Los Códigos de Nomparén y Nemequene del Altiplano colombiano
Publicado el 24 de julio de 2018
Hernán Alejandro Olano García
Director del Departamento de Historia y Estudios Socio Culturales,
Universidad de La Sabana, Colombia,
hernan.olano@unisabana.edu.co
hernanolano@gmail.com
@HernanOlano
hernanolano.blogspot.com
Es aquí de notar, que la mansedumbre natural, simple,
benigna y humilde condición de los indios,
y carecer de armas con andar desnudos,
dio atrevimiento a los españoles a tenellos en poco,
y ponellos en tan acerbísimos trabajos en que los pusieron,
y encarnizarse para oprimillos y consumillos,
como los consumieron.
Fray Bartolomé DE LAS CASAS.
Para analizar el texto se ha seguido una perspectiva teórica desde la cual se analizan las fuentes primarias estudiadas, que corresponden únicamente a las citas que sobre los Códigos de Nemequene y Nomparén, transmitidos oralmente y recogidos por algunos cronistas de Indias, han llegado hasta nuestros días.
Ante estas razones, quise, por tanto, efectuar un proceso de inmersión en el conocimiento existente y disponible para extraer y recopilar la información de interés para construir el marco teórico con las generalizaciones empíricas que me dan el haberme dedicado al tema por veinticinco años, así como el mapeo de temas y autores.
He querido, además, ordenar e integrar la información recopilada en el relato que consta a partir del desarrollo del trabajo, así, puedo presentar, inicialmente un buen número de hallazgos del ejercicio investigativo, que corresponde a mi línea de investigación en Historia de las Instituciones-I, ya que la importancia de contextualizar las investigaciones radica en que así se posibilita la generación de conocimientos válidos y aplicables a nuestras realidades y se tienden puentes con los colegas, además que se les alienta a ellos y a los estudiantes a proseguir con el tema y profundizar mucho más sobre los aspectos iniciales de los que trata una exposición como ésta.
De todas las culturas indígenas de la época histórica de Colombia, la mejor conocida es la de los muiscas de las tierras altas de los actuales departamentos de Cundinamarca y Boyacá. Se les ha llamado también chibchas, nombre que se aplica además a una familia lingüística que incluye otras lenguas de Colombia e incluso de Centro América.
Los muiscas era el grupo más numeroso y más extendido del país y el que había logrado el más alto nivel de complejidad social y política al norte del imperio incaico, aunque su grado de evolución fuese inferior al de ellos, pues si bien el menor desarrollo de la técnica se evidencia en la falta de construcciones de piedra y de instrumentos de metal, se ha creído ver en ellos un resto de emigraciones toltecas, sobre todo por su maestría en trabajar la cerámica y la orfebrería que, sin embargo, se considera como de calidad artística inferior a la de otros grupos de Colombia que no lograron, en cambio, la extensión territorial ni la complejidad política de los muiscas. (García, 1967).
En el momento de la conquista española, los muiscas habitaban entre los dos afluentes principales del río Magdalena: el Bogotá y el Sogamoso, que bañaban los valles de altura, en los actuales departamentos de Cundinamarca y Boyacá, ubicados entre los 1800 y los 3000 metros de altitud sobre el nivel del mar. En esta región se daban las mejores cosechas y comprendía unos 30,000 km2, siendo su localización entre los cuatro y los siete grados de latitud norte y su población entre medio millón y un millón de personas.
Conocidos por los europeos con ocasión de la penetración al interior del país, que lideró el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1536, fueron sometidos finalmente en 1538, después de que Jiménez de Quesada pactó el cese de hostilidades con el Zaquesagipa, un zipa cuyo ejército había cercado a los españoles en Bacatá (hoy Bogotá). La condición consistió en atacar a los panche, enemigos tradicionales de los chibchas.
Las poblaciones chibchas más importantes estaban integradas dentro de tres reinos, el de los zipa, el de los zaques y el de los iraca. A su vez, éstos se identificaban con linajes del mismo nombre, sirviendo éste para designar no sólo a los linajes sino a sus respectivos jefes.
Los muiscas no alcanzaron a tener un régimen político centralizado, pues vivían en régimen de reinos dirigidos por jefes aristocráticos que, asimismo, imponían tributo a sus vasallos, aunque en tiempos de la conquista española, el de Bogotá, que se había impuesto a varios, estaba a punto de realizar una gran unidad política, incluso contra los sufragáneos del zaque de Tunja (o Hunza), que era el rival más poderoso, e incluso el Cacique de Turmequé era uno de sus principales seguidores.
Practicaban la agricultura en tierras frías y templadas. El inventario de las plantas cultivadas muestra la adaptación a ambos ambientes y sus semejanzas con la región incaica. La más importante era el maíz, que se consumía en forma de bollos (llamados envueltos), mazamorra (sopa) o chicha (bebida fermentada). También cultivaban papa, hibias, cubios, quina, yuca, frijol, calabaza, arracacha, y en climas un poco más templados tomate, ají, aguacate, piña, guayaba, guanábana, algodón y coca, esta última consumida con cal que guardaban en un calabacito de oro y que mezclada con cal o ceniza, tomaban como bebida.
La tierra era trabajada por ambos sexos, y constituía una propiedad individual que se transmitía de viudas a hijos; la principal herramienta era la pala de madera. Las laderas era el mejor sitio para sembrar, aunque el fondo de los valles les era benéfico. En la extensa zona pantanosa de la Sabana de Bogotá se cultivan “en cierta manera de camellones altos que hacen a mano, con lo cual protegían los plantíos de la excesiva humedad, mientras que las zanjas pueden haber servido para la pesca, puesto que se decía tenían fundadas sus pesquerías por zanjas y corrales” (Carrasco, 1985). La región de Bogotá era la más surtida de pesca y, aun cuando se practicaba algo de caza de venados y conejos, su alimentación fundamental era de tipo vegetal.
Practicaban la alfarería y también la orfebrería en oro y tumbaga, con variedad de técnicas, como ya lo dije. El oro se obtenía del exterior ya que no había minas en el territorio muisca. En Guatavita (famosa por su laguna donde se sumergía el cacique recubierto de polvo de oro), era el lugar de los orfebres, algunos de los cuales se establecieron en otros lugares a solicitud de los caciques.
Tejían telas de algodón, bien fuera blancas o pintadas con pinceles, cepillos o cilindros de cerámica en relieve, todas las cuales se usaban para vestir o para comerciar con ellas. Por ejemplo, mujeres y hombres llevaban una falda ceñida a la cintura con un prendedor de oro y una manta sobre los hombros. Igualmente, Boyacá en lengua chibcha significa cercado de mantas. Cuando no llevaban las mantas, que poco a poco derivaron en la actual ruana, mezcla de ellas y de capa castellana, se pintaban el cuerpo de rojo y de negro otras en ocasiones.
Había centros mercantiles en los cuales se organizaban mercados cada cuatro días como en Tunja. Además trataban con tribus vecinas, principalmente en dos ferias, lo cual constituía la gran escala de su comercio internacional, una a orillas del río Magdalena en la tierra de los yaporoges, a la que acudían llevando mantas, sal y esmeraldas, por oro. En Sorocotá (actual ciudad de Vélez) era cada ocho días el otro mercado, donde también llevaban oro las tribus de las vertientes del Magdalena. En general, no se usaban medidas de peso ni dinero, aunque hay referencias al uso de tejuelos o discos de oro.
Los palacios de los caciques, eran:
...como un alcázar cercado y con muchos aposentos dentro, y es cosa mucho de ver la pintura y polidos primores de los tales edificios y los patios y otras particularidades. Estaban rodeados de muchas cercas de por fuera y por de dentro y de tal arte que quieren parecer... laberintos. En las entradas colgaban chágualas (placas de oro) que tintineaban al abrir las puertas, y en las entradas y esquinas erigían grandes postes con una como gavia en lo alto que usaban para cierto tipo de sacrificios. De los palacios salían carreras de siete u ocho pasos de ancho con valladares a los lados, que llevaban a la entrada de los santuarios donde iban los caciques a sus oraciones y sacrificios. Al ver varios de estos palacios extendidos por el Altiplano Cundiboyacense y la Sabana de Bogotá, los conquistadores la nombraron a ésta el Valle de los Alcázares (Friede, 1960).
La organización social de los muiscas se basaba en el parentesco matrilineal. Los términos de parentesco indican que se usaba el casamiento entre primos cruzados: un hombre se casaba con la hija de su tío materno. El matrimonio aparejaba el pago de ciertos bienes muebles a los padres de la novia. Las tierras se heredaban del hermano a la madre. La mujer iba en casamiento a otra comunidad, pero sus hijos varones se trasladaban a la comunidad del tío materno a recibir tierras para establecerse. Por lo tanto, la organización familiar tenía un sentido matrilineal.
