La tragedia de los derechos humanos

Publicado el 23 de noviembre de 2017


Guillermo José Mañón Garibay

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
guillermomanon@gmx.de

A mediados del siglo pasado el ecologista estadounidense Garret Hardin advirtió sobre los riesgos de la sobrepoblación retomando una vieja tesis expuesta por vez primera en 1651 por Thomas Hobbes en su obra el Leviatán, incorporada en 1798 por Thomas Malthus en su ensayo sobre El principio de la población, y vuelta a utilizar en 1859 por Charles Darwin en el Origen de las especies.

En el primer caso, Hobbes deseaba demostrar el estado de guerra que priva entre los hombres antes del contrato social; en el segundo, la imposibilidad de erradicar la pobreza en cualquier sociedad; y en el tercero, para demostrar que las especies están en lucha permanente por la supervivencia (incluyendo al hombre).

En el siglo XX, Hardin empleó el argumento para hacer manifiesto el problema del crecimiento infinito poblacional frente a la disposición finita de recursos naturales. Y ahora en el siglo XXI se puede volver a argumentar con él para hacer manifiesta la imposibilidad de cumplir o materializar los derechos humanos. Éstos son para todos los hombres, creciendo infinitamente, dentro de un mundo finito o con recursos naturales finitos.

El mismo Hardin había ya reparado en el problema de los derechos humanos cuando escribió: si amamos la verdad debemos rechazar la validez de los derechos humanos. Hardin se refería sobre todo a la libertad de cada individuo para decidir sobre sus actos (en el entendido que la libertad constituye la dignidad humana que defienden), aunado al principio de racionalidad individual que siempre tenderá a maximizar los beneficios personales (¡incluso acosta de los congéneres y de uno mismo!). Esto para Hardin lleva indefectiblemente a una “tragedia”, en el sentido de A. N. Whitehead y de los helenos antiguos de inevitabilidad del destino.

Los argumentos de Hardin para demostrar que los recursos finitos son insuficientes para todos los hombres en crecimiento infinito son matemáticos, expuestos claramente en 1947 por von Neumann y Morgenstern (en sus deliberaciones sobre teoría de juegos y comportamiento económico), y presentes desde D’Alambert en el siglo XVIII (en sus reflexiones sobre la teoría de las ecuaciones diferenciales parciales).

Para él no cabe duda de la “tragedia”, y por ello, mejor es emplearse en reflexionar sobre la forma de limitar la libertad humana. Hardin ve dos posibilidades: imposición heterónoma o decisión autónoma (consciente de los problemas mundiales y moralmente responsable). Esto también se puede frasear así: o se adopta la solución del nieto de Darwin (Charles Galton) o se adopta la de Elinor Ostrom.

Antes, con base en las reflexiones de J. B. Wiesner y H. F. York, Hardin descalificó cualquier solución técnica; porque podría pensarse que Hobbes, Malthus o Darwin no previeron el desarrollo tecnológico que prometía un mundo a la Nueva Atlántida de Francis Bacon (1626). Sin embargo, para ser realista, en este mundo, con esta libertad de aumentar la población indiscriminadamente, no es posible evitar la tragedia incluso echando mano de toda la tecnología a nuestro alcance.

Desarrollo de las ideas de Hardin

Hardin no es un filósofo y por eso molesta el uso de conceptos y teorías filosóficas: yerra al achacarle a J. Bentham el utilitarismo de J. S. Mill, al reconocer el carácter moral de los actos humanos solamente en función del sistema completo, y al referirse a filósofos como Nietzsche o Hegel cuando habla del sentimiento de culpa y el concepto de necesidad. Pero conviene atender a sus argumentos, porque son aplicables a los derechos humanos. Si tomamos el derecho universal a la salud, educación y vivienda digna, entonces nunca podrán ser realizados o exigidos por toda la humanidad, porque no hay recursos suficientes. Y como no tiene sentido prometer o exigir lo imposible, entonces mejor es abandonarlos (por lo menos, para la mayoría de los hombres). Si queremos que sean válidos para “todos” los hombres, entonces: ¿a cuáles derechos estamos dispuestos a renunciar? Y si se asume su implicación mutua (derecho a la vida, al trabajo, a la propiedad privada… etcétera), entonces: ¿a quiénes negárselos?

Ciertamente, Hardin no habla en este sentido de los derechos humanos, este sólo es el sentido adoptado en este artículo; él se refiere simplemente a la libertad del hombre: libertad a la procreación ilimitada, al uso indiscriminado de los recursos en propio beneficio, a la contaminación y deshecho de residuos a placer. La mano invisible de Adam Smith, que transformaría mágicamente el uso egoísta en beneficio general, no existe y fue desmentida desde 1883 por el matemático William Foster Lloyd (1794-1852). Si a la libertad se agrega el principio de racionalidad individual que manda maximizar utilidades en beneficio personal, entonces por qué razón un hombre “racional” debería limitarse y no aprovechar en su propio beneficio de todos los recursos naturales.

Se podría alegar que por merced a los demás congéneres o generaciones futuras o por servicio al medioambiente. Para Hardin, como para el utilitarismo de J. S. Mill, no es racional o explicable por qué alguien renunciaría a su beneficio sin ningún tipo de contraprestación (cuenta aparte de que la obligación moral utilitarista sea irrealizable para Hardin, a saber: buscar el mayor bien para el mayor número).

Podría introducirse —como hace Elinor Ostrom— en lugar del principio de racionalidad individual o egoísta el de racionalidad acotada, porque aquí entra en consideración la inteligencia e información de los agentes morales. De esta manera, si los hombres están informados sobre los problemas de la sobrepoblación y son lo suficientemente inteligentes para desear prever una tragedia, entonces se auto limitarían. Esto, sin embargo, es inaceptable para Hardin, porque significa asumir el doble mensaje moral y la ansiedad del sentimiento de culpa. ¿A qué se refiere con esto?

El doble mensaje moral dice —según Hardin—, por un lado, si no te limitas en el ejercicio de tu libertad, entonces recibirás un castigo y, por otro lado, si te limitas en el ejercicio de tu libertad, entonces otros aprovecharán tu continencia para hacer como mejor les plazca. Ante el dilema de auto controlarse o aprovecharse, cualquiera optará por el propio beneficio antes de averiguar si los demás tienen el mismo propósito y desarrollo de la conciencia moral.

Si se atiende a la ansiedad, producto de la conciencia moral y deber de responsabilidad, entonces debemos aceptar la enfermedad mental de la “esquizofrenia” (sic), simbolizada por la dualidad del sentimiento de culpa cada vez que se busca el propio placer o beneficio. Por ello (i. e., por patogénico), esta segunda solución (desarrollar la conciencia moral a costa de sentir culpa) debe ser abandonada.

En el caso del doble mensaje implícito en la racionalidad acotada, Hardin cuestiona en su contra con base en el principio utilitarista que dice nadie hace algo sin contraprestación: ¿qué se recibe a cambio cuando alguien se auto-limita por los demás (incluyendo las generaciones futuras) o por bien de la naturaleza misma? Si Hardin aceptara un tipo de “conciencia o voluntad de la especie” a la Schopenhauer, tendría que reconocer la racionalidad de los actos en beneficio general y no sólo individual. De alguna manera lo hace al recuperar ideas darwinianas, pero las abandona en razón de la debilidad de la memoria humana que siempre opera a favor del beneficio individual. Además, ¡los bienes son inconmensurables! En un esbozo de teoría de las necesidades, Hardin hace ver que cualquiera sopesa por igual todas sus necesidades. ¿Qué es más necesario para la supervivencia, un auto o el pan de todos los días? Para quien se gane el pan como taxista no hay diferencia. Y como dijo Marx, todas las necesidades humanas son necesidades socioculturales; entonces, no hay una vara de medida desde la descripción biológica del hombre. De esta manera, ¿cómo renunciar a un satisfactor si todos tienen el mismo peso para la supervivencia? Y otra vez: ¿cuál sería la contraprestación a la renuncia exigida?

Primer intento de solución: imposición de la obligación legal

En un primer momento, Hardin propone una legislación que obligue a renunciar al derecho indiscriminado a la procreación. Sin embargo, esto no es posible ni deseable. Es imposible, porque da lugar a la corrupción de los administradores de la ley, en el entendido que entre más radical es una obligación legal (en el sentido de supresión de un fuerte deseo), más susceptible es de ser violada. Y también porque es indeseable: no se quiere evitar la procreación, sino estimular su moderación. El problema para Hardin es cómo legislar la moderación.

Segundo intento de solución: coerción mutuamente acordada

La coerción acordada parece ser la solución de Hardin. Sin embargo, esto no es para nada claro y en mucho casos contradictorio con lo que él mismo ha expuesto. Hardin utiliza el desafortunado ejemplo del ladrón de bancos. Un banco puede ser visto como un recurso común, y alguien puede asaltarlo en su propio beneficio. Aquí la sociedad ha acordado castigar al ladrón y nadie supone que coartando la libertad de robar bancos se hayan empobrecido los derechos humanos.

Claro que esta prohibición es absoluta y no moderada. Por ello, echa mano de otro ejemplo igual de desafortunado, el pago de impuestos. Finalmente, trae a colación el pago por determinados servicios públicos, como el aparcamiento en vías públicas. No se trata de una prohibición absoluta (como no robar o pagar impuestos), sino de una prohibición moderada, a saber: estacionarse en la vía pública siempre y cuando se pague por ello. Como la disponibilidad de lugares es finita, el deseo de aparcarse también lo será, porque estará acotado o supeditado al dinero para costearlo.

En pocas palabras, la moderación en el uso de los recursos comunes se logra —para Hardin— a través de la “privatización” de los mismos. Se puede cobrar por tener hijos, por desechar basura, por circular en las vías públicas y aparcar el auto privado en ellas, etcétera.

Uso ideológico de los derechos humanos

La solución de Hardin es insatisfactoria, no tanto por irrealizable, sino por incoherente con otras ideas del mismo autor en el mismo artículo.

Sin embargo, el problema persiste. Y aquí no es el caso discutir si el problema sobre la tragedia de los comunes es trillado tanto como las soluciones propuestas. Para Hardin —como para mí— la relevancia del tema está directamente conectada con su atingencia y con la fastidiosa perorata a favor de los derechos humanos, pese a que estos son irrealizables para todos los hombres.

Si se insiste en su cumplimiento generalizado, entonces lo único que resta es hacer un estudio diferente, pero ahora sobre su uso ideológico (en el sentido del 18 brumario de Luis Napoleón Bonaparte): ¿a quién conviene calificar y descalificar a las naciones sobre el cumplimiento o incumplimiento de los derechos humanos?


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez