El 681

Publicado el 1 de octubre de 2018


Luis de la Barreda Solórzanol

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del Programa
Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

Era un adolescente que jamás había participado en una marcha de protesta. Recorrer Insurgentes Sur en la manifestación encabezada por el rector me causó emociones hasta entonces desconocidas.

Estaba participando en una protesta claramente justificada. Había compañeros golpeados y detenidos. La puerta del Colegio de San Ildefonso —mi Prepa Uno— había sido derribada de un bazucazo. La indignación por los actos de fuerza bruta se mezclaba con el entusiasmo de participar en una batalla cívica, de estar allí, uno entre decenas de miles, en ese momento histórico.

Es curioso: en varias ciudades del mundo los estudiantes salían a las calles y protestaban contra sus respectivos gobiernos. No faltó quien dijera que la coincidencia cronológica no podía ser sino producto de un complot internacional, hipótesis que concedía una habilidad extraordinaria a los supuestos complotistas.

Pero cada revuelta estudiantil tenía sus razones, su detonante y sus peculiaridades. En México, las fuerzas de seguridad habían actuado brutalmente y un gobierno autoritario se comportaba fiel a su índole. Si al día siguiente de la manifestación encabezada por el rector se hubiera dejado en libertad a los presos y el Presidente se hubiese disculpado, el movimiento habría terminado ipso facto: se habría quedado sin banderas.

En vez de eso, las detenciones ilegales continuaron y el gobierno denunció una conjura contra el país, que ese año sería sede de los Juegos Olímpicos. El movimiento creció y se volvió fiesta callejera. Qué gozo marchar por las calles ante espectadores que desde las banquetas y las ventanas lanzaban gritos de aliento. Qué placer perverso gritar injurias contra el mismísimo Presidente, tan intocable entonces como la Virgen de Guadalupe. Una paradoja inquietante: los estribillos eran libertarios, pero en las pancartas se exhibía la efigie de dictadores de izquierda.

Ya no pedíamos solamente la libertad de los compañeros presos, el castigo a los culpables y la indemnización a las víctimas sino también la disolución del cuerpo de granaderos, la derogación de la figura delictiva de disolución social y la liberación de Demetrio Vallejo y Valentín Campa, de quienes muchos de nosotros nunca habíamos oído hablar.

El gobierno respondió con más detenciones y acusaciones delirantes contra los detenidos, lo que provocó que las marchas fuesen cada vez más concurridas y se reforzara la convicción de que se luchaba contra un déspota. El ejército ocupó Ciudad Universitaria y el Politécnico. El conflicto entró en una fase crítica, pero aún era posible un final feliz. La inauguración de los Juegos Olímpicos estaba cerca. Sin embargo, la actitud del Presidente fue muy extraña. ¿Estaba profundamente ofendido por los gritos afrentosos —por ejemplo: sal al balcón, hocicón— en las calles y en pleno Zócalo? Parece absurdo, pero me he preguntado si le resultó insoportable que se coreara por cientos de miles su fealdad física.

Llegó el 2 de octubre. Muchos años después, el fiscal encargado de investigar los hechos, Ignacio Carrillo Prieto, sencillamente no los investigó: eligió chivos expiatorios, todos los cuales fueron eximidos por la autoridad judicial. Además aprovechó el cargo para desaparecer más de nueve millones de pesos, por lo que se le condenó a pagar una multa de once millones y se le inhabilitó para ocupar cargos públicos por 10 años.

El mitin en la Plaza de Tlatelolco no atrajo a los cientos de miles que acudían a las marchas. Éstas eran muy divertidas; los mítines, muy tediosos. El mito dice que el ejército llegó con la orden de masacrar. Los muertos no hubiesen sido decenas sino centenas o millares: un pelotón disparando a mansalva a una multitud abigarrada e indefensa. Varios testimonios indican que los soldados ayudaron a muchos a salir de la plaza. Luis González de Alba fue testigo de la descoordinación: vio cómo desde el edificio Chihuahua el Batallón Olimpia disparó a la plaza —quizá para dispersar a los asistentes y detener a los líderes—, y el ejército regular, que venía avanzando, respondió los tiros. La multitud quedó en medio del fuego cruzado.

La fiesta terminó, absurdamente, en tragedia. El país nunca volvería a ser el de antes.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 29 de septiembre de 2018.

Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez