La función de la ideología y el poder en la formación del derecho

Publicado el 27 de agosto de 2018

Félix David García Carrasco
Maestro en derecho por la UNAM; estudiante de Filosofía en esa institución, abogado postulante
y colaborador externo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM,
email felix.garcia.abogado@gmail.com

Concepción dinámica del Derecho

Cuanto los filósofos han manejado desde hace milenos eran
momias conceptuales; de sus manos no ha salido vivo nada real.
Matan, disecan, estos señores idólatras del concepto… La muerte,
el cambio, la vejez, igual que la procreación y el crecimiento, son
para ellos objeciones, refutaciones incluso. Lo que es, no deviene;
lo que deviene, no es…

F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos

Parafraseando uno de los textos más influyentes de Sartre, podemos decir que para nosotros el derecho no es, no es en cuanto que carece de una naturaleza estática e inmanente que determine y condicione la manera en que podemos abordar su comprensión, no es en cuanto que no se nos presenta como el elemento esencial en los procesos de comprensión e investigación que emprendemos respecto a él, tampoco es en la medida en que no creemos que frente a su estudio, en tanto que sujetos cognoscentes, guardemos una actitud pasiva de simple recepción y descubrimiento.

Por el contrario, en este trabajo se sostiene la tesis de que quienes hacen del derecho su objeto de estudio participan de manera activa en su creación, modificando con el ejercicio de su actividad investigadora su significado y contenido de manera significativa; estimamos que, contrario a lo que acontece con las ciencias duras, es decir aquellas que se enfocan en el estudio de la naturaleza, en la ciencia normativa, aunque deseable, no es posible una actitud de absoluta imparcialidad ni una separación radical entre objeto y sujeto; las condiciones materiales, la ideología de quienes teorizan e, inclusive, el rol que guardan dentro de la sociedad, condiciona de manera determinante la forma y contenido de una teoría jurídica. Las construcciones sociales y culturales se nos presentan como objetos de naturaleza abierta, cuya nota distintiva no es precisamente su homogeneidad, ni su permanencia inalterada en el tiempo, por el contrario, si existe una constante en los fenómenos culturales es, justamente, su versatilidad y continua modificación. En este sentido el derecho se nos presenta como la creación cultural por excelencia, la cual no permanece de manera inalterada durante el transcurso del tiempo, y no se genera de manera espontánea, por el contrario, se encuentra en una mutación continua que no obedece a procesos autónomos sino en el que intervienen de manera directa el capricho y voluntad de sus destinatarios.

Así el derecho es, pues, una construcción cultural, que varía de acuerdo con el contexto histórico en el que se desarrolla, y, lo que es más importante, la perspectiva y naturaleza de los estudios que se emprenden están directamente condicionados por la perspectiva y postura de quienes los realizan.

Teniendo en consideración las precisiones que anteceden es que consideramos que al derecho no le convienen las categorías ni —sobre todo— las perspectivas que se aplican a las ciencias naturales, en la medida en que este fenómeno social es, ante todo y, en primer lugar, acto. Para decirlo desde ahora el derecho es acción, sólo resulta posible apreciarlo en circunstancia y como movimiento, jamás como objeto, a semejanza de lo que acontece con un relámpago, con una ola o con un terremoto, cuando hablamos del derecho hablamos de un proceso dinámico cuyas notas dominantes son, justamente, la acción, y su naturaleza diversa e irrepetible. Una de las principales consecuencias de esta manera de entender lo jurídico es que su estudio y análisis se desplaza de manera significativa de los aspectos formales y estáticos como son la norma o contenido prescriptivo, a los aspectos versátiles y subjetivos que lo ponen en funcionamiento. En un estudio de esta naturaleza resultan de mayor importancia los sujetos que intervienen en su operación y funcionamiento que las propias reglas, principios y directrices contenidos en el sistema jurídico.

Al situarnos en esta postura abandonamos de manera deliberada la actitud esencialista que, desde Platón y hasta nuestros días, tiene como dogma de fe la idea según la cual, por encima del ámbito de los hechos concretos, en perpetua mutación y llenos de accidentes, subyace un mundo ideal de esencias incorruptas que le dan significado y sentido a los fenómenos del mundo real. Según esta manera de entender el mundo, el principio y pretensión de toda actividad científica debe de ser, en última instancia, la de crear un modelo general y abstracto que permita dar cuenta de una diversidad de hechos que en algún grado se nos presentan como semejantes, pero nunca idénticos. Abundando podemos decir que la actividad del hombre de ciencia es, en primer término, depurativa; más allá de la figura geométrica que una mano inexperta dibuja en un pizarrón, al científico le importa el triángulo, más allá del proceso de decoloración y desintegración que sobreviene a una determinada pieza de metal al ser humedecida, lo que al científico le importa es el fenómeno de oxidación, y, por encima de la singularidad de un proceso legal en el que, tras enlazar un hecho con una norma jurídica se condena a una persona a morir, lo que le importa al estudioso del derecho es el proceso lógico y universal, o deóntico, que permite darle la calificación de derecho justamente a la actuación particular de un juez.

Así pues, sostenemos que para entender los fenómenos jurídicos no resulta conveniente efectuar un proceso de abstracción y depuración lógica; ello en razón de que los accidentes y particularidades que se presentan durante su funcionamiento constituyen, justamente, su rasgo más característico y digno de atención. Repitámoslo: para superar las concepciones jurídicas tradicionales es necesario abandonar la postura epistemológica clásica, según la cual la esencia inmutable del objeto estudiado es la meta a alcanzar, y, por el contrario, se trata de estudiar el fenómeno, en este caso el derecho, en su aspecto concreto, tal y como se nos presenta en la realidad, sin remitirnos a ningún concepto trascendente fuera del mundo material.

Nosotros, siguiendo los pasos de Hart, partimos de una pregunta, si bien desde una perspectiva distinta a la suya: ¿Es el derecho uno más entre otros fenómenos susceptibles de investigación empírica y del cual se pueda llegar a determinar, cuando menos, unas cuantas características universales?, o, por el contrario: ¿el derecho, más que un fenómeno social de carácter universal, es el mecanismo del que se sirve una sociedad determinada para ciertos fines? Abordar de ésta manera el problema implica abandonar la postura clásica que se pregunta por el ser del derecho y centrar la cuestión en el ¿para qué?, el ¿cómo?, y los ¿quiénes? Para dar respuesta a estas preguntas se realizará, en primer lugar, una revisión crítica de las posturas desde las que, tradicionalmente, se ha emprendido todo estudio sobre el derecho: es decir positivismo y naturalismo.

Concepciones clásicas del derecho

Venera la facultad intelectiva. En ella radica todo, para que no se
halle jamás en tu guía interior una opinión inconsecuente con la
naturaleza y con la disposición del ser racional. Ésta, en efecto,
garantiza la ausencia de precipitación, la familiaridad con los
hombres y la conformidad con los dioses.

Marco Aurelio, Meditaciones

El predominio de una actitud esencialista en el ámbito de los estudios jurídicos se ha hecho sentir tanto entre positivistas como entre naturalistas. En este sentido podemos decir que, de manera tradicional, el problema de lo jurídico se ha abordado o bien desde una perspectiva naturalista-moral, que hace del derecho la búsqueda y realización de principios universales que sobrepasen el ámbito reducido de los valores específicos de una comunidad y que, en consecuencia, puedan ser reconocidos y aceptados por cualquier persona; o a una perspectiva positivista-relativa que reduce al derecho exclusivamente a las normas creadas mediante un proceso determinado del que toman su validez únicamente para una comunidad y ámbito específico.

Salvadas las evidentes diferencias y matices que existen entre una y otra perspectiva, ambas coinciden en la exclusión que hacen de factores reales (económicos, políticos, sociales, etcétera) en la formación y funcionamiento del derecho; al proceder de esta manera crean la ilusión de que, en última instancia, el derecho es un fenómeno autónomo que se genera a sí mismo y, lo que es más aún, que tiene una existencia independiente y aislada de las restantes instituciones sociales. De igual manera, ambas escuelas coinciden en la reducción de su objeto de estudio a los aspectos más evidentes y socialmente aceptados del mismo: tanto positivistas como naturalistas dan por sentado que la función del derecho es única y exclusivamente la que se declara abiertamente —como generar equidad, garantizar la libertad, regular la vida en sociedad— y excluyendo, en consecuencia, otras posibles finalidades —como el control social, el mantenimiento del status quo, etcétera—. A continuación, se analiza, con un poco de detalle, las características y limitaciones de estas maneras de concebir el derecho.

La concepción natural del derecho o iusnaturalismo, parte de la idea de que el género humano comparte una esencia o naturaleza común, la cual se funda en la capacidad de raciocinio y en la posibilidad de conducirse con libertad; en virtud de esta racionalidad universalmente compartida es que, no obstante las diferencias culturales, sociales, históricas y económicas que puedan presentarse de un hombre a otro o entre pueblos diversos, es posible llegar a un acuerdo y entendimiento mutuo; la razón es pues el lenguaje universal de los hombres. Asimismo, esta concepción del derecho tiene como punto de partida la idea de que los hombres, por el simple hecho de serlo, son titulares de un catálogo de derechos y prerrogativas inalienables que no pueden dejar de ser respetadas. Así es como los defensores de este punto de vista, partiendo de la idea de una racionalidad compartida por todos los hombres, dan por sentada la existencia de un “orden jurídico universal”, pues los derechos y prerrogativas inherentes a todo ser humano son producto de la razón, y por lo tanto evidente para todo sujeto pensante.

Una de las principales consecuencias de esta manera de pensar es que, por debajo de la aparente diversidad de reglas y principios que se aprecian entre diferentes sistemas normativos, existen otras de carácter más general y abstracto, emparentadas con la lógica y las reglas a priori que rigen la razón, que le dan sentido y legitimidad a los contenidos normativos particulares. Precisamente fue Kant quién, en Principios metafísicos del derecho distinguió entre el conocimiento técnico del derecho, que se centra en las reglas específicas de un sistema jurídico particular, y la jurisprudencia en el sentido de ser ésta la ciencia jurídica verdadera en la medida en que busca la determinación de los principios que le darán validez universal a todo sistema jurídico. Como si se tratara de una construcción exprofeso para la tesis que se sostiene en el presente trabajo, no deja de ser interesante que Kant, considerado como uno de los máximos exponentes del derecho natural, considere que un estudio científico del derecho —o de verdadera jurisprudencia como él mismo dice— deba de tender a la identificación de la esencia y notas universales —y por lo tanto inamovibles— del derecho. Así tenemos que la respuesta que da Kant respecto a la pregunta por la esencia y sentido del derecho es la idea de justicia; para este filósofo la labor de la ciencia jurídica es la determinación del criterio general que permita identificar lo “justo” y lo “injusto” mediante el uso de la razón. Esta búsqueda de la justicia no debe de entenderse en un sentido metafísico o religioso sino, por el contrario, en el marco de una concepción científica que hace de la razón el elemento común a todo el género humano; así tenemos que la determinación de lo “justo” se realiza en la medida en que un principio, precepto o institución jurídica puede ser considerada como “válida” por cualquier persona sin importar el ámbito nacional, social o cultural al que pertenezca. Así, al reducir “lo justo” a lo universalmente válido, se capta la esencia del derecho y, por tanto, se está en condiciones de analizarlo desde una perspectiva científica.

De la exposición que precede es posible colegir que el presupuesto teórico-filosófico en el que descasa el ius naturalismo no es sino el resabio de una metafísica añeja, la cual dividía al mundo en dos mitades: la primera burda y transitoria, esclava del devenir permanentemente; en contraposición se encuentra el mundo ideal o Topus Uranus —para utilizar la expresión de Platón— que no es sino aquel en el que las cosas permanecen inmutables e idénticas siempre a sí mismas, ajenas a la corrupción e imperfección. Si bien el pensamiento moderno no le da el carácter mítico que esta concepción revistió originalmente, en el sentido de que efectivamente existiera más allá del mundo sensible un empíreo perfecto e incorruptible, mantiene esta actitud dualista a través de la reducción lógica y abstracta que se considera como base y fundamento de toda ciencia. Así tenemos que el pensamiento jurídico a través de la doctrina ius naturalista de un derecho universal —es decir de naturaleza abstracta y a temporal— mantiene esta postura dualista que se niega a entrar al estudio de los hechos en su aspecto concreto, por considerarlos como alejados del objeto genuino de la ciencia así entendida que, como se precisó, consiste en la indagación de los aspectos generales y abstractos.

Sobre esta manera de entender lo jurídico cabría decir que constituye el dogma o pecado original del derecho y que, en virtud de su pretensión de ciencia o universalidad, lo desnaturaliza e impide una comprensión cabal del mismo. Y es que pretender que existe algo así como una concepción universal de lo justo e injusto que se halla presente en cualquier sistema normativo, es pasar por alto que el derecho, más que un fenómeno universal atemporal, es el producto de una época determinada —la industrial para ser exactos— la cual requiere de un mecanismo de coacción con determinadas características que permitan su funcionamiento y operación. En lo tocante a concebir el derecho como mecanismo para el desarrollo de los miembros de una sociedad, habría que decir que más que tratarse de una característica general de lo jurídico es el estandarte ideológico mediante el cual se justifica la existencia, operación y funcionamiento de los Estados modernos.

El derecho como fenómeno normativo: la concepción positivista

El positivismo ha sido tan importante en el siglo pasado que, como dice uno sus seguidores, “…ninguna obra seria sobre cualquier gran tema de la teoría jurídica deja nunca, en nuestra época, de considerar el punto de vista del famoso maestro, y en que muchas de esas obras… son un dialogo con Kelsen o una polémica con él.” Ahora bien, la esencia o quid de esta teoría radica en la reducción que hace del fenómeno jurídico a lo estrictamente normativo, hablar de derecho es hablar de normas creadas mediante un proceso legislativo determinado cuya aplicación compete al Estado. Así tenemos que para esta escuela el objeto de estudio exclusivo del jurista es la norma, la cual debe de entenderse cómo “producto o fenómeno del espíritu autoexplicativo” y para cuya comprensión no se deben de valorar elementos empíricos o psicológicos.

Hablar del aspecto normativo del derecho es referirse a un producto determinado del entendimiento humano que se rige conforme a reglas y principios particulares que lo hacen diferir radicalmente de los razonamientos, métodos y procedimientos que se aplican a los fenómenos naturales; así tenemos que la conditio sine qua non de toda ley o principio científico lo es la “causalidad”, mientras que en el caso de la norma jurídica es la “libertad”; sin libertad no se puede hablar de derecho.

Partiendo de esta supuesta libertad es que se forma un tipo particular de razonamiento que toma la forma de “silogismo deóntico”, cuya característica principal es su carácter contingente o probable, es decir que no establece principios universales que indefectiblemente deban de cumplirse al verificarse un presupuesto, como en el caso de la ciencia, sino en consecuencias que deberían de sobrevenir en el caso de actualizar la hipótesis contenida en una norma. Tal es el fundamento sobre el que descansa el “deber ser” en el que se funda el mundo de los profesionales del derecho. Esta es y ha sido, desde la década de 1950, la concepción dominante en el ámbito jurídico nacional.

Ahora bien, la principal objeción al normativismo positivista radica en el grado de abstracción que implica y el consecuente desconocimiento, e inclusive desprecio, de la realidad humana; no se puede fundar una “ciencia jurídica” verdadera exclusivamente en lo normativo. El fenómeno jurídico es un proceso complejo en el que se conjugan aspectos de tipo social, psicológico e, inclusive, ideológico y el cual tiene una de sus manifestaciones, que no todas, en la normatividad. Centrarse en el cuerpo de “reglas” contenidas en un código es un trabajo estéril que no permite un conocimiento cabal del Derecho. Visto desde el nivel jurisdiccional o de aplicación de la norma, tenemos que el alcance de la “lógica deóntica”, en muchos casos, no es más que un simulacro de legalidad que oculta intenciones e intereses, que hacen de la práctica jurídica todo menos un ejercicio de imparcialidad. El positivismo, centrado en las estrecheces de la prisión normativa, pasa por alto que los aplicadores y destinatarios del Derecho son “animales políticos” complejos que actúan condicionados por un sinfín de circunstancias y que, en última instancia, se sirven del Derecho como de una herramienta más para lograr sus fines particulares. El discurso legal cumple una función compleja de legitimación en nuestra sociedad; no vale en sí mismo sino en la medida en que se presta para fines e intereses materiales o inmediatos.

Hacia una teoría jurídica crítica

El sistema del derecho y el campo judicial son el vehículo permanente
de relaciones de dominación, de técnicas de sometimiento poliformas…
no hay que ver el derecho por el lado de una legitimidad a establecer,
sino por el de los mecanismos de sometimiento que pone en acción.

M. Foucault, Defender la sociedad

El pensamiento jurídico contemporáneo ha dado un paso importante en la comprensión de su objeto de estudio al devolverle a los elementos fácticos que intervienen en la creación y funcionamiento del derecho su ciudadanía dentro de la ciencia jurídica; tras un largo predominio de las concepciones positivistas que, en aras de una pretendida “pureza”, habían descartado a los hechos como cosa ajena al ámbito legal, nuevamente se ha retomado el buen camino y se ha comprendido que es necesario realizar un análisis extrajurídico de los preceptos y principios comprendidos dentro de los códigos para estar en condiciones de dar una respuesta a la pregunta ¿qué es el derecho?

La experiencia del siglo XX ha puesto de manifiesto que el derecho no es un fenómeno etéreo que se sostenga a sí mismo por encima del ámbito grosero de los hechos, sino que, por el contrario, se trata de uno sólo de los elementos que conforman una realidad compleja, quizá el más evidente, la cual implica y comprende una multiplicidad de hechos como son aspectos psicológicos, económicos, políticos, sociales, en sentido estricto, e, inclusive, ideológicos. Como dijera el ilustre tratadista alemán Hermann Heller: “frente a todas las confusiones y falsas comprensiones de una corriente de la ciencia del derecho que ha llegado a olvidar la base de su problemática, hay que sostener la tesis de que la dogmática jurídica es también producto de nuestra razón práctica y no de nuestra razón puramente teórica.”

Esta superación de la concepción metafísica del mundo se hace sentir en el ámbito de la ciencia del derecho a nivel epistemológico, pues desplaza la cuestión de la validez del conocimiento jurídico, del ámbito de la abstracción lógica, que lo desnaturalizaba, al del mundo de lo concreto o lo empírico. Así se abandona la tradicional pregunta por el ser ideal del derecho y se pasa a una concepción empírica que lo estudia en lo que es y no en lo que debería ser. La consecuencia más evidente, en el ámbito de la ciencia jurídica de este abandono de las concepciones idealistas, es que se renuncia, de manera implícita, a toda pretensión de universalidad y trascendencia en la definición del derecho; pues si se parte de una postura empírica, como la de la sociología, sólo puede pensarse en lo concreto y descartarse, como excesos de la razón, las concepciones ideales de la realidad.

De esto se desprenden otra serie de consecuencias para la ciencia jurídica de entre las que no resulta baladí, la superación del esquema clásico de interpretación del derecho, el cual, en mayor o menor medida, según el autor del que se trate, postulaba la necesidad de justicia como requisito indispensable para la validez de un sistema jurídico determinado. Así el filósofo John Rawls decía: “no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”. Por el contrario, en una investigación empírica del derecho no hay cabida para concepciones ideales como la de justicia y debe de asumirse una postura de critica imparcial que no explica las instituciones sociales, en cuanto a su contenido oficialmente declarado, sino en la función concreta que prestan en una sociedad determinada.

Una teoría critica del derecho debe de ser, ante todo y por encima de cualquier cosa, materialista, debe de regresarle a los elementos fácticos que intervienen en la creación y funcionamiento del derecho su ciudadanía dentro de la ciencia jurídica; pues tras un largo predominio de concepciones positivistas se había descartado a los hechos como cosa ajena al ámbito legal, en aras de una pretendida “pureza”, hay que reemprender el camino y realizar un análisis extrajurídico de los preceptos y principios comprendidos dentro de los códigos; se trata de renunciar definitivamente a las concepciones metafísicas de tradición añeja que explicaban lo que es en función a lo que no es. Así, tenemos que la pregunta, de tinte metafísico, sobre la esencia del derecho se sustituye por otras mucho más mundanas, y de mayor utilidad, como lo son: ¿qué lugar ocupa el derecho en la realidad humana?, ¿existe algo llamado derecho en el mundo concreto de los seres?, y si es así, ¿qué función desempeña y para qué sirve realmente?

