Sólo un alma infestada de la más grande miseria moral —un alma de chacal— puede legitimar la vía homicida únicamente porque esa es su convicción. Guillermo Cabrera Infante advirtió que el asesino suele serlo antes de haber encontrado el pretexto para asesinar. Y, como lo narra magistralmente Stefan Zweig, Castelio argumentó contra Calvino: “Matar a un hombre no es nunca defender una doctrina: es sólo matar a un hombre”.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 24 de agosto de 2017.


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