Tierra ancestral: el derecho de propiedad y la tenencia de la tierra en pueblos indígenas

Publicado el 6 de septiembre de 2017

Sergio Treviño Barrios
Estudiante de la Licenciatura en Derecho, en la Facultad de Derecho de la UNAM y
de la Licenciatura en Etnohistoria, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia,
sergiotrev94@gmail.com

Antes que nada me permito aclarar que el término de “tierra ancestral” lo utilizo porque me parece el más adecuado, aunque no existe una definición clara del mismo, pero sí una caracterización de lo que se puede entender por ello a partir de las consideraciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

No es posible concebir a la tierra, entendida como territorio, su distribución o apropiación desde sólo una óptica. Hasta hoy, los recursos naturales que forman parte de ésta siguen siendo la única fuente de alimento para el ser humano, y el hambre/sed su necesidad fundamental. Por tanto, las diferentes culturas y civilizaciones que existieron a lo largo de la historia y las que existen en la actualidad han diseñado y estudiado las diversas maneras de poseer y comprender a la tierra.

En este sentido, la existencia de un sistema hegemónico en el mundo no nulifica las otras maneras de comprender la realidad. El auge de los derechos humanos, desde su victoria como utopía de la humanidad,1 amplifica el espectro jurídico a las cosmovisiones ajenas a la cultura occidental. De esta manera, es imposible limitar exclusivamente la tenencia de la tierra a su modalidad como propiedad privada. Se vuelve necesario no sólo comprender otras formas de propiedad, como la comunitaria, sino también la manera en que éstas son entendidas para pueblos de tradición distinta a la occidental.

Si bien, los derechos humanos se proclaman como universales, éstos enfrentan un problema en la conceptualización de términos jurídicos. Las cosmovisiones de culturas diferentes dificultan la traducción exacta de las palabras o la precisión de sus significados. De tal forma que al acercarse a las nociones de tierra y posesión dentro de otras comunidades, quedarán de alguna manera incompletas, es decir, siempre serán una aproximación a su realidad.2

No obstante, para la tutela del derecho de propiedad es menester su estudio desde las nociones comprensibles para Occidente. Es así que tanto la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en los artículos 2o. y 27, como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos reconocen el derecho de propiedad comunitaria. Generalmente éste se encuentra relacionado y derivado de la presencia de pueblos indígenas, así como del reconocimiento de sus derechos.

El derecho de propiedad3 se encuentra consagrado en el artículo 21 del Pacto de San José. En él se reconoce principalmente el derecho de uso y goce de los bienes así como su limitación mediante expropiación por causa de beneficio público. Dicho precepto jurídico no se concentra en la tenencia de la tierra ni reduce su interpretación sólo a la propiedad privada.4

La textura abierta del artículo 21 del Pacto de San José permitió que la Corte pudiera interpretarlo y adaptarlo según las circunstancias, estableciendo de esa manera jurisprudencia. Así, en la sentencia Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tigni vs. Nicaragua, se precisan dos puntos acerca del derecho de propiedad. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) define el término “bien” y profundiza en el concepto de propiedad terrenal dentro de las comunidades indígenas.5

Primero, se entiende como bien a “aquellas cosas materiales apropiables, así como todo derecho que pueda formar parte del patrimonio de una persona; dicho concepto comprende todos los muebles e inmuebles, los elementos corporales e incorporales y cualquier otro objeto inmaterial susceptible de tener un valor”.6 Dentro de esta definición se puede entrever que la Corte incluye los objetos inmateriales susceptibles de valor, pero no realiza la precisión clásica del término “pecuniario”, ya sea de los materiales como los inmateriales. Si, con la licencia debida, se entiende esta definición de “bien” sin ser limitativa al sentido pecuniario, resulta perfectamente adecuada para comunidades indígenas en las que la estimación de algo, ya sea material o inmaterial, no está dada principalmente por el dinero.7

En este sentido, la tierra para las comunidades indígenas se encuadra en un paradigma diferente. Para Occidente, la propiedad de la tierra se entiende bajo una relación de producción, mientras que para los pueblos originarios se erige como una figura de identidad comunitaria. Para ellos, no se trata de producir alimento y recabar el excedente para obtener una ganancia; más bien, constituye un modo de satisfacer las necesidades9 comunitarias y de conexión tanto con los que estuvieron antes que ellos como con los que vendrán.10 De esta manera, hablar de tierra ancestral11 incluye las ideas de espiritualidad (la unión con las generaciones pasadas y las futuras) y de comunidad (satisfacción de las necesidades a nivel comunal, no sólo individual).

Por tanto, aunque la compresión en las formas de la tenencia de la tierra es diferente, el derecho debe seguir siendo aplicable. De igual manera, la interpretación y aplicación del derecho deberá realizarse con base en el principio pro homine. De tal suerte que para la Corte resulta esencial la protección del derecho de propiedad comunitaria puesto que en su tutela se garantiza la “supervivencia social, cultural y económica” de los pueblos indígenas.12

Ahora bien, si la Corte reconoce la relación ancestral de la tierra para los pueblos indígenas y la tenencia de la tierra en propiedad comunitaria, es necesario precisar que no funciona de manera absolutamente comunal. Según el antropólogo Rodolfo Stavenhagen Gruenbaum “casi todas las comunidades indígenas tienen una parte de commons, de uso colectivo, y luego otra parte que puede ser dividida y asignada a familias o a unidades domésticas”.13 Este es un punto en la traducción cultural difícil de acertar, pues bien se trata de una especie de propiedad privada,14 pero no lo es como tal.

Todas estas precisiones jurisprudenciales son parámetros aplicables en el régimen de derechos humanos adoptado por México. Nuestro país se caracteriza por ser multicultural al tener dentro de él muchas comunidades originarias, las cuales son herederas de cosmovisiones diferentes a la nuestra en relación a la tierra. De tal forma que, estudiar los derechos de propiedad sobre la tierra que poseen los pueblos indígenas a la luz de los preceptos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se vuelve una necesidad.

Un ejemplo claro de la necesidad de aplicar y desarrollar la jurisprudencia de la Corte IDH en México es el caso del pueblo rarámuri,15 en la Sierra Tarahumara de Chihuahua. La tierra es de ellos puesto que la poseen desde el siglo XVIII, de manera que tienen derecho al respeto de su posesión y su tutela por parte del Estado. Sin embargo, no existe la tenencia de la misma como en un régimen de propiedad comunitaria como es entendido por la Corte IDH. La cultura rarámuri presenta un énfasis en el individuo y en el pueblo. Por tanto, su cosmovisión y sus instituciones se encargan de subsanar la tensión presente entre la dicotomía persona-comunidad. En ese sentido “de acuerdo con su cultura que privilegia a la persona, la propiedad es estrictamente individual, pero su uso y destino son comunitarios, como si la propiedad únicamente existiera para darle al individuo la oportunidad de compartir libremente con la comunidad”.16

Esta forma de relacionarse con la tierra sólo es posible entenderla desde la cosmovisión rarámuri. Dentro de ésta, el presupuesto básico es que la comunidad está configurada como fraternidad. Por tal motivo los pueblos rarámuri tienen instituciones destinadas a la justa distribución de las riquezas y para ellos la acaparación y acumulación equivale al mal.17

Por último, la parte espiritual del pueblo rarámuri le permite sentirse en conexión, a través de la tierra, con aquellos que estuvieron antes y aquellos que vendrán después. De la misma forma, para ellos todos en la naturaleza se necesitan, por lo que de alguna manera, como en la mayoría de los pueblos originarios, la tierra representa más a un sujeto que a un objeto. Es así que los rarámuri no sólo consideran su relación con la tierra como una de trabajo sino también como una de cuidado. Están encargados de cuidarla puesto que en ella todos y todo está conectado.18

Dadas estas particularidades, aunque la forma de propiedad de la tierra en los pueblos rarámuri es individual, se hace indispensable la relación que ella provee a favor de la comunidad. En consecuencia, es un territorio en el que el régimen de propiedad privada sólo tiene sentido si se entiende simultáneamente como comunal. Siendo así, sus derechos tienen que ser comprendidos dentro del mismo respeto que otorga la Corte IDH a las tierras ancestrales.

La variación cultural permite la existencia de diferentes nociones de “tierra” y de “posesión” de la misma. No obstante, es menester aceptar que la aproximación cultural nunca será más que eso, una aproximación. Sin embargo, su estudio y apertura al conocimiento de otras cosmovisiones se vuelve fundamental para que la utopía que los derechos humanos prometen sea una realidad.

NOTAS:
1 De Sousa Santos, Boaventura, Si Dios fuese un activista de los derechos humanos, México, Trotta, 2014, pp. 13-24.
2 Por tanto, lo expuesto en este artículo deberá ser comprendido con sus limitaciones, es decir, una aproximación que no puede ser general ni absoluta.
3 Utilizo la forma en que se encuentra en la versión en inglés de la Convención, puesto que en español el título usado es “derecho a la propiedad privada”.
4 La versión en inglés del Pacto de San José utiliza el término Right to Property, mientras que en español se denomina “Derecho a la Propiedad Privada”.
5 Caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, sentencia de 31 de agosto de 2001 (Fondo, Reparaciones y Costas).
6 Caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, sentencia de 31 de agosto de 2001 (Fondo, Reparaciones y Costas), párrafo 144.
7 Ahondar en la forma de valoración de comunidades indígenas sería un trabajo muy extenso y no forma parte del propósito de este texto.
8 Caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, sentencia de 31 de agosto de 2001 (Fondo, Reparaciones y Costas), párrafo 149.
9 Esta debería ser la manera de comprender la supervivencia económica de los pueblos indígenas.
10 En algunas cosmovisiones indígenas, como la rarámuri, la tierra no tiene dueño preciso, puesto que es de quienes estuvieron y de quienes vendrán. Este es para ellos el sentido espiritual de la tierra.
11 Entendido de esta manera, las tierras ancestrales hacen referencia a los territorios que pertenecen a pueblos indígenas o comunidades tribales en virtud de su larga permanencia en ellos y de los cuales depende su supervivencia cultural, social, espiritual y económica por ser símbolo de su identidad comunitaria.
12 Caso del Pueblo Saramaka vs. Surinam, sentencia del 28 de noviembre de 2007, párrafo 91.
13 Caso de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, sentencia de 31 de agosto de 2001 (Fondo, Reparaciones y Costas).
14 Incluso se llega a registrar como propiedad privada para una mejor tutela.
15 Elegí el pueblo rarámuri puesto que es del que tengo mayor conocimiento, pero bien podría ser cualquier otro de los muchos que abundan en el país.
16 Robles Oyarzún, Ricardo, “Los rarámuri-pagótuame”, El rostro indio de Dios, México, Centro de Reflexión Teológica-Universidad Iberoamericana de México, 1994, p.58.
17 Dos instituciones de distribución de riquezas son el teswinio de trabajo y el kórima. El primero consiste en el apoyo de la comunidad en el trabajo de algún rarámuri. Dicha ayuda será recompensada durante la misma jornada con el compartir de teswino (bebida de maíz). La segunda consiste en la prerrogativa de los rarámuri de pedir de comer y el deber de la comunidad de otorgarle alimento a quién pida. Ibidem, pp. 65 y 66.
18 Gardea García, Juan y Chávez Ramírez, Martín, Kite amachíala ki’yá nirúami, Nuestro saberes antiguos, 2o. ed., México, Gobierno del Estado de Chihuaha, 2015, pp. 209-228.

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