La niña que nunca estuvo1

Publicado el 29 de septiembre de 2017

Luis de la Barreda Solorzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, y
coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
lbarreda@unam.mx

Entre el dolor de la tragedia, cualquier rescate era una fiesta. Los rescatistas mexicanos y extranjeros —con el apoyo de miles de voluntarios y el aliento de millones de televidentes que seguían las incidencias con el alma estremecida— no escatimaban esfuerzos por desenterrar de entre los escombros, ese hades producido por el sismo, a todas las personas que aún respiraran

—Aquí estoy—, escuchó uno de ellos. Era una voz femenina, todavía algo infantil. La piel se le erizó. En el colegio derrumbado en el que habían muerto decenas de niños, una niña o una adolescente estaba viva. La había detectado su impresionante artilugio tecnológico.

Los rescatistas han tenido el auxilio de un impresionante artilugio de tecnología de punta, que parece propio de una película o un relato de ciencia ficción. El dispositivo —al que llaman equipo visor de pared— utiliza un radar, similar al de los barcos, que dibuja un mapa tridimensional de la zona que se está analizando, capaz de detectar el mínimo movimiento a una distancia de hasta 12 metros.

—Estoy bien. Tengo dolor en la espalda y las piernas, tengo hambre y mucha sed. La garganta y los labios se me han resecado por tanto tiempo sin beber una gota. Pero estoy bien. Quedé bajo una mesa que se ve muy fuerte. Creo que me protegió de los trozos de piedra que iban cayendo.

El rescatista transmitió de inmediato la noticia. Los máximos responsables de las operaciones, almirantes Enrique Sarmiento y José Luis Vergara, subsecretario y oficial mayor de la Secretaría de Marina, respectivamente, la dieron a conocer a los medios de comunicación. Tenían ubicada a una sobreviviente del colegio Enrique Rébsamen. Su rescate era inminente, pero había que proceder con cautela para no lastimarla.

Todo el país, a pesar del luto, se alborotó. La niña o adolescente había ya informado que tenía 12 años —la edad fronteriza entre la infancia y la adolescencia— y que se llamaba Frida Sofía. México contenía la respiración esperando el momento —muy cercano, según decían los almirantes— en que Frida Sofía apareciera ante las cámaras de televisión viva, sí, milagrosamente viva.

Muchos no nos despegábamos del televisor y postergábamos la salida al trabajo: queríamos ser testigos del instante en que se consumara el milagro. Una joven con vida era una enorme alegría en medio de la tristeza, del duelo por tantas muertes, pérdidas de casas y otros bienes.

Pasaban los minutos, transcurrían las horas, y Frida Sofía no salía de su pétrea prisión. Se le hizo llegar una sonda para que tomara agua. La ausencia prolongada de líquido es un tormento. Lo sé porque después de mi coma diabético y mi pancreatitis estuve sin beber durante días, y soñaba entonces que el suero que me alimentaba era una cuba con mucho limón y hielo. Qué bueno que Frida Sofía pudiera beber.

—Los rescatistas están a centímetros del cuerpo de Frida Sofía—, informaban los diarios y los noticieros. En la calle, en las oficinas, en la mesa de las familias el tema era ineludible: —¿Oyeron o leyeron cómo va el rescate de la niña?

El almirante Vergara alimentaba la ilusión dando detalles de la ubicación de la menor y de la estrategia para rescatarla:

—Tuvimos que cambiar la estrategia para hacer unos cortes en los escombros. El tiempo se nos viene encima. Esperemos que en breve podamos estar rescatando a la niña. Nos estamos comunicando con ella. Nos dice que está muy cansada.

La burbuja de esperanza estalló cuando Aurelio Nuño, el secretario de Educación Pública, dio a conocer que ninguno de los padres había buscado a una hija llamada Frida Sofía y que no había registro de ninguna estudiante con ese nombre. Asombrosamente, el almirante Sarmiento declaró, desmintiendo sus anteriores declaraciones, que no había ninguna niña ni ningún niño vivo en el derribo del colegio.

Si aceptamos que la invención de Frida Sofía no tenía sentido razonable alguno, tendríamos que admitir la posibilidad de que el rescatista que dio la versión efectivamente haya creído en ella. ¿Es que el anhelo del milagro puede llegar a producir el milagro mismo en la mente del anhelante? Así ocurría en algunos episodios de Dimensión desconocida, mi serie de televisión favorita.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización de el autor, publicado en Excélsior, el 28 de septiembre de 2017.


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