Ingeniería genética: entre el progreso científico y el tabú cultural

Publicado el 9 de noviembre de 2018

Félix David García Carrasco
Maestro en Derecho y estudiante de Filosofía por la UNAM,
abogado postulante y colaborador externo del Instituto del
Investigaciones Jurídicas de la UNAM
email felix.garcia.abogado@gmail.com

Vivimos en una época de transición y nunca es tan difícil abarcar con la vista el camino recorrido y el que el futuro nos depara, como en las eras de transición, ya que en ellas suele darse el caos conceptual. Sin embargo, no hay nada que detenga el implacable proceso hacía la emancipación del hombre a partir de la aplicación de principios científicos, a la luz de los cuales toda restricción cultural arcaica deviene en poco más que un prejuicio supersticioso.

Stanislaw LEM, Vacío perfecto.

En una de sus obras más aclamadas —Vacío perfecto (Madrid, Bruguera, 1981)—, el novelista y filósofo polaco Stanislaw Lem, idea, con la genialidad y clarividencia que le eran habituales, la reseña de un libro ficticio en el que un pensador de un futuro no muy lejano se plantea la cuestión sobre la utilidad y el valor de las construcciones culturales tradicionales, en una época en donde los adelantos científicos y el desarrollo tecnológico le han permitido a la humanidad vislumbrar el principio del fin de las limitaciones físicas y biológicas que lo condenaban a una vida llena de temor, incertidumbre y angustia. Y es que en un contexto de esta naturaleza —dónde los viejos ídolos se resquebrajan por el peso de la razón— resulta pertinente preguntarse, en concepto del autor, si la cultura, en su aspecto restrictivo y prescriptivo, es decir, en tanto que orienta la conducta de los hombres en el marco de lo bueno y lo malo, lo prohibido y lo permisible, así como con toda la serie de valoraciones, interpretaciones y significaciones con las que envolvía todos y cada uno de los aspectos de la vida, son principios y condiciones naturales que deben de ser acatadas y reverenciadas en todas las épocas, o si bien, por el contrario, se trata de creaciones artificiales con las que se intenta suplir alguna deficiencia o satisfacer una carencia cualquiera de la manera más accesible, en tanto que se disponga de un recurso más eficiente.

La respuesta que da el autor ficticio, del libro inexistente (que por cierto lleva el sugestivo título de La cultura como error) a esta cuestión es contundente y radical, aunque no por ello menos interesante y digna de nuestra atención e interés: las construcciones culturales, en toda su imponente extensión y su larga tradición, no son sino parte de un proceso adaptativo, mediante el cual el hombre logra sobreponerse a las limitaciones que su condición mortal le impone y, así, sobrevivir en un medio que le es sumamente hostil, aunque sea mediante medios artificiales. “La cultura es el instrumento de una adaptación de tipo nuevo, ya que no tanto se elabora en base a las casualidades, cuanto cumple la tarea de adornar todo lo accidental de nuestra condición con la aureola de lo supremamente necesario” (página 96). Así, el papel de la cultura, desde una perspectiva puramente material y biológica, es el de preservar la vida de los individuos de la desesperación y del sufrimiento que producen situaciones inevitables como la muerte, la enfermedad, los accidentes, la vejez, etcétera. En suma, se trata de un paliativo que nos hace más llevadera la existencia, pues la cultura tiene la misión de suavizar las objeciones, indignaciones y pretensiones del hombre con respecto a la evolución natural, las propiedades del cuerpo, accidentalmente aparecidas, accidentalmente desacertadas, heredadas, sin haberlo deseado, de un proceso de adaptaciones sumarias desarrollado a lo largo de millones de años. Víctimas de esta execrable herencia... nos enfrentamos con la cultura, abogado defensor de lo que nos es adverso (página 107).

A partir de este punto, la reseña del libro imaginado por el autor polaco se torna especialmente audaz y francamente provocativa, en tanto que pone en duda el valor y utilidad de mantener las restricciones culturales cuando éstas dejan de ser necesarias gracias a los adelantos y conquistas de la ciencia moderna. Y es que si la cultura surgió como sustitutivo imaginario de carencias reales —algo así como un placebo o una medicina homeopática— es natural que ésta deje de ser necesaria en cuanto se tenga a la mano un remedio más efectivo que aporte una curación o satisfacción real a una carencia.

De esta suerte, en la segunda parte de La cultura como error, se plantea el tema de la modificación genética de seres vivos con el fin de mejorar sus características y potenciar sus cualidades, situación que en nuestros días ha cobrado plena vigencia, no sólo en el ámbito académico, sino en todos los aspectos de la vida pública y social en tanto que se ha convertido en una realidad; lo que hasta no hace mucho tiempo nos parecía elucubración de la ciencia ficción ahora es un proceso relativamente sencillo al que cualquier comunidad medianamente desarrollada puede acceder. Empero, es aquí donde se plantea el verdadero meollo del asunto: las restricciones culturales se han arraigado profundamente en nuestro ser; nos determinan y condicionan significativamente nos guste o no, en la manera en que percibimos la realidad; hagamos lo que hagamos, nos movemos en el ámbito de una cultura determinada que nos sirve como punto de referencia y valoración respecto a lo que es procedente y lo que no lo es. Así se nos plantea el problema cultural por excelencia: el de las valoraciones éticas, pues toda discusión sobre la pertinencia de manipular genéticamente a los individuos o no, más que tener una connotación práctica lo tiene de carácter moral.

En la ficción ideada por Lem, esta manera de abordar el problema se presenta como un claro ejemplo del choque entre la realidad de una ciencia, que trae aparejadas posibilidades infinitas, y una visión venerable y añeja de ver el mundo fundado tan sólo en la tradición. La ciencia ha alcanzado tal nivel que en la actualidad se puede equiparar a quienes la desarrollan como Prometeos modernos —para ocupar la expresión de Mary Shelley— quienes arrebatan el fuego de la sabiduría celestial para ponerlo al alcance de los hombres, los cuales, sin embargo, se niegan a recibir el presente y retroceden asustados, alegando que se trata de un sacrilegio o de un atentado que pone en peligro la supervivencia del sistema en el que reposa la totalidad de la vida. El autor de Solaris es bastante explícito a este respecto y argumenta de manera clara y —¿por qué no decirlo?— sumamente convincente, que esta actitud retrograda, de duda sin fundamento, se presenta al plantearse el problema sobre la mejora del hombre mediante la manipulación genética, situación que atrae las objeciones éticas de las autoridades morales de la sociedad.

El autor ficticio presentado por Lem —el Profesor W. Klopper— argumenta que cuando las construcciones arcaicas, como los prejuicios éticos y morales, se presentan como frenos y obstáculos para los adelantos científicos, no sólo se tornan obsoletas, sino, peor aún, perjudícales y nocivas para el desarrollo de la humanidad, ya que continúan manteniendo postradas a las personas y, por decirlo de alguna manera, atados a un yugo de manera innecesaria y estéril. De esta forma se pervierte y tergiversa el propósito y sentido de la cultura, que en un principio fuera positivo, pero que hoy, cuando ya no hace falta su poder paliativo dado que se cuenta con medicina de verdad, resulta perfectamente innecesario. Así podemos citar nuevamente a Lem, cuando se refiere al supuesto de no utilizar la tecnología genética tan solo por razones puramente éticas:

¡Sí, la cultura es un error! Pero sólo en el sentido en que es un error cerrar los ojos a la luz, rechazar el medicamento en la enfermedad, pedir el incienso y las ceremonias de la magia cuando un sabio médico se encuentra junto al lecho del enfermo… Tenemos que rechazar la cultura, ese sistema de prótesis, para confiarnos a la tutela de la ciencia. La ciencia nos transfigurará y nos otorgará la perfección. Y no una perfección imaginaria ni resultante de una convicción falsa, ni deducida de los sofismas de definiciones y dogmas esencialmente contradictorios y torcidos, sino puramente concreta, material, absolutamente objetiva: ¡la misma existencia será perfecta, y no sólo su teoría y su interpretación! (página 99).

El razonamiento que realiza Stanislaw Lem con respecto a las restricciones que la cultura impone al uso y aplicación de los adelantos en biotecnología son aplicables en muchos sentidos a la situación que se vive en nuestra época de transición respecto a los organismos tecnológicamente modificados, ya que en ocasiones se restringe su desarrollo y uso en razón de situaciones en las que claramente se aprecia la supervivencia de meros prejuicios, expresados en normas coactivas, que representan una ideología y una forma particular de ver la vida más que razonamientos de peso que impidan su utilización. A este respecto no se debe de perder de vista que el derecho no es un producto de naturaleza puramente objetiva en cuya operación intervengan únicamente aspectos racionales, sino que, por el contrario, en su configuración intervienen muchos factores, emocionales e ideológicos. Desde luego, esta situación es más perceptible aún en temas a los que se suele clasificar como sensibles. Y es que no se puede minimizar el hecho de que algunas de las principales preocupaciones y objeciones que se relacionan con la manipulación genética tienen un sentido moral y ético.


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