40 años después1

Publicado el 13 de diciembre de 2017


María Marvan

Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
twitter@MarvanMaria

El día de ayer se cumplieron 40 años de la promulgación de la reforma político-electoral que abrió el largo y sinuoso camino de la transición a la democracia mexicana. El Instituto de Investigaciones Jurídicas lo celebró con un seminario, algunas de las ideas comentadas por los ponentes alimentan este artículo.

La reforma de 1977 marcó un indubitable punto de quiebre del sistema de partido hegemónico que había llegado al cenit de su gloria y, paradójicamente, de su máxima contradicción. Un año antes, en 1976, la boleta electoral para elegir Presidente mostraba un solo nombre. Quienes votamos ese año no teníamos más opción que votar por López Portillo o anular el voto. Algunos escribieron en la boleta Valentín Campa, dirigente del ilegal Partido Comunista Mexicano, otros quizá escribieron Cantinflas.

La reforma anunciada a sólo cuatro meses de que López Portillo asumió el poder, por primera vez reconoció, legal y discursivamente, la legitimidad de los partidos de oposición, especialmente de la izquierda.

De ésta surgió una nueva legislación electoral, la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE); quizá la arrogancia del entonces Presidente le hizo suponer que sus siglas siempre nos harían recordar su apellido. La historia le jugó una mala broma, la memoria colectiva suele referirse siempre a la reforma de Reyes Heroles y a él se le recuerda por la devaluación del peso.

En 1977 se buscó transformar la realidad política mexicana incluyendo a las minorías, para ellas se diseñó una doble elección, 300 diputados de mayoría relativa convivirían con 100 diputados de representación proporcional. Se incrementaron a 200 en 1986.

Pero la fuerza de las minorías no se quedó en una presencia simbólica; es importante recordar que también se reformó el artículo 93 constitucional que creó las comisiones de investigación para darle a la Cámara de Diputados funciones reales de control sobre el Ejecutivo. Hoy queda muy poco de una oposición dispuesta a ejercer contrapeso al partido en el poder.

Desde entonces se han hecho 11 reformas electorales; no todas del mismo calado. Fueron reformas integrales la de 1990, 1996, 2008 y 2014. Otras fueron menores, como la de 2005, que aprobó el voto de los mexicanos en el extranjero. Desde 1976 nunca hemos tenido dos elecciones presidenciales con las mismas reglas del juego. 2018 será la octava.

Las autoridades electorales también se han transformado, pasamos de la Comisión Federal Electoral, al IFE y ahora al INE. No existía autoridad jurisdiccional ante la cual apelar las decisiones de la Comisión, en 1986 se creó el Tribunal de lo Contencioso Electoral (que formaba parte del Poder Ejecutivo); luego apareció el Tribunal Federal Electoral; en 1996 se convirtió en el Tribunal Federal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Fue hasta 1994 que apareció la Fepade.

2003 también fue un año de inflexión del sistema político electoral, aunque ahora para mal y en contra de la democracia. Ese año fue el primer descabezamiento del IFE porque los partidos no soportaron una autoridad verdaderamente fiscalizadora y se aumentaron los requisitos para formar partidos políticos. Sumado al incremento bestial del financiamiento público de 1996, podemos considerarlo la consagración de la partidocracia mexicana. Las reformas de 2008 y 2014 cerraron más el sistema de partidos.

Las dos peores reformas de la historia política del país son las de 2008 y 2014. Reformas negociadas al calor de la ocurrencia de los partidos dolidos, con gravísimos efectos no deseados que han convertido al sistema electoral en caro e ineficiente.

Si por enésima vez, al terminar las elecciones de 2018 vamos a recomenzar el camino de la reforma, más vale hacer un balance justo de lo bueno como de los errores. Urge discutir desde la sociedad qué sistema político electoral necesita México. Desde mi perspectiva, deberíamos simplificar al máximo las normas electorales, abaratar los procesos y moderar el financiamiento público a los partidos. Parte de la deslegitimación de las autoridades se debe a las pésimas reformas impulsadas desde 2003 por y para los partidos políticos.

NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior el 7 de diciembre 2017.


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