Comentarios en torno a Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, de Luigi Ferrajoli*

Publicado el 10 de septiembre de 2018


Héctor Fix-Fierro

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
email hfix@unam.mx

La obra que presentamos —Principia iuris, de Luigi Ferrajoli, originalmente aparecida en italiano en 2007 y publicada en 2011, en una espléndida versión española editada por Trotta, de Madrid— es una obra monumental no sólo por su extensión —cerca de 2 mil 600 páginas impresas en tres volúmenes—, sino por su ambición: se trata, nada menos, y como lo señala el autor en el Prefacio, de la “redefinición del paradigma teórico y normativo de las democracias constitucionales contemporáneas, hoy en crisis, así como la identificación de las diferentes clases de garantías idóneas para asegurar su máximo grado de efectividad frente a los distintos tipos de poder y para la tutela de los diversos tipos de derechos” (p. VII). Y lo hace a través del método axiomático, que supone, nuevamente en palabras del propio Ferrajoli, “la reelaboración del lenguaje jurídico técnico en su conjunto a través de la definición, implícita o explícita, de todos sus términos y la fundamentación, ya sea por vía de asunción o de demostración, de todos sus enunciados” (idem).

El intento de fundamentar la democracia en la teoría del derecho y de referir sistemáticamente las cuestiones que suscita aquélla a las proposiciones que de manera formal elabora ésta, me recuerda una observación, algo críptica, de Niklas Luhmann, en el sentido de que la democracia es un subproducto de la positivización del derecho; es decir, de la posibilidad de crear y modificar el orden jurídico mediante decisión. Ferrajoli propone, esencialmente, lo mismo cuando señala que el actual y complejo paradigma de la democracia constitucional se caracteriza, en sus diferentes niveles, “por la normatividad del derecho sobre sí mismo” (p. XI).

No sé si este intento de fundamentación de la democracia a partir de la teoría del derecho es original y novedoso —aunque probablemente lo sea—, pero la necesaria y mutua implicación de ambos términos me parece ahora de una gran contundencia, como si siempre hubiera sido evidente, a pesar de que, históricamente hablando, podríamos pensar, a partir de concepciones puramente políticas, que la democracia no es una derivación necesaria de un orden jurídico que regula su propia creación y aplicación en múltiples niveles, sino un elemento correctivo y, por tanto, diverso, de la arbitrariedad tendencial del derecho como instrumento del poder. Sin embargo, la misma historia ha ido sacando paulatinamente a la luz las crecientes conexiones, implicaciones, e incluso oposiciones, entre ambos dominios, de modo que ahora, en un momento de crisis, es cuando se hace posible, y hasta necesaria, una síntesis como la que nos propone Ferrajoli. Una consecuencia de ello, como lo sugiere el propio autor (p. X), es que se puede partir indistintamente de cualquiera de los polos de la ecuación —desde la teoría del derecho hacia la teoría de la democracia, o a la inversa— a condición de completar el ejercicio de mutua exploración.

Dicho en otras palabras: ya no es posible entender el derecho contemporáneo sin su vinculación sistemática con los órdenes políticos modernos, que son aquellos cuya principal fuente de legitimidad, si no es que la única, se encuentra en la realización de una democracia basada en los derechos fundamentales. Me parece, entonces, que a partir de ahora todo jurista que pretenda lograr una comprensión, que tenga alguna profundidad, sobre la realidad normativa y empírica de los órdenes jurídicos contemporáneos y que comparta esencialmente los ideales del Estado constitucional democrático, tendrá que tomar en cuenta, de modo explícito o implícito, los Principia iuris de Ferrajoli.

Desde ese punto de vista, apenas puede pensarse en un momento más oportuno para la llegada de esta propuesta a México, aunque no desconozco que, desde hace algún tiempo, el pensamiento de Ferrajoli es conocido y apreciado en los círculos académicos y profesionales de nuestro país. Lo que quiero decir es que algunos acontecimientos recientes y la situación nacional del momento, revelan los mismos signos de crisis, ambigüedad y contradicción que han motivado a Ferrajoli a culminar una obra que llevaba más de 40 años en gestación. Por un lado, las reformas constitucionales en materia de derechos humanos y amparo de junio de 2011 parecen anunciar la entrada de lleno de nuestro orden jurídico en el paradigma del Estado constitucional y democrático de derecho. Por el otro, hay señales muy preocupantes de deterioro de las precarias libertades y derechos de los que ya creíamos disfrutar, por no hablar de muchos otros signos de descomposición económica y social que nos asaltan todos los días desde los medios de comunicación. Sé que leer esta y otras obras de Ferrajoli quizá no contribuya a solucionar directamente nuestros problemas, pero en vista de que las reformas mencionadas tienen como actores centrales a los jueces, me parece especialmente conveniente recomendarles, aquí en su propia casa, su estudio serio y sistemático, pues ello contribuirá a definir con claridad las batallas constitucionales que debemos librar.

No quisiera ya continuar por la vía de la ponderación de las virtudes y el interés de los Principia iuris, aunque resulta una tentación difícil de resistir para quien, como es mi caso, no es un conocedor de la obra del profesor Ferrajoli. Bastaría entonces con recurrir a la creciente bibliografía secundaria que sobre ella existe, y repetir lo que ahí se dice sin hacer ningún intento de proponer algún pensamiento propio, justamente a partir de ella pero también más allá de ella.

En esa tesitura, y a propósito del estado actual de la democracia en el mundo, la pregunta que yo quiero plantear ahora es la siguiente: ¿son los Principia iuris de Ferrajoli una síntesis que identifica y defiende atinadamente las bases del desarrollo futuro del derecho y la democracia? ¿O se trata, por el contrario, de una summa que, si bien apunta hacia algunas tendencias que, prolongadas hacia el futuro, podrían llegar a configurar el “constitucionalismo global” que defiende el autor, en realidad desatiende elementos o signos que pueden alterar considerablemente las coordenadas y las probabilidades de realización de ese orden?

Me parece que esta es una de las preguntas más serias que suscita la teoría de la democracia de Ferrajoli, y es una pregunta justificada, porque Ferrajoli mismo incorpora la divergencia entre los parámetros normativos de la democracia y su realidad empírica como un elemento estructural y constitutivo de los órdenes jurídicos contemporáneos, una divergencia que tanto la teoría como la práctica tienen la necesidad permanente de cuestionar y reducir. En una lectura superficial, creo que es problemático ya el hecho de que el diagnóstico se cargue excesivamente por el lado de la “crisis”. Sin cuestionar las cifras sobre pobreza, deterioro ambiental, violaciones a los derechos humanos o situaciones de precariedad social y económica que se aducen en la obra, es muy importante tomar en cuenta que también hay diagnósticos “optimistas” —si así se puede decir— que razonablemente alegan que esa misma globalización que favorece la crisis en muchos ámbitos, también es la causa de notables progresos en la reducción de la pobreza, en el mejoramiento de la educación y la salud y en la ampliación de la democracia y las libertades, entre otros, en las diversas regiones del mundo. En otros términos: lo importante no es tanto saber quién tiene la razón, sino preguntarse por qué los diagnósticos pueden ser a la vez verdaderos y tan opuestos.

Ahí es donde surge la hipótesis de que podemos estar atestiguando fenómenos que todavía no podemos observar ni interpretar adecuadamente porque, por diversas razones, no logramos desprendernos de ciertos modos de entender las cosas que nos han acompañado por mucho tiempo. Quiero dar dos ejemplos: uno, tomado de la sociología de la religión, y otro, de la disciplina de la que soy un poco menos ignorante, la sociología del derecho.

El primer ejemplo lo tomo de algunas obras recientes del profesor Philip Jenkins, de la Universidad Estatal de Pennsylvania.1 Jenkins alega que los estudios actuales sobre el futuro de la religión, y particularmente del cristianismo, están demasiado marcados por una visión occidental, por sus obsesiones y sus temores (por ejemplo, a la secularización o, inversamente, al renacimiento religioso y al fundamentalismo islámico). Con datos cuantitativos y una observación empírica cuidadosa, Jenkins muestra que el cristianismo no está en crisis —salvo en los países europeos, que de por sí cada vez tienen menos peso en el mundo en términos poblacionales— y que su futuro se está gestando en el llamado “sur global”. Pero ese futuro seguramente no se va a parecer al pasado europeo ni al presente norteamericano. En él no se van a plantear del mismo modo la relación entre fe y razón, entre política y religión o entre teología “liberal” y teología “fundamentalista”. Es muy posible que los conflictos religiosos que fueron determinantes en el origen de los estados occidentales modernos resulten irrelevantes en ese “sur global”, al tiempo que surgen otros que todavía no podemos prever, pero con consecuencias incalculables para la idea del Estado laico.

Tomo ahora, en segundo lugar, algunas concepciones elaboradas por los sociólogos del derecho. Una idea que puede tener profundas consecuencias para nuestra concepción del derecho y su futuro es el paradigma comunicativo. Hay visiones y teorías sociológicas del derecho que toman este paradigma como premisa central —como la de Niklas Luhmann y sus discípulos, o la del propio Jürgen Habermas—, justamente en respuesta a la observación empírica de un derecho que se fragmenta, que se globaliza, aunque, en cuanto manifestación cultural, no resulta trasplantable; un derecho cuyo respeto y cumplimiento, apoyado en el poder coactivo del Estado, se debilita y se hace cada vez más problemático. En lugar del proceso de racionalización que advertía Max Weber, por el cual los órdenes sociales particulares son sustituidos progresivamente por el orden jurídico moderno apoyado en el monopolio de la coacción en manos del Estado, la globalización ha revelado su continuada vitalidad y la relación competitiva que establece con las normas jurídicas. Ni siquiera en el campo de la economía globalizada se verifica, o si acaso de manera muy parcial, la hipótesis de que el capitalismo requiere un orden jurídico racional y calculable. Así como Weber tenía sus problemas para explicar el avance económico de Inglaterra, a pesar de contar con un orden jurídico relativamente primitivo, los sociólogos del derecho en la actualidad se preguntan cómo es posible el éxito económico de China sin un sistema jurídico desarrollado.

En la globalización, el derecho se autonomiza del Estado al entrar en simbiosis con los campos sociales, muy diversos, en donde es producido y reproducido. Por tanto, el nuevo paradigma del derecho parece ser el del pluralismo, no el de la unidad. La pregunta, que todavía no se ha podido contestar de modo convincente, es si ello implica sólo un fenómeno transitorio, pero hay quien piensa que la fragmentación es constitutiva del campo del derecho en la globalidad, y por tanto, su realidad permanente.2

Lo que sí resulta claro es que el concebir al derecho como un proceso comunicativo desplaza hasta cierto punto la noción de poder y de control del poder —que es la premisa central y omnipresente de los Principia iuris— y pone más de relieve los elementos persuasivos, culturales, estratégicos, incluso alternativos, que puede tener lo jurídico en el mundo contemporáneo. Paradójicamente, ello puede implicar una ganancia y no una pérdida de efectividad.

La concepción comunicativa del derecho parece ser cada vez más compartida por los sociólogos del derecho; así lo afirmó hace algunos años, en una conferencia dictada en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el profesor Vincenzo Ferrari, gran figura de la sociología jurídica italiana, no obstante que él ha sido particularmente crítico de ciertas versiones de estas teorías, como la de Luhmann y sus discípulos.3 Es previsible que las redes sociales y las nuevas tecnologías no harán sino reforzar esta visión, y seguramente tendrán un impacto en los procesos comunicativos del derecho que apenas imaginamos.

No estoy diciendo que el profesor Ferrajoli esté equivocado en sus conclusiones. Personalmente las comparto, y creo deseable, posible y realizable la llegada de un orden global de paz y justicia basado en la razón y en los derechos humanos. Señalo, sin embargo, que debemos revisar constantemente nuestras premisas, a fin de poder observar el surgimiento de nuevas realidades que nos exijan elaborar nuevos modelos.

Para concluir diré que me parece de la mayor importancia que Luigi Ferrajoli haya incorporado a la sociología del derecho como elemento constitutivo de su modelo integrado de ciencia jurídica, pero siempre que no esté limitada a constatar la inefectividad del derecho ni las divergencias entre sus diversos planos normativos, sino que también sea capaz de situar al derecho y a su función más amplia en el conjunto de los fenómenos sociales.


NOTAS:
* Versión revisada de la presentación llevada a cabo el 12 de marzo de 2012 en la sede alterna de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
1 Véase, por ejemplo, Jenkins, Philip, The Next Christendom. The Coming of Global Christianity. Revised and Expanded Edition, Oxford-New York, Oxford University Press, 2007, y The New Faces of Christianity. Believing the Bible in the Global South, Oxford-New York, Oxford University Press, 2006.
2 Véase, por ejemplo, Fischer-Lescano, Andreas y Teubner, Gunther, “Regime-Collisions: The Vain Search for Legal Unity in the Fragmentation of Global Law”, Michigan Journal of International Law, vol. 25, 2004, pp. 999-1046.
3 Véase Ferrari, Vincenzo, “Cincuenta años de sociología del derecho. Un balance”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, México, Nueva Serie, año XLIII, núm. 129, septiembre-diciembre de 2010, pp. 1462 y ss.

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