Cinismo metaconstitucional1

Publicado el 19 de febrero de 2018


María Marvan

Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
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Nadie podrá dudar que hoy tenemos un sistema de partidos plural, contamos con nueve partidos que compiten por el poder. Éstos tienen representación en el Congreso y, desde 1997, el Presidente de la República ha sido obligado a gobernar sin contar con mayoría en el Congreso.

Contrariamente a lo que se piensa, los gobiernos divididos no han desembocado en parálisis. El temor de que el Presidente perdiera toda capacidad de gobernar ha sido, hasta ahora, un fantasma en la academia.

La falta de mayoría en el Congreso no ha impedido que año con año se apruebe el presupuesto, tampoco se ha tenido que cerrar el gobierno, como sucedió en Estados Unidos hace unas semanas.

Por más de dos décadas (1997-2018) hemos sido testigos de múltiples acuerdos entre el Ejecutivo y el Legislativo. Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto son los presidentes que más han reformado la Constitución. El Pacto por México fue un acuerdo cupular entre partidos, ejecutado al dedillo en el Congreso.

Ciertamente, hoy ya no tenemos el presidente Todopoderoso que teníamos cuando Carpizo habló de las facultades metaconstitucionales del presidente. Pero, la disminución del poder presidencial se ha debido a la creación de los órganos constitucionales autónomos que ya rebasan la decena.

Más bien deberíamos preguntarnos si las oposiciones en el Congreso han hecho su papel de contrapoder al Ejecutivo. Será más fácil demostrar que han renunciado a ejercer controles y establecer equilibrios, los famosos pesos y contrapesos, que reconocerlos como un freno al Presidente.

Tampoco se han tomado en serio el papel que les toca en los mecanismos constitucionales existentes de rendición de cuentas.

Sólo un año, bajo el mandato de Fox, se dificultó, enormemente, la aprobación del presupuesto, fue entonces cuando pararon el reloj legislativo para poder generar los acuerdos necesarios.

Como respuesta al conato de crisis se reformó la Constitución para que el Congreso pudiese aprobar el presupuesto, a partir de entonces la Cámara de Diputados puede aprobar y modificar el presupuesto que envía el Ejecutivo.

Y en esas modificaciones se han agregado los moches, primero, informalmente, ahora reconocidos en el presupuesto.

Además se les han dado millones de pesos que manejan las fracciones parlamentarias con una buena dosis de opacidad y sin rendir cuentas a nadie.

Los nombramientos de las cabezas de los órganos constitucionales autónomos también han sido moneda de cambio para que los partidos puedan repartir puestos y así intentar controlar la labor de estos organismos.

No son pocas las ocasiones en las que el voto de una u otra fracción se le da a cierta persona a cambio de ofrecer chamba a sus cuates en el órgano, cuya autonomía queda entonces comprometida.

Desde 2005, las sucesivas Comisiones de Vigilancia de la Cámara de Diputados han renunciado a discutir, en sesión del Pleno, la Cuenta Pública que puntualmente entrega el auditor Superior de la Federación. Ahora ni se aprueba, ni se reprueba, simplemente se olvida en la congeladora con el silencio cómplice de todos.

Fue en 2006 cuando por un berrinche del PRD y de López Obrador, el informe presidencial ya sólo se entrega por escrito y al Presidente se le ha negado que asista a San Lázaro a hablar frente a los representantes del pueblo para explicar y justificar lo que ha hecho, o no, su administración.

Calderón y Peña han inventado ceremonias sustitutas que, lejos de disminuir la idea faraónica del “Día del Presidente”, lo han exacerbado.

Las ceremonias en Palacio Nacional suelen ser costosas y el Presidente elige a quiénes invita para asegurarse los aplausos que quieren escuchar. Nadie responde el informe y las comparecencias son más circos mediáticos que otra cosa.

Podríamos decir que así como el proceso de transición a la democracia ha traído importantes reformas al Poder Ejecutivo y al Judicial, urge una reforma al Legislativo, el único problema es que no se ve que los propios legisladores tengan incentivo alguno para convertirlo en un poder que funcione.

Ya no hablamos de las facultades metaconstitucionales del Ejecutivo, sino del cinismo metaconstitucional instalado en el Legislativo.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización de el autor, publicado en Excélsior, el 15 de febrero de 2018.


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