Además de centrarse en los aspectos materiales del derecho, una teoría crítica debe de ser capaz de estudiar al fenómeno jurídico en su carácter de doble discurso; es decir determinar en qué medida existe una incongruencia entre los fines oficialmente declarados de las instituciones jurídicas y aquellos que prestan en realidad; se trata, en suma, de desenmascarar, o si se prefiere en ahondar en la realidad oculta de los mecanismos de poder; porque, después de todo el derecho no es, desde la perspectiva de una teoría crítica, sino un discurso de justificación que legitima las condiciones que permiten la perpetración y continuidad de un estado de cosas por otro. Para realizar este fin hay que servirse de una de las aportaciones conceptuales más originales y duraderas del marxismo: la de la ideología.

Ideología en un sentido marxista se entiende como “la falsa conciencia que legítima instituciones sociales, atribuyéndoles funciones ideales diversas de las que realmente ejercen”, Es decir, una ideología es el proceso mediante el cual un grupo o clase enmascara, dentro de una sociedad, la función real de una institución determinada —como puede ser el derecho— a través de un discurso que hace suponer, a aquellos a los que va dirigido, que la institución en cuestión cumple con un propósito de utilidad social. El objetivo de la ideología es legitimar un status quo determinado, controlando a un sector de la población e impidiendo y frenando su avance. El alcance de una ideología se hace sentir en todos los niveles de la sociedad, al grado de generar una falsa percepción de la realidad en sus integrantes.

Concebir al derecho como un aparato ideológico del que se sirve el Estado para realizar un control social, es sobrepasar la concepción tradicional que lo reducía a su función oficialmente declarada de herramienta para alcanzar el equilibrio entre los miembros de un grupo humano. Al proceder de esta manera, el análisis del fenómeno jurídico se desplaza desde la concepción estática y dogmática, que giraba en torno a los conceptos “legitimidad”, “soberanía”, “norma” y “consenso”; pasando a un análisis realista del derecho en el que se privilegian como objeto de conocimiento los fenómenos concretos que determinan el sentido y funcionamiento del derecho en una sociedad determinada, tales como la estratificación económica, la influencia y predominio político e, inclusive, la idiosincrasia cultural. Siendo la nota distintiva de todos estos fenómenos que constituyen el motor oculto del sistema de derecho, es decir se trata de elementos que, aun cuando no tienen un sentido o contenido jurídico, influyen de manera preponderante en su funcionamiento.

Finalmente, analizar al derecho desde una perspectiva crítica supone, necesariamente, una nueva manera de entender su funcionamiento a nivel de discurso, es decir ver en él un proceso que engloba, además de concepciones jurídicas como la legalidad, discursos del todo ajenos al derecho positivo y a los cuales, sin embargo, en esta sociedad se les da un papel importante en su operación y funcionamiento, como lo son las ciencias. El valor que tales discursos ajenos al derecho, tienen en la aplicación de éste, radica en la autoridad que se les da en virtud de su especial naturaleza de producción de la verdad.

En conclusión, el derecho no puede reducirse, como pretende el naturalismo, a la realización de ideales supuestamente válidos para todo ser humano como la justicia o la libertad, en virtud de que tales principios, más que ser universales, son el presupuesto necesario del que sirve un sistema de producción basado en la libertad económica y mediante las cuales, un sector determinado de dichas sociedades, garantiza y justifica su preponderancia económica y política. Asimismo, el derecho no puede explicarse como un fenómeno exclusivamente normativo que opera perfectamente conforme a un tipo particular de lógica, como propone la escuela positivista, en razón de que, en la realidad, en la creación y aplicación del derecho intervienen presiones y situaciones que sobrepasan a las reglas particulares de la lógica deóntica. Para tener un entendimiento pleno del derecho, hay que analizar los intereses ocultos que lo crean y ponen en funcionamiento. Entonces se estará en condiciones de hablar de una ciencia jurídica no dogmática.


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Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez