La democracia como construcción ideológica

Publicado el 23 de noviembre de 2018

Félix David García Carrasco
Abogado postulante, maestro en Derecho, estudiante de Filosofía y colaborador
externo del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email felix.garcia.abogado@gmail.com

Sin duda, uno de los asertos más notables y de mayor influencia de la teoría crítica de Karl Marx, lo constituye el concepto de ideología. Gracias a este brillante concepto se abandonó la postura panegírica respecto a la cultura y sociedad, para dar paso a la idea de que, posiblemente, detrás de toda construcción o institución humana existe una intención, objetivo o función oculta, que no necesariamente coincide con la que abiertamente se declara. Esta actitud de crítica ha sido fundamental —y sumamente fructífera— en nuestro tiempo, en la medida en que nos ha permitido desenmascarar una cantidad ingente de prácticas socialmente aceptadas que realmente constituyen actividades de dominio y explotación, si bien veladas, por la idea de una pretendida legitimidad derivada de la supuesta integración democrática del gobierno.

Esta actitud crítica y de desconfianza aplicada a las instituciones sociales ha sido llamada por el eminente filósofo francés Paul Ricoeur, escuela de la sospecha, y de la cual, según sus propias palabras, participan los pensadores más influyentes durante el siglo pasado: Marx, Nietzsche y Freud, y la cual se explica como un proceso de interpretación que divide a su objeto de estudio en dos mitades, una consiente o manifiesta, que encubre a otra de carácter inconsciente o latente. En este sentido, la actividad investigadora debe de ser, en primer lugar, de desciframiento, pues el aspecto latente no es sino un símbolo que enmascara un sentido profundo.

Ideología, en un sentido marxista, se entiende como la falsa conciencia que legítima instituciones sociales, atribuyéndoles funciones ideales diversas de las que realmente ejercen. Es decir, una ideología es el proceso mediante el cual un grupo, o clase, enmascara, dentro de una sociedad, la función real de una institución concreta —como puede ser la democracia— a través de un discurso que hace suponer, a aquellos a los que va dirigido, que la institución en cuestión cumple con un propósito de utilidad social. El objetivo de la ideología es legitimar un statu quo determinado, controlando a un sector de la población e impidiendo y frenando su empoderamiento. El alcance de una ideología se hace sentir en todos los niveles de la sociedad, al grado de generar una falsa percepción de la realidad en sus integrantes.

Concebir a la democracia como un aparato ideológico del que se sirve el Estado para realizar un control social, implica ir más allá de la concepción oficial, que hace de ésta una herramienta para lograr la participación de sus integrantes en el gobierno. Por el contrario, es posible aventurar la hipótesis de que la democracia no es sino un mecanismo que da legitimidad al gobierno de unos pocos, sobre una inmensa mayoría de personas que no tienen más participación real en la vida pública que la de pasar una papeleta por una urna. Entre ciudadanos y gobernados se da una relación de sometimiento y obediencia justificada en la idea de que ha habido una elección libre de los representantes y que éstos, en consecuencia, le dan voz a la masa. Así se acalla toda inconformidad e inquietud social, y se niega la posibilidad de emprender una acción en contra de los integrantes de un gobierno —sin importar lo ineficaz e incompetente que éste se presente— en la medida en que quienes lo integran han pasado por un proceso de legitimación que los hace intocables.

Abundando en la idea de la democracia como mecanismo legitimador del gobierno de una minoría, podemos recordar los trascendentales estudios de Max Weber respecto a las sociedades modernas y antiguas, en los que nos dice que el fenómeno de obediencia a la autoridad o control imperativo, como él lo designa, tiene una naturaleza compleja consistente en que una orden o acto de autoridad —como puede ser una disposición obligatoria contenida en un precepto jurídico— que, para ser efectivo, requiere de su cumplimiento y verificación real por parte de sus destinatarios. No obstante, esta mecánica de poder no está, ni puede estar, enteramente fundada en la violencia; pues para asegurar y mantener un control efectivo y continuado sobre una masa humana, se requiere cierto grado de asentimiento y participación de los propios sometidos, la cual sólo se logra mediante la legitimidad.

Podemos afirmar, sin temor a exagerar, que el problema de la legitimidad es la piedra angular y eje rector de la “democracia” moderna en tanto mecanismo de control social y forma de gobierno. Y es que, acorde con la línea de pensamiento que hasta aquí se ha venido desarrollando —la cual es de naturaleza eminentemente realista y material—, los sistemas republicanos, en principio, no son distintos de otras formas de gobierno que someten a una mayoría al control de unos pocos. Empero, la clase dirigente, para afirmar y mantener su estatus privilegiado, requiere, además de la posibilidad de imponer sus designios por la fuerza, de la participación voluntaria de los llamados “ciudadanos”, para asegurar estabilidad y continuidad en sus decisiones. Pues quienes sólo aseguran su poder por la fuerza se enfrentan a la posibilidad de una resistencia a obedecer sus órdenes y a que se produzcan violentas reacciones para desplazarlo, a menos que puedan afianzar su posición de otra manera. Así, más que la fuerza y el poder desnudos, todo gobierno se fundamenta en la legitimidad.

Como bien había observado Weber, es posible fundamentar la legitimidad de un gobierno en diversos mecanismos y encontrarla a distintos niveles, como son la tradición y el uso convencional, a través del carisma de los dirigentes, o bien, mediante la ficción de una participación conjunta de los sometidos en las cuestiones de gobierno, como en el caso de la democracia. En este sentido, el problema de la legitimidad se puede plantear, en términos más jurídicos, como el de la distinción de un acto arbitrario de dominio, como puede ser el que ejerce un grupo de narcotraficantes armados que se hacen con el control de un municipio, de un acto positivo o legítimo de dominio, como lo es, supuestamente, el de un gobierno democráticamente elegido. El jurista italiano Norberto Bobbio recuerda, a este respecto, el argumento de San Agustín, según el cual “Sin la justicia, ¿qué serían en realidad los reinos sino bandas de ladrones? ¿Y qué son las bandas de ladrones sino pequeños reinos?”

La idea de legitimidad, como se ha expuesto hasta aquí, no solamente tiene un valor doctrinario, ya que está directamente relacionado con el de la obligación política, ello en razón de que la obediencia se debe sólo al mandato del poder legítimo. Dónde termina la obligación de obedecer a un gobierno y las leyes que éste dicta, comienza el derecho de resistencia. Así, la postura que se adopte respecto a un gobierno depende del criterio de legitimidad que se asuma.

Llegados a este punto, hay que precisar por qué razón nos sentimos tentados de considerar a la democracia como una ideología y pasar por alto las convicciones e ideas comunes que la inmensa mayoría de personas sostienen al respecto. En primer lugar, hay que tener en consideración que, contrario a lo que afirma el discurso oficial, existe una distancia abismal entre ciudadanos y gobernantes, en la medida en que no existen mecanismos que realmente se encuentren al alcance de los primeros para limitar la actividad de los segundos. En un país como México los gobernantes y representantes democráticamente elegidos constituyen una casta intocable; un grupo cerrado que administra y dirige al Estado en función de sus intereses particulares, sin tener en consideración la opinión y necesidades reales de la ciudadanía. Por tanto, resultaría más acertado definir a la nación mexicana como una monarquía absoluta en vez de darle la denominación de República democrática. Empero, a pesar de la innegable y evidente corrupción que impera en este país —misma que se manifiesta en los actos arbitrarios de los gobernantes—, no existe un levantamiento popular ni un desconocimiento generalizado del gobierno. Pero ¿por qué es esto así? La razón ya se ha venido adelantando: por virtud de la ideología de la democracia y de la legalidad, miles de mexicanos imaginan que el gobierno es legítimo, es decir, que se debe a su libre elección y, por lo mismo, debe de resultar inatacable y permanente.

Recapitulando, podemos afirmar que una ideología es un mecanismo social y psicológico mediante el cual se encubre una situación o dato relacionado con un hecho concreto, para mantener al destinatario desinformado e ignorante de la naturaleza real de las acciones de quien crea —y mantiene— la ideología, y así preservar sus intereses. Tales deformaciones abarcan todo el camino que media entre las mentiras conscientes, las semiconscientes y las involuntarias disimulaciones; entre los intentos deliberados para engañar al prójimo y el engaño de uno mismo. Entonces, el ejemplo perfecto de ideología lo constituye la democracia en cuanto a que opera como una pantalla de humo que, a través de la idea de participación ciudadana en el gobierno, permite y legítima el dominio de una minoría respecto a la generalidad de la población de un país.

No es ocioso recordar que, en México, según una investigación del diario El Universal, durante los últimos 81 años, 88 familias han tenido el control de 455 posiciones legislativas federales, 53 de ellas han tenido presencia en el Congreso entre 9 y 18 años, mientras que 35 de ellas han ostentado una legislatura entre 21 y 57 años (http://www.sdpnoticias.com/nacional/2015/05/05/mantiene-mexico-sistema-de-castas-88-familias-dominan-el-congreso-desde-1934) A estos datos, francamente desalentadores, se suman los escándalos continuos que protagonizan los miembros de la elite política mexicana de manera continua.

Resulta evidente que existe un consenso mayoritario entre la población de este país en considerar que los integrantes del gobierno no representan sus intereses; llegando su descrédito al nivel de ser considerados como el punto culminante y de mayor concentración de corrupción en toda la nación. En consecuencia, preguntas obligatorias son: ¿por qué se mantiene un gobierno así? ¿Por qué no hay un desconocimiento generalizado por parte de la ciudadanía respecto a las instituciones que ellos mismos crearon y que podrían modificar en cualquier momento? La respuesta, como ya hemos venido adelantando, es por el peso tan tremendo que tiene en la psique colectiva la supuesta legitimidad y autenticidad de las instituciones políticas. Se trata de una enajenación profundamente arraigada. Así, no resulta exagerado afirmar, en los términos que hemos venido precisando, que la democracia no es sino una ideología.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez