La prostitución y el paradigma del recato inherente a la feminidad

Publicado el 21 de marzo de 2018

Verónica Valeria De Dios Mendoza
Analista relatora para temas de desaparición forzada e involuntaria de personas, y
de perspectiva de género de la Fiscalía General del Estado de Jalisco,
valeriadediosm@gmail.com,
https://valeriadedios.com/

“Prostitución”, una palabra que resulta altisonante para los oídos de una sociedad que aun en aras de la modernidad, percibe el insulto a la sexualidad como parte de la cotidianidad y de un lenguaje impúdico y soez.

¿Cómo es posible que una palabra que ha existido desde la antigüedad carezca de avances tangibles que desentrañen su connotación moral? La verdadera razón estriba en la carencia de un interés social más complejo y profundo, que no solo constriña al sector prestador de servicios sexuales, sino al resto de la sociedad, que languidece inerte ante las desgracias.

Sin duda resulta evidente el genuino desinterés, ya que cuestionar implica para el sector masculino aceptar y, a la vez, renunciar a ciertos privilegios que por su sexo les resultan tan cómodos y propios. Mientras que para el resto del sexo femenino ajeno a esta actividad (la prostitución), cuestionar conlleva pagar el desmesurado precio de ser lanzadas al campo del desprecio social, ¿qué pensara la opinión pública de estas mujeres que sin dedicarse a la prostitución pretenden dignificar la palabra? Probablemente pongan en duda el buen recato de su sexualidad, un costo sumamente alto que por supuesto no cualquiera decide pagar. Después de todo, ¿para qué inmiscuirse en una cuestión que pareciera tan ajena a la existencia de aquellas que no ejercen un trabajo sexual? “Dejemos que quienes resulten dañadas levanten la voz”, es el pensamiento de quienes se resisten a cuestionar su existencia ya que no resulta fácil renunciar a la falsa idea de que la mujer vive en un mundo color de rosa, para dar paso a la cruda realidad que en nada se asemeja al cuento de hadas que se les vende.

Hasta ahora, la prostitución ha sido como la peste, un mal que debe evitarse tocar y desentrañar porque parece contagiar, a quien lo cuestiona, una terrible enfermedad que mantiene a la palabra en el abismo del silencio y la clandestinidad. Al mismo tiempo que su estigma funciona como una gran trampa de sometimiento femenino que reduce el alma y el cuerpo de las mujeres hacia el goce y disfrute de las necesidades masculinas.

Esa desalmada oscilación entre los sexos dimana del modelo imperante del género, el cual se constituye como el principal producto, y más perverso, del sistema de dominación patriarcal, el cual dicta qué características y cualidades deben ser inherentes y exclusivas de cierto sexo. Esto ha dado lugar a la posición social de desventaja y subordinación de la mujer respecto del hombre. Habiendo de entenderse como una cárcel que fracciona a hombres y a mujeres en dos polos antagónicos imposibles de reconciliarse.

Con la finalidad de mantener la tiranía patriarcal, se han esgrimido diversas reglas morales para demostrar que los sexos deben de tender a alcanzar finalidades diversas; así pues, el elemento más significativo que conforma el modelo de la mujer ideal recae en la pasividad sexual. Para expresarlo de mejor modo, el fin en sí mismo de la libertad sexual de la mujer se halla en la ideología hegemónica del amor romántico, del cual, sus principales características son las de un sistema fundamentado en la pareja monogámica, heterosexual, orientada a la procreación e indisoluble como parte esencial de la realización personal. Aún establecida esta estructura tan perniciosa, parecería ser de competencia entre ambos sexos; un conjunto de reglas morales que tanto mujeres como hombres debieran seguir para sentirse enteros; sin embargo, la ideología romántica descansa en el seno de la doble moral que justifica el adulterio masculino y por el contrario condena el adulterio de la mujer.

Así vemos como a lo largo de la historia tenemos pruebas tangibles de normas con carácter androcéntrico que muestran los privilegios sexuales del hombre y la sujeción de la mujer. Si partimos de La Biblia como uno de los más emblemáticos ejemplos morales y base del orden social, me remitiré a citar deuteronomio 22:22, el cual exclusivamente considera como adulterio la relación extramarital de la mujer casada: “Si se sorprende a alguno acostado con una a mujer casada con marido, ambos morirán, el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer. Así quitarás el mal de Israel”.1Según la definición de La Biblia, si un hombre casado tiene relaciones sexuales con una mujer soltera, esto no es considerado como adulterio, así como también las mujeres solteras involucradas con él tampoco son consideradas adúlteras. Es así que el crimen de adulterio se comete exclusivamente cuando un hombre, casado o soltero se involucra sexualmente con una mujer casada. Es decir, lo antes dicho supone la existencia de una permisividad para el hombre casado de mantener relaciones sexuales extramaritales, mientras que para la mujer casada, cualquier relación sexual en la que participe es considerada adulterio. ¿No es esto, negar la existencia de la mujer como persona y reducirla a un simple objeto? Según la Enciclopedia judaica, se considera que la mujer casada es propiedad del marido y el adulterio constituye una violación del derecho exclusivo que el marido tiene sobre ella; la esposa, como propiedad de un hombre casado no tiene tales derechos sobre él.2Por consiguiente, la única opción en que un hombre debiera ser castigado es si éste mantuviera alguna relación sexual con una mujer casada, debido a que esto supone la violación a la propiedad privada de otro hombre.

Y he de entender que hombres y mujeres mantienen características biológicas distintas, siendo esto lo único realmente palpable que los diferencia; sin embargo, esto no resulta ser una razón que justifique en lo absoluto que ambos sexos deben tender a mantener causas distintas que los inspire a ejercer su sexualidad.

De este modo, es posible percibir cómo desde los remotos tiempos, el hombre puede darse el lujo de separar el sexo del amor sin ser condenado por la sociedad, por el contrario, se le apremia. Y lo que en realidad es sólo una opción para la vida y sexualidad de la mujer, se dicta como una única ley cimentada en prejuicios antiguos que le dificultan darse cuenta que existen otros caminos distintos a los que nos han impuesto por siglos, y por tal, considerados sagrados. Es por esta terrible realidad que se le impide al alma de la mujer, aun siendo su deseo el vivir diferente, enriquecerse de otras experiencias tanto sexuales como amorosas, y la opción de alejarse de relaciones insanas para buscar su propia felicidad.

De modo que la ideología romántica se convierte en el motor del accionar de las conductas tan básicas y ordinarias de la mujer, motivadas por el miedo a ser lanzadas a la “hoguera de la moral pública”. Condenadas no sólo por los hombres, sino por las mismas mujeres, que en el afán de competir por la atención y la aprobación del sexo masculino a través del rotulo social de la mujer respetable, son capaces de destrozarse entre sí. El patriarcado opera con la oposición de hombres contra las mujeres, y también de manera crucial poniendo a las mujeres políticamente correctas en contra de las mujeres que no encajan en el absurdo molde social. La rivalidad entre mujeres se manifiesta de una manera inmoderadamente natural, que propicia la división entre buenas y malas, decentes e indecentes, lo cual mantiene a las mujeres bajo control, siendo la competencia, la principal herramienta que convierte a las propias víctimas del sistema en aliadas de su propio opresor, señalando y partiendo sin piedad los lazos de sororidad, a la vez que contribuyen a nutrir la misma estructura que las oprime.

El amor romántico como bien supremo de la vida de la mujer funciona como la estrategia más poderosa de control que le asegura al hombre la exclusividad sexual sobre los cuerpos de las mujeres. El sistema percibe a la ideología romántica como el existir de la sexualidad de la mujer, donde no es posible percibir amor y sexualidad como dos entes independientes entre sí. Por lo tanto, la prostitución implica la creación de una nueva mujer que desafía el conjunto de normas morales establecidas, deslinda la sexualidad del amor romántico.

Esta inclinación lleva a la mujer prostituta a ser el factor de incitación del sexo femenino al derrocamiento de las estructuras sociales que establecen el cuerpo de la mujer como un territorio de dominación y adoctrinamiento patriarcal, en el cual su sexualidad está condicionada a la satisfacción masculina.

En este sentido, no sólo las mujeres prostitutas, sino también aquellas que se niegan a supeditar su sexualidad al amor romántico, son estigmatizadas por el patriarcado como malas mujeres, convirtiéndose en sujetos políticos que cuestionan y desafían las estructuras de poder y de opresión, mujeres libres que se niegan a ser esclavas y juguetes de la moral barata del sistema de dominación patriarcal.

Y no con ello quiero decir que para sentirse enteramente libre la mujer debe vivir lejos del amor, pues sea cual sea tu decisión, debe emanar tanto de su convicción como de su entendimiento, y no de la opinión pública. El problema no descansa en la pasividad sexual en sí misma, sino en el establecimiento de dicha práctica como única conducta socialmente aceptable. En otras palabras, si la mujer en algún momento desea unir su sexualidad al amor debe estar consciente de la existencia de otras formas de vida distintas a las establecidas y elegir ésta por propia satisfacción, no por buscar ser agradable antes los ojos de los hombres. Como el amor ocupa en su vida el lugar más valioso, su único anhelo es ser atractivas para provocar su aceptación en lugar de velar por sus propios instintos y necesidades.

Lo cierto es que el sexo y el amor nada tienen en común, uno y otro se encuentran distantes, como dos polos opuestos, en efecto no resultan ser inmanentes entre sí, no hay duda que algunas uniones sexuales fueron efectuadas por causa del amor, sin embargo éstas han sido consagradas mayormente por una masa de mujeres que no se creen merecedoras del simple y llano placer, movidas por el engaño de los hombres heterosexuales que les venden falsamente la trampa del amor en busca de saciar sus deseos sexuales. Por otra parte, puede verse el caso milagroso de mujeres que sin buscar la aprobación social y de hombres que no buscan perpetuar sus privilegios patriarcales, se vean unidos con amor en el sexo, así como de tantas otras almas que se ven unidas sexualmente por dinero, un simple sentimiento de cariño o diversión.

En definitiva las mujeres que no encajan en el arquetipo de la mujer ideal, y se les ven violentados sus derechos, sobre los que marcan una relación con las características que las mantiene fuera del modelo de la mujer políticamente correcta, el sistema moral las veta de protección y las responsabiliza de las propias agresiones por no actuar conforme al sistema. Son vistas como mujeres que son violentadas debido a negarse a encajar en el molde social, deslindando a los verdaderos culpables de toda responsabilidad.

El derecho cristaliza los valores morales y las costumbres, los convierte en normas de conducta. En consecuencia las leyes se vuelven el sustento y apoyo de las normas morales que estigmatizan a la mujer que no se adecua a la estructura establecida de mujer correcta, por ende se le niega ya no sólo la protección social, sino también la jurídica, responsabilizándola de cualquier violación hacia su persona por negarse a actuar conforme al sistema. Entonces cabría preguntarnos ¿Por qué las leyes deben estar basadas en la moral y no en la esencia misma de la dignidad humana?, pues hacer de nuestros cuerpos un lucro o un placer no remunerado no constituye una trasgresión a ningún derecho humano, por el contrario, su negación implica una violación a la libertad sexual y a su garantía.

A este respecto, todas aquellas mujeres que no se doblegan en aceptar dicha imposición patriarcal, son lanzadas al campo de la estigmatización social como las brujas malvadas, mujeres frívolas, despiadadas e insensibles. La trampa de la pasividad sexual despoja a la mujer de su capacidad de elección, supone que sus cuerpos, mentes y sentimientos son propiedad exclusiva de los hombres y las resume a un simple objeto que carece de voluntad.

Por otro lado, quienes han abordado a la prostitución como una forma de violencia hacia la mujer han contribuido al mantenimiento de la misma estigmatización de quienes desean llevar sus vidas sexuales por otros caminos distintos a los políticamente debidos, haciendo de las mujeres los seres más moldeables y artificiales que existen y como consecuencia los miembros más desdichados de la sociedad. Aunque esta idea proviene esencialmente de movimientos que abrazan la causa pro mujer, distan mucho en representar un auténtico avance en materia de derechos humanos de la mujer. Considerar que las mujeres que ejercen la prostitución son personas cuyo destino es ser víctimas de violencia masculina, es lo que el sistema de dominación patriarcal también ha venido defendiendo a la par para mantenerlas en el mismo estado de opresión. Esta idea implica situar la práctica laboral de la prostitución como una actividad que raya en el ámbito de lo indigno, por lo que supone que ninguna mujer en su sano juicio, ni por satisfacción propia, ingresa en el mundo de la prostitución. Niega la existencia de la mujer como un ser con capacidad para elegir de qué manera ejercer su sexualidad, por lo que mediante una actitud de autoritarismo impone la misma ideología hegemónica romántica, como la única forma en que no es posible violentar la sexualidad de la mujer.

La victimización de las prostitutas representa para el sistema patriarcal una ayuda indirecta de los movimientos y corrientes feministas que mediante ello pretenden acabar con la subordinación sexual de la mujer respecto del hombre. Sin embargo, tanto la mujer prostituta, que es vista equivocadamente como víctima, como aquella que es consciente de su accionar, representan igualmente a la mujer inmoral e inferior socialmente.

Nos han dicho equivocadamente que la prostituta es la peor mujer del mundo. Les han enseñado a las mujeres a esforzarse para ganar la insípida etiqueta de la mujer políticamente correcta, a destruirse entre sí mismas, para ser todo menos lo que realmente quieren ser, sino las damas correctas que el sistema patriarcal espera. No obstante, si la sociedad estriba en progresar hacia el futuro, ha de ser a través de la renuncia de la moral, esa que le incomoda pronunciar la palabra prostituta porque mide el valor de una mujer en parámetros de su vida sexual, a esa que invisibiliza la existencia de aquellas que, sólo porque les place, deciden ejercer la prostitución. Porque prostitutas o no prostitutas, todas las mujeres son sujetas de derechos, ya que no es menos digna la mujer que tiene sexo por dinero o por diversión a aquella que lo hace por amor.


NOTAS:
1 La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos días, La Santa Biblia, Salt Lake, Reina Valera, 2009.
2 Plaskow, J., Standing Again at Sinai: Judaism from a Feminist Perspective, vol. II col. 313, New York, Harper & Row Publishers, 1990.



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