Varios de estos pueblos bajo la autoridad del cacique más poderoso de entre ellos, formaban provincias o cacicazgos mayores mencionados ya aquí, como las unidades políticas fundamentales. Estos caciques de provincia tenían de diez mil a treinta mil vasallos. Había varios cacicazgos principales en el territorio muisca. Cada cacique se suele designar con el nombre de su provincia. El zipa o soberano de Bogotá, cuya provincia era la más extensa y poblaba de todas, había sometido otras provincias, entre ellas Fusagasugá, Ubaque, Guatavita y Ubaté, estableciendo su dominio sobre toda la sabana de Bogotá.
El otro cacique poderoso era el zaque de Tunja que dominaba la región circundante como Turmequé, tierra de nuestro personaje, a quien en breve nos referiremos. Cerca estaba el Iraca, cuyo cacique, el Sogamoso, se describe a veces como sacerdote. Se dice que el zipa de Bogotá podía sacar más de cien mil hombres de guerra, y el zaque de Tunja unos sesenta mil.
En el caso de nuestro derecho colombiano hubo unas fuentes del derecho indiano, que corresponde a las leyes dictadas en Castilla, así como las leyes dictadas por nuestras autoridades provinciales. Igualmente tuvieron valor las disposiciones dictadas por los propios indígenas, siempre y cuando no contraviniese a Dios ni a las leyes de Castilla, conforme a la Real Cédula dictada en Valladolid en 1555 por Carlos V.
Sin embargo, el Código de Nompanem constituyó nuestro primer modelo institucional jurídico propio, si bien no se conoce la redacción formal del texto original, de manera que las únicas fuentes son los relatos de los cronistas españoles, como Fray Pedro Simón.
Antonio José Rivadeneira Vargas, lo cita así:
Las leyes moralizadoras de Nomparén (Nompanem), se reducían a cuatro: no matar, no hurtar, no mentir y no quitar la mujer ajena. Solo establecían la pena de muerte para los asesinos, y para los demás transgresores se imponía el castigo de azotes por la primera vez, el de infamia personal por la segunda y el de la infamia hereditaria por la tercera reincidencia. Este sencillo código fue tan eficaz para la moralidad del pueblo que, según el cronista, los indios ignoraban el hurtar y el mentir hasta cuando los españoles se los enseñaron, de lo cual quedaron muy bien aprendidos (Rivadeneira, 1999: 48).
Si bien este código no fue desde el punto de vista formal un cuerpo de leyes, su tendencia esencial era moralizante y fue la auténtica expresión de un orden jurídico aborigen y hasta él se remonta la honrosa tradición jurídica de los boyacenses.
Otro caso citable para nuestro medio colombiano de un documento que hizo parte del acervo no escrito, puede ser el denominado Código de Nemequene, expedido en los últimos años del siglo XV por el zipa Nemequene, quien dictó sabias normas de administración pública y estableció preceptos morales que obligó a cumplir a sus súbditos bajo pena de fuertes castigos. Tales normas indican ya la existencia en el grupo muisca de un avanzado concepto de juridicidad, que se concretó en su código, el cual incluyó un régimen de privilegios según las categorías sociales, normas fiscales y un sistema de castigos para reprimir la comisión de faltas contra el orden social establecido y contra la moral pública como las siguientes (Ghisletti, 1954: 135 y 136):
Impúsose la pena de muerte al homicida, alegando que sólo Chiminigagua, que daba la vida, podía perdonar al que la quitaba.
Con la misma pena se castigaba al que forzaba alguna persona del otro sexo, si era soltero. Siendo casado, debía sufrir la pena del talión en el sentido de que dos hombres se acostasen con su mujer, presenciando dicha unión. Esta pena era considerada peor que la misma muerte.
La unión sexual fuera del matrimonio o los límites de la familia, era severamente castigada. El adúltero era sepultado vivo con reptiles venenosos y una gran piedra cubría el lugar del suplicio para extinguir su memoria.
El incestuoso era metido en un hoyo angosto lleno de agua y con sabandijas, que se cubría con una losa para que pereciera miserablemente.
El reo de pecado nefando (excentricidades sexuales), moría con ásperos tormentos, y el que de ordinario le aplicaban consistía en empalarlo con una estaca de una palma espinosa hasta que le salía por el cerebro.
El desertor era castigado con vil muerte. Al que se mostraba cobarde en el servicio militar, se le obligaba a llevar vestidos de mujer, y a ocuparse en los oficios que son propios de ella, por el tiempo que dispusiera el zipa.
El hurto se sancionaba con pena de azotes. Al ladrón de bienes de mayor valor o reincidente, se le cegaban los ojos perforándoselos con espinas punzantes.
Las faltas leves se sancionaban con penas de azotes para los hombres y para las mujeres afeitarles la cabeza o rasgarles el “chircate” o manto que las cubría.
El deudor moroso en las contribuciones, tenía la obligación de recibir y mantener en la puerta de su casa un tigrillo o un puma y al guarda que los llevaba hasta tanto no pagase la deuda.
El fisco heredaba los bienes del que fallecía sin herederos forzosos.
Cuando una mujer moría de parto, si vivía la criatura debía el marido criarla a su costa. En caso de muerte de ésta, daba la mitad de la hacienda a los suegros, hermanos o parientes más cercanos de la mujer a título de indemnización.
A la gente común no le era permitido usar sino ciertos vestidos adornos y joyas, como ocurría con los mandatarios y guerreros que guarnecían las fronteras, los llamados güechas. Sólo los usaques podían hacerse horadar las orejas y narices, y llevar pendientes las joyas que quisiesen. Tampoco estaba dado a todos la cacería del venado y el consumo de carne.
El Chibcha se casaba una vez con intervención de sus caciques y sacerdotes. Después podía tener cuantas mujeres fuera capaz de sostener. Las doncellas bien parecidas eran ofrecidas al Cacique y éstas andaban descalzas en el cercado hasta que el Cacique quisiera acostarse con ellas.
El cacicazgo se transmitía de tíos a sobrinos hijos de la hermana. A los 15 o 16 años se les enviaba al Cuca, donde eran formados en habilidades que asegurasen el eficiente ejercicio del cargo. Cuando faltaba el heredero del cacique, el Zipa hacía la designación escogiéndolo de entre los más esforzados, valientes y de buenas costumbres.
Reparaban muy poco en no hallar doncellas a sus mujeres y, en algunas, era motivo para aborrecerlas si las hallaban con integridad, porque decían que eran mujeres desgraciadas, ya que no hubo antes quien hiciese caso de ellas. Sin embargo, en el casamiento era prohibido el adulterio.
Estaba prohibido el matrimonio entre hermanos, ni sobrinas, ni padres e hijas.
Era prohibido al marido tener relaciones con su mujer hasta mucho tiempo después de haber alumbrado.
Ningún cacique podía entrar en ejercicio de su cargo hasta no ser confirmado por el zipa de Bacatá.
Cuando moría la mujer principal del cacique, era obligatorio, que teniendo en cuenta que ella era la que mandaba y gobernaba la casa, podía dejar mandado a su marido que no se juntase con otra mujer, por lo menos en cinco años, incluso con las otras mujeres que le quedaban.
Las personas principales no estaban sujetas a las leyes comunes. Para ellas se establecieron penas ligeras de vergüenza, como romperles la manta y cortarles los cabellos, lo que se consideraba grande ignominia, pues ponían lo uno y lo otro en sus templos.
Como antecedentes de la legislación de Nemequene, debían considerarse las normas que imperaban en los diferentes cacicazgos. Del gobierno de Nempanem, pontífice del Valle de Iraca, se sabe que castigaba fuertemente el homicidio, la mentira, el hurto y el adulterio, con penas que iban desde los azotes hasta la pérdida de la vida, según el caso. Igualmente, de Goranchacha, primer zaque de Hunza, se dice que castigaba con gran rigor el hurto, la mentira y quitar la mujer ajena.
Nemequene (en muisca Hueso de León), también instituyó una Corte a cargo del Cacique de Suba, quien era la última instancia para los negocios “jurídicos”, conocidos por los demás caciques feudatarios del Zipa.
Este acervo jurídico precolombino es una muestra de que Colombia, nuestro país, siempre ha sido un Estado de derecho.
Desafortunadamente, hasta ahora se rescata de los anaqueles esta historia, que por ser del pueblo Chibcha y no del Inca o del azteca, permaneció durmiendo el sueño de los justos, hasta que los historiadores boyacenses tuvieron acceso a ella.
Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez