Objeción de conciencia

Publicado el 4 de mayo de 2018

Roberto Carlos Fonseca Luján
Profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM,
rfonsecal@derecho.unam.mx

La garantía de las libertades religiosas en la historia constitucional mexicana ha sido un capítulo secundario dentro de la complicada relación entre el Estado y la Iglesia católica. En la Constitución de 1917, el reconocimiento de las libertades religiosas apareció subordinado a la necesidad política de controlar a la jerarquía católica. El texto original de los artículos 24 y 130 siguió un propósito claro: relegar las cuestiones religiosas a la esfera de la vida privada, como forma de mantener a raya a la Iglesia. Las reformas de 1992 flexibilizaron este principio al posibilitar el ejercicio público del credo religioso, pero siempre sujeto a la obediencia a las leyes. Finalmente, la reforma de 2013 incluyó la libertad de convicciones éticas dentro de las libertades protegidas.

El Estado mexicano ha buscado asegurar la laicidad de la vida pública e institucional. Este laicismo institucional se expresa de manera rotunda en el artículo 1o. de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. En base a una igualdad formal ante la ley, el segundo párrafo de este artículo señala que los motivos religiosos no eximen a nadie de cumplir con las leyes. Esta regla aplicada estricta y literalmente parece negar la posibilidad de la objeción de conciencia, que es precisamente la “desobediencia” a un mandato legal por razones religiosas.

Los debates sobre los alcances de la libertad religiosa suscitados en el México reciente han tenido que ver justamente con el ejercicio de la objeción de conciencia. El asunto más conocido en las dos décadas pasadas fue el de los Testigos de Jehová, cuya negativa a participar en las ceremonias cívicas escolares se enfrentó a la intolerancia de las autoridades. Últimamente, también ha sido motivo de debate la objeción del personal hospitalario a la realización de determinados procedimientos médicos.

Sobre este último tema, hace unas semanas fue noticia la aprobación por el Congreso de una iniciativa de reforma a la Ley General de Salud, que adiciona el reconocimiento expreso del derecho del personal médico a oponerse a prestar servicios por motivos de sus convicciones éticas. Esta reforma fue leída como una medida “conservadora” por algunos grupos que señalan pone en riesgo el derecho a la salud, en temas críticos como el ejercicio de los derechos reproductivos de las mujeres. De acuerdo con esta perspectiva, incluir la objeción de conciencia en la ley puede conducir a que el personal de las instituciones públicas de salud se niegue de forma generalizada a practicar abortos, por ejemplo. Al respecto, se pueden hacer dos precisiones importantes.

En primer lugar, la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia ya existía en nuestro sistema jurídico antes de esta reforma. Aunque el artículo 1o. de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público antes mencionado parece negarla, la interpretación constitucional puede desprenderla de las normas de derechos humanos que reconocen la libertad de conciencia y religiosa, tanto el texto del artículo 24 de la Carta Magna, como los numerales 12 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. No se encuentran pronunciamientos jurisprudenciales en el sentido de reconocer la posibilidad de una objeción de conciencia amplia o en sentido “fuerte”, pero la doctrina la asocia de modo unánime con el contenido de la libertad de conciencia. El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas sí ha mencionado este derecho como derivado del artículo 18 del Pacto, aunque lo hace en relación con la objeción al servicio militar y el deber de usar armas (Observación: CCPR-GC-22 Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, párrafo 11).

Además de las normas de derecho fundamental, un par de leyes secundarias preveían la objeción de conciencia, entre ellas la Ley de Salud del Distrito Federal (hoy Ciudad de México) desde 2004, y la NOM-046-SSA2-2005, sobre violencia familiar, sexual y contra las mujeres, que en el numeral relativo al servicio de aborto médico en caso de embarazo por violación, expresamente disponía el deber de respetar la objeción de conciencia del personal médico y de enfermería encargados del procedimiento (punto 6.4.2.7).

En segundo lugar, hay que decir que el reconocimiento de la objeción de conciencia no puede entenderse como un obstáculo para el ejercicio de otros derechos. Se trata de una falsa dicotomía, que ignora el sentido de los principios interpretativos actuales de los derechos humanos, como son el de interdependencia e indivisibilidad, de acuerdo con los cuales los derechos humanos forman un conjunto armónico, y su protección y garantía debe darse de forma integral. Además, es claro que no existen derechos absolutos, de modo que reconocer uno no significa en modo alguno cancelar otro. En caso de colisiones, que ineludiblemente se presentan en la vida social, cada caso concreto se ha de resolver mediante la ponderación pertinente.

Reconocer la objeción de conciencia no supone que el Estado vaya a desatender la garantía de los derechos a la salud, en el renglón específico de los derechos reproductivos. En ese sentido, el Comité de los Derechos del Niño de la ONU, en la Observación CRC-GC-15 sobre los derechos del niño y adolescente al disfrute del más alto nivel posible de salud, menciona con claridad que “Los Estados deben velar por que no se prive a los adolescentes de ninguna información o servicios en materia de salud sexual y reproductiva como consecuencia de objeciones de conciencia de los proveedores” (párrafo 69). Esto bien puede entenderse referido al derecho a la salud y a los derechos reproductivos de cualquier persona.

De este modo, considero que la reforma que reconoce la objeción de conciencia sólo está reglamentando expresamente algo ya existente como norma vinculatoria, por ser parte de un derecho fundamental. Por otro lado, no ha de malinterpretarse el sentido de la reforma, pues el reconocimiento de nuevos derechos no puede entenderse nunca como la restricción de otros derechos. El debate jurídico al respecto no ha de ir en esa dirección, sino hacia el de las debidas garantías. La garantía para el ejercicio de los derechos reproductivos no depende de negar la posibilidad de ejercer otros derechos, sino de que las instituciones dispongan de los recursos institucionales necesarios para permitir el ejercicio equilibrado y armónico de los dos derechos.


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