La naturaleza jurídica del Tratado de Libre Comercio de América del Norte nuevo acuerdo comercial

Publicado el 22 de octubre de 2018

Xavier J. Ramírez García de León
Licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la UNAM y Maestro
en Derecho Internacional por la Universidad de Edimburgo
email xjrgl@hotmail.com

A pesar de que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) vigente es solamente un elemento de una red de más de 10 tratados de libre comercio que tiene México, por sus efectos en la economía es el tratado comercial más importante suscrito por nuestro país, pero también es uno de los más complejos desde el punto de vista técnico. Con un total de 22 capítulos con 295 artículos y un buen número de anexos, contiene al menos 3 distintos mecanismos de solución de controversias y dispone desde temas tan simples como la definición del término “nacional”, así como cuestiones tan específicas; por ejemplo, la fórmula para determinar el número promedio del hilo de los hilos contenidos en la tela.

No obstante su importancia económica y legal, y su precisión técnica, existen algunas cuestiones que en el imaginario común no terminan por estar claras sobre el TLCAN. Esta colaboración pretende dar respuesta a tres preguntas que, tenemos la esperanza, puedan servir como fundamento a la hora de abordar el tema de este y otros tratados en la materia que suscriba nuestro país. La primera pregunta trata sobre la naturaleza jurídica del TLCAN y, por extensión, también la del acuerdo alcanzado hace unas semanas con Estados Unidos y Canadá; en segundo lugar, abordamos el procedimiento de aprobación que debe atravesar dicho acuerdo (y prácticamente cualquier otro instrumento de este tipo en la materia), en particular, sobre el procedimiento que debe cumplirse en Estados Unidos para que entre en vigor. No entraremos en detalles sobre la cuestión del proceso de aprobación en México que es ampliamente conocido. Sin afán de dar cuestión alguna por sentada, no tocaremos tampoco el procedimiento canadiense ya que consideramos que el caso estadounidense es especialmente importante por su complejidad y por el supuesto impacto que tiene en la naturaleza legal del tratado, por lo que preferimos enfocarnos en el mismo; no obstante esto, debe tenerse presente que las conclusiones a las que lleguemos aplican para los tres Estados por igual, sea México, Estados Unidos o Canadá. Finalmente, analizaremos brevemente cuáles son las consecuencias jurídicas derivadas de que el nuevo instrumento sea o no firmado o ratificado por las Partes.

Con respecto a la naturaleza jurídica del TLCAN, el tema puede parecer tan superficial que podría pensarse que no vale la pena tratarlo; sin embargo, recordemos que dependiendo de la naturaleza del instrumento, dependerá también el carácter vinculante de sus disposiciones. Incluso bajo esta luz, podría considerarse que es una ociosidad dedicarle tiempo cuando el propio nombre nos indica qué es: el TLCAN es un tratado y, en consecuencia, sus disposiciones son obligatorias para los Estados que formen parte del mismo, conforme lo que dicta el derecho internacional.

Desde este punto de vista, el tema goza de bastante claridad, en algunas ocasiones algunos comentaristas llegaron a cuestionar la naturaleza jurídica del TLCAN; por ejemplo, el caso de Héctor Aguilar Camín, en su columna de Milenio del 16 de enero de 2018, “La nube Nafta”, o a las declaraciones del aún presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, vertidas en redes sociales y divulgadas por los medios de comunicación (Zavala, Misael, “AMLO somete a votación en Twitter cambiar el nombre del USMCA”, El Universal, 9 de octubre de 2018, disponible en: https://www.eluniversal.com.mx/nacion/politica/amlo-somete-votacion-en-twitter-cambiar-nombre-del-usmca), en el sentido de que “El instrumento sería en México un Tratado y no Acuerdo (hay Acuerdos Internacionales, pero éste no lo es; de ahí la distinción entre la A en NAFTA y la T en TLCAN)”. La cuestión alcanza a tocar, como vimos, al provisionalmente bautizado Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá (el Acuerdo, de aquí en adelante), en vista de los puntos en común que guardan ambos instrumentos.

Particularmente, se ha mencionado que para México el TLCAN es un tratado mientras que para Estados Unidos es un acuerdo y, por tanto, este carácter diferenciado supone que México está obligado por el mismo, pero Estados Unidos podría no estarlo, o por lo menos no en la misma medida que nuestro país. De entrada, hay que señalar que este argumento no es tan novedoso, resurge en ocasiones cuando el tema cobra relevancia y, además, el TLCAN no es el único tratado sobre el que se ha dicho lo mismo, téngase en cuenta, por ejemplo, el CAFTA; es decir, el TLC entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana.

Esta supuesta diferencia entre lo que es TLCAN para uno y lo que es para otro proviene tanto del nombre con el que se le denomina en inglés, como del procedimiento mediante el cual un TLC es aprobado internamente por cada Estado; sin embargo, desde el punto de vista del derecho internacional, el argumento no tiene base jurídica alguna. El artículo 2o. de la Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados da cuenta del problema del nombre, disponiendo que un tratado es “un acuerdo internacional celebrado por escrito entre Estados y regido por el derecho internacional cualquiera que sea su denominación particular”, para después agregar en su último párrafo que “las disposiciones sobre los conceptos empleados se entenderán sin perjuicio del empleo de esos conceptos o del sentido que se les pueda dar en el derecho interno de cualquier Estado”.

Lo anterior tiene varias consecuencias. Primero, básicamente significa que los instrumentos (nos referimos particularmente al TLCAN y al nuevo Acuerdo) pueden ser llamados como se desee: Acuerdo, Convenio, Convención, Arreglo, etcétera; y esto no afectará en lo más mínimo la obligatoriedad de su contenido, siempre que esa haya sido la intención de las partes contratantes. Significa, incluso, que si en el derecho interno la palabra “acuerdo” tiene un significado distinto que cualquiera de las otras palabras usadas, esto no afectará el valor jurídico que el instrumento tenga a nivel internacional, que es el que primordialmente debería de importarnos al tratarse de un instrumento que contiene compromisos internacionales. Y finalmente, y más importante, significa que todos los Estados parte del tratado tendrán, de conformidad con los términos del mismo, obligaciones similares, siendo todas igualmente vinculantes para todos ellos. De esta manera, Estados Unidos podrá llamar Acuerdo al TLCAN o al nuevo tratado recientemente acordado, como, por cierto, lo hace con todos sus tratados de libre comercio, ya que no utiliza la palabra “tratados” para ellos, sino que utiliza el concepto “acuerdos de libre comercio”, y esto no afectará de manera alguna la naturaleza jurídica de los mismos. El nombre que lleve el instrumento no afecta su carácter. En términos generales, lo apuntado por el futuro presidente no tiene sustento jurídico internacional, y podría conducir a cierta confusión sobre el valor del acuerdo e, incluso, sobre su obligatoriedad internacional, cuestión que ciertamente no es deseable.

Con relación al segundo argumento, el TLCAN (y de nuevo, por extensión, el Acuerdo) guarda un carácter distinto para Estados Unidos en razón de la manera como se aprobó a nivel interno, pero es también irrelevante a nivel internacional. Estrictamente hablando, los mecanismos a través de los cuales se da la aprobación o rechazo de obligarse mediante un tratado internacional, responden únicamente al orden constitucional de cada país, es por ello que el derecho internacional, reconociendo las particularidades que cada Estado tiene, no exige el cumplimiento de requisitos específicos más allá de que los Estados demuestren, de la manera como lo decidan, su consentimiento inequívoco a obligarse por el tratado. Dentro de ciertos parámetros, al derecho internacional tampoco le importa si es el Senado, el presidente o el rey quien firme o ratifique lo tratado; cada Estado internamente decidirá todas estas cuestiones. En esta misma idea y como consecuencia de este respeto por el orden interno, la Convención de Viena tiene también una respuesta para el caso de que un Estado argumente que no está obligado por algún acuerdo, en virtud de que al aprobar el mismo utilizó un método que, según su derecho interno, no reconoce obligaciones internacionales.

La Convención de Viena señala expresamente que un Estado no puede invocar disposiciones de su derecho interno para justificar el incumplimiento de un tratado del que es parte. Esta obligación es aplicable en diversos momentos; por ejemplo, si el Estado argumenta que un tratado fue firmado o aprobado en contravención a su orden interno, o también si quiere alegar que no puede cumplir con tal o cual disposición de un tratado, ya en vigor, porque de hacerlo se contravendría alguna ley interna. Lo relevante es que con ciertos límites, el Estado tiene la obligación de mantener esta relativa jerarquía entre la norma internacional y la norma interna. Para el caso del TLCAN, esto significa que Estados Unidos, no obstante, tiene procedimientos de aprobación distintos para los tratados, y en general, para sus acuerdos de libre comercio, a nivel internacional esta distinción no tiene consecuencia alguna.

Ya mencionamos que es una cuestión compleja, y es que, a nivel interno, Estados Unidos tiene dos procedimientos a través de los cuales puede participar en acuerdos internacionales. En palabras muy simples, puede decirse que con objeto de dar fundamentación legal a los dos procedimientos, este país juega un poco con los términos que utiliza su Constitución y esto explica que utilicen la palabra “tratados” para referirse a determinados instrumentos, mientras que para otros utilizan el término “acuerdos”. En este sentido, la segunda sección del artículo 2o. de la Constitución de Estados Unidos dispone que “[El Presidente] tendrá facultad, con el consejo y consentimiento del Senado, para celebrar tratados, con tal de que den su anuencia dos tercios de los senadores presentes…”; no es necesario hacer un ejercicio de interpretación profundo de esta disposición, sólo vale la pena recalcar el requisito relativo al consentimiento de dos tercios de los senadores presentes y el uso del término “tratados”. El que la Constitución estadounidense haya utilizado ese concepto abre la puerta, según los constitucionalistas estadounidenses, a celebrar otras especies de acuerdos internacionales que no pertenecen a la clasificación que entienden como “tratados”; estas otras especies son los famosos “acuerdos ejecutivos”, que, precisamente porque no son considerados tratados, no requieren seguir el procedimiento arriba señalado. Esto quiere decir que al utilizar un lenguaje distinto, lo que busca el gobierno estadounidense es saltarse el procedimiento usual para aprobar un tratado internacional, que por su propia naturaleza tiende a ser gravoso y tardado, especialmente si existen obstáculos para alcanzar la mayoría calificada.

Respecto a los acuerdos ejecutivos, existen diversos tipos, pero por ahora nos referiremos solamente a los denominados “congressional-executive agreements”, que tienden a ser los más comunes. Estos acuerdos se caracterizan porque la autoridad para firmarlos proviene, no solamente de la interpretación constitucional que los diferencia de los tratados, sino también de una autorización que viene del Congreso en su totalidad, autorización que por lo regular adopta la forma de una ley, caracterizada, entre otras cosas, porque, al menos en el caso de los acuerdos comerciales, impide que el Congreso pueda “meterlos en la congeladora”. Históricamente, Estados Unidos ha aprobado sus acuerdos de libre comercio utilizando el procedimiento para acuerdos ejecutivos; el TLCAN no fue la excepción, y el nuevo acuerdo, por el camino que ha seguido desde que inició la renegociación, tampoco lo será.

En el caso de los “congressional-executive agreements”, la facultad presidencial surge de la Ley Bipartidista del Congreso sobre Prioridades y Rendición de Cuentas Comerciales, que estableció la llamada Autoridad de Promoción Comercial y permite al presidente negociar acuerdos comerciales sin interferencia legislativa, mismos que luego son considerados por el Congreso utilizando un procedimiento expedito para después ser llevados al ámbito interno a través de una ley de implementación.

Si hacemos memoria para ir a mayo de 2017, cuando comienza oficialmente la renegociación del TLCAN, recordaremos que se ha hablado mucho del calendario de renegociación, de que la posibilidad de alcanzar un acuerdo supuestamente más favorable para las partes estaba sujeta a plazos muy específicos que, de no cumplirse, podrían haber desembocado en que no fuera posible ya suscribir acuerdo alguno, esto es así porque la Ley sobre Prioridades y Rendición de Cuentas Comerciales, establece plazos relativamente precisos en los que la administración estadounidense debe presentar el texto del acuerdo al Congreso; por ejemplo, hace unos días por fin se publicaron los textos supuestamente finales.

La publicación de dichos textos, el 30 de septiembre de 2018, no fue coincidencia alguna, sino que, de conformidad con la Ley de Prioridades, el presidente estadounidense, Donald Trump, tenía la obligación de hacer dicha publicación ese día si es que esperaba poderlo firmar a más tardar el 30 de noviembre. Cabe mencionar que al menos noventa días antes de suscribir el Acuerdo, Trump tuvo que informar al Poder Legislativo de su país sobre su intención de firmar dicho instrumento con México y Canadá, lo que ocurrió el pasado 31 de agosto (2018).

Al informar sobre dicha intención es que surge la obligación de publicar el texto del tratado o acuerdo. Sin afán de entrar en los puntos finos de la ley estadounidense, sí podemos hacer un breve esbozo de cuál será el proceso que el nuevo Acuerdo seguirá ahora que ha sido publicado.

De conformidad con su ley, una vez firmado el Acuerdo, Trump tendrá sesenta días para presentar, ante el Congreso, una descripción de las reformas legales internas que se requerirán para implementarlo. A partir de ese momento, los tiempos comienzan a ser un tanto erráticos y es que éstos deben sujetarse al periodo de sesiones del Congreso; de esta manera, Trump tiene la obligación de presentar ante ambas Cámaras, además del texto del Acuerdo, diversos documentos, entre los que se encuentran, en primer lugar, un plan de acción administrativo que señale todas las acciones que el Ejecutivo prevé llevar a cabo para adecuar su actividad a las nuevas obligaciones jurídicas que tendrá Estados Unidos. Hay que hacer una precisión en este punto, no es tanto que el tratado obligue, por ejemplo, a preparar al personal de aduanas de manera que puedan saber si los autos que se importen a Estados Unidos tienen realmente el 75% de contenido regional, sino que en todo caso, el presidente sepa que para la adecuada supervisión de dicha disposición, es probable que sea necesario que el personal tome algunos cursos de actualización u otras medidas que lo preparen para vigilar el cumplimiento de la obligación. Entonces esa acción concreta (actualizar la preparación del personal aduanal) es parte de este plan de acción administrativo. Y así como se habla de la importación de automóviles, podrá hacerse también de cuestiones fitosanitarias, de telecomunicaciones, etcétera, es decir, de todos los ámbitos en los que el Acuerdo impactará.

En segundo lugar, el presidente debe presentar un proyecto de ley de implementación del Acuerdo. Esto es así porque el acuerdo de libre comercio no es un tratado autoaplicativo, es decir, desde el punto de vista de aplicación efectiva, sus disposiciones no ingresan de manera directa al orden jurídico doméstico de las partes, sino que requieren ser traducidas o aterrizadas en el sistema interno a través de una norma de implementación, que por lo general adopta la forma de una ley. Este es el caso para los tres países, aunque por la manera en que se organiza el sistema legal mexicano podría no parecerlo. Estrictamente hablando, en México no necesitamos de una ley de implementación específica, pero en todo caso, y dependiendo de las nuevas obligaciones que asumamos, sí necesitamos una serie de reformas a las leyes existentes, que ajusten su contenido con lo dispuesto en el tratado; idealmente, esta serie de reformas tendrá lugar a través de un decreto único que reforme la totalidad de normas a nivel de ley. Podemos comprender la ley de implementación que necesita Estados Unidos como un equivalente de ese decreto. En este punto es muy importante mencionar que el Congreso está limitado en cuanto al tipo de determinación que puede expedir, en el sentido de que su decisión será del tipo afirmativa o negativa; es decir, por ley, ninguna de las Cámaras tiene la posibilidad de condicionar su aprobación a que el texto sea modificado en un sentido o en otro, o a que se elimine algún capítulo, sino que su decisión es positiva o negativa, o aprueban el texto, en su totalidad, o lo rechazan; en pocas palabras, no pueden enmendar el proyecto de ley de implementación que se les presente.

Antes mencionamos que, en Estados Unidos, para el caso de los tratados en sentido estricto, se requiere que el Senado los apruebe por dos tercios de los senadores presentes. En el caso de los acuerdos que surgen de la Ley de Prioridades, se trata de un voto bicameral; es decir, deben aprobarse tanto por el Senado como por la Cámara de Representantes, pero basta con que se alcance un 50% de votos positivos, lo que evita, como puede imaginarse, las complicaciones en caso de que no se goce del control de la Cámara, o bien, que una parte sustancial de sus miembros esté en contra del tratado. Suponiendo que el voto del Congreso fuera aprobatorio, entonces el proyecto de ley se convertiría en una ley en toda regla. Es importante señalar que la aprobación de la ley de implementación ocurre antes de que el Acuerdo entre en vigor para las partes.

En resumen, son precisamente estas diferencias las que han llevado a algunas personas a señalar que el TLCAN, y también el nuevo instrumento, no son tratados sino acuerdos, sin darse cuenta que a nivel internacional el nombre con que se les denomine no tiene consecuencia alguna en cuanto a su naturaleza jurídica, como tampoco lo tiene el mecanismo interno con el que los Estados decidan aprobarlo.

Una vez despejadas las primeras dos cuestiones, es posible abordar la última de ellas; es decir, ¿qué consecuencias habría en caso de que el nuevo Acuerdo no sea firmado o que no entre en vigor? Esta pregunta puede llevarnos a otra cuestión sobre la relación que guardan el TLCAN y el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá. El último acuerdo trilateral, ¿qué es? ¿Es una modificación del TLCAN, un TLCAN 2.0 como se referían a él los medios durante el proceso de renegociación, o es un nuevo acuerdo por su propio derecho? Debemos admitir, no obstante, que la respuesta a esta pregunta puede que termine por ser sólo de interés académico y no implique diferencias muy grandes para efectos prácticos respecto del régimen que regularía la relación entre ambos instrumentos.

Más allá de que durante todo un año se ha estado hablando de la renegociación del TLCAN, existen algunos elementos más concretos que pueden arrojar un poco de luz sobre esta pregunta. Por un lado, el artículo 2202 del TLCAN dispone que “Las Partes podrán convenir cualquier modificación o adición a este Tratado”, pero en ningún momento fue claro que la renegociación se estuviera llevando a cabo con fundamento en dicho artículo. Además, cuando Trump notificó al Congreso estadunidense, en mayo de 2017, que tenía la intención de negociar un acuerdo de libre comercio con México y Canadá, lo hizo con fundamento en el artículo 105.a de la Ley de Prioridades y Transparencia Comercial a la que nos referimos anteriormente. Este artículo señala que el presidente debe notificar al Congreso sobre su intención de entrar en negociaciones respecto de un acuerdo de libre comercio con otro país, especificando si su intención es alcanzar un acuerdo o modificar uno ya existente. En el caso que nos ocupa, la notificación se hizo expresamente para modernizar el TLCAN.

En tercer lugar, el artículo 1.2 del nuevo Acuerdo, que regula la relación del instrumento con otros tratados, no menciona expresamente al TLCAN, aunque el artículo 1.4 indica que por NAFTA 1994 se entenderá a “El Acuerdo como fue hecho en diciembre de 1992 y que entró en vigor el 1 de enero de 1994”, sugiriendo fuertemente que ambos instrumentos son el mismo convenio pero en momentos diferentes en el tiempo. Por otro lado, el artículo 34.1, sin contenido definido aún, lleva por encabezado “Disposiciones Transitorias del TLCAN 1994”, que insinúa que los instrumentos son tan diferentes que se está previendo la necesidad de crear un régimen transitorio.

Desde un análisis aún somero, puede verse que el tratamiento que el nuevo Acuerdo da a su relación con TLCAN es algo errático, a veces deja entrever que, en efecto estamos ante un TLCAN 2.0; o visto desde otro análisis, aceptando tácitamente las grandes diferencias entre uno y otro, se prevé la necesidad de crear un marco que aminore el impacto que puede causar transitar del régimen de 1994 al de 2018.

Continuando desde un punto de vista formal, no pueden pasar desapercibidas las grandes diferencias que existen entre ambos tratados, adicionándose una serie de capítulos y anexos que al momento de darse el TLCAN, no eran ni siquiera proyecto.

A la vista de estos argumentos encontrados, y particularmente por las grandes diferencias que ya se vislumbran entre ambos instrumentos, nos inclinamos a pensar que el Acuerdo debe tenerse por un instrumento nuevo, en otras palabras, que no es un TLCAN enmendado, sino que es un Acuerdo independiente y de nueva creación. ¿Qué impacto tiene esta respuesta sobre las consecuencias que pueden darse si no se logra la firma del nuevo Acuerdo? Ya adelantábamos que probablemente se trate de uno de carácter menor.

Debemos considerar dos elementos que son de gran importancia para el tema: primero, se está previendo que todas las partes originales del TLCAN, sean parte también del nuevo Acuerdo; es decir, que tanto México como Estados Unidos y Canadá suscribirán el instrumento recientemente acordado. La cuestión podría complicarse si el Acuerdo hubiera terminado siendo bilateral; sin embargo, no es el caso. En segundo lugar, ambos tratados, tanto el TLCAN como el nuevo Acuerdo versan sobre la misma materia, y pueden considerarse como tratados sucesivos de conformidad con lo que dispone la Convención de Viena.

El artículo 30 de la Convención delínea el régimen legal que debe aplicarse en aquellos casos en que existan dos tratados en donde uno de ellos esté sucediendo al otro. Importante es saber que utilizar el concepto “sustituir” se debe hacer con mucha cautela porque trae implícita la idea de que el tratado anterior dejará de surtir efectos, lo cual no necesariamente es el caso. El tercer párrafo de dicho artículo señala que cuando todas las partes en el nuevo tratado sean también parte del tratado anterior, en nuestro caso el TLCAN, pero este último no sea suspendido o terminado, el mismo continuará aplicándose en la medida en que sus disposiciones no sean incompatibles con las del nuevo tratado. Es decir, en términos generales, se crean dos regímenes legales que son hasta cierto punto redundantes, en el sentido de que el régimen viejo será aplicable cuando no contradiga lo que establezca el nuevo régimen, incluso cuando el nuevo régimen sea omiso en algunas cuestiones. En este caso, el TLCAN continuará siendo aplicable en las relaciones entre México, Estados Unidos y Canadá, en la medida en que no contradiga lo dispuesto por el nuevo Acuerdo, o bien este nuevo instrumento no contenga disposiciones sobre el tema de que se trate. Debe tenerse muy clara la idea de que la firma y posterior entrada en vigor del nuevo Acuerdo no conlleva la terminación automática del TLCAN. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte contiene artículos específicos sobre el procedimiento a seguir en caso de que las Partes decidan denunciarlo, y es a través de ellos que el Tratado debe terminarse. La cuestión podría complicarse un poco si Canadá no hubiera terminado por subirse el tren, por decirlo de cierta manera, del nuevo Acuerdo, porque entonces estaríamos ante la presencia de regímenes tanto paralelos, como redundantes.

Lo anterior también significa que, si por alguna cuestión, el nuevo Acuerdo no se firmare o no entrare en vigor, eso no significaría el fin de las relaciones comerciales entre los tres países ni que el marco legal internacional dejaría de aplicárseles: el TLCAN de 1994 continuaría siendo aplicable siempre que las partes en conjunto no decidieran darlo por terminado o, unilateralmente, denunciarlo. Que probablemente la administración Trump denunciaría el TLCAN de no firmarse el nuevo Acuerdo es una cuestión aparte, pero para ello deberían entrar en movimiento los engranajes así diseñados para ello; es decir, anunciar formalmente a México y Canadá su intención de denunciar el Tratado con seis meses de anticipación. El punto focal y sobre el que queremos hacer hincapié es que ambos tratados tienen una vida independiente entre sí y, por decirlo así, la vida y muerte de uno y otro no están inevitablemente unidas desde un punto de vista legal, por lo que, jurídicamente hablando, de no firmarse el nuevo Acuerdo no nos encontraríamos ante un vacío jurídico en automático.


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