La democracia: el nacimiento de una ideología

Publicado el 23 de noviembre de 2018

Félix David García Carrasco
Abogado postulante, maestro en Derecho, estudiante de Filosofía y colaborador
externo del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email felix.garcia.abogado@gmail.com

Toda ideología se funda, en mayor o menor medida, en alguna etiqueta prestigiosa que le de credibilidad y la haga respetable a los ojos de sus destinatarios. La democracia se jacta de provenir de un ilustre linaje que se remonta a los origines de la civilización occidental; desde luego, los paladines de la democracia se consideran herederos y sucesores de la polis ateniense y de la República romana, aunque 2,500 años nos separan de la Atenas de Pericles y de la Roma de Escipión. El mundo ha girado mucho desde entonces, la explosión demográfica, el desarrollo científico, los Estados-nación, hacen que el mundo actual diste mucho en parecerse al de la antigüedad clásica. Así que conviene efectuar una comparación entre las democracias de los antiguos y la de los modernos.

Con las siguientes palabras Pericles se presentó ante 45 mil hombres libres, el total de ciudadanos atenienses, y realizó el panegírico de la democracia, discurso tan notable y excelente que ha sobrevivido a la posteridad. Lo que dijo en aquel entonces es como sigue:

Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más bien somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender el gobierno de pocos, sino de un número mayor. De acuerdo con nuestras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las disensiones privadas, mientras que según el renombre que cada uno, a juicio de la estimación pública, tiene en algún respecto, es honrado en la cosa pública; y no tanto por la clase social a que pertenece como por su mérito, ni tampoco, en caso de pobreza, si uno puede hacer cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su fama.

Del texto transcrito podemos colegir que, para los griegos, el término democracia se refería a la forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por muchos, por la mayoría, o bien, por los pobres, en contraposición con el gobierno de pocos o de uno. El sentido de la palabra se ha mantenido hasta nuestros días, variando únicamente su valoración y mecanismos. La democracia siempre comprenderá la idea de que es el pueblo —entendido como el conjunto de ciudadanos— el titular del poder político y que a él se refiere la facultad de dirigir el gobierno, la creación de las leyes y la observación de su cumplimiento cabal.

Respecto a la democracia de los antiguos, hay que decir que partía de la idea de una base ciudadana “fuerte”, es decir, que la participación efectiva en el gobierno estaba restringida a los hombres libres, que eran quienes tenían un interés real en la prosperidad de la polis —puesto que, a final de cuentas, eran los únicos ciudadanos de pleno derecho—. Es por ello que durante toda la antigüedad existió una preocupación continúa por la generación de ciudadanos comprometidos y capaces, que pudieran tomar parte en el gobierno de manera competente. Así, el sentido y orientación que le daban a la educación era el de una formación ciudadana, puesto que en un gobierno distribuido entre varios era indispensable que cada cual estuviera en condiciones de aportar lo mejor de sí a la sociedad. En este sentido, si tuviera que rescatar algún aspecto olvidado de la democracia griega, ese sería, sin duda, el de la formación de ciudadanos, para que el Estado no tuviera necesidad de profesionales que usurparan y monopolizaran la función gubernativa.

Asimismo, hay que destacar que, a diferencia de lo que ocurre hoy en día, la democracia antigua se ejercía directamente por la ciudadanía, y se aplicaba a territorios pequeños; su ejercicio se restringía, como señalamos en líneas superiores, a los titulares de derechos, o sea, exclusivamente a los hombres libres. Asimismo, no tenía como uno de sus objetivos la defensa de las libertades que actualmente consideramos propias de esta forma de gobierno. Al tratarse de una democracia directa, no había necesidad de intermediarios, por lo tanto, los atenienses carecían de un parlamento conformado por representantes electos.

En su sentido original, la democracia, como forma de gobierno, operaba mediante la deliberación directa de los integrantes libres de una ciudad-Estado —organizados en tribus y reunidos en una asamblea— respecto a las cuestiones que los comprometían a todos, como es la declaración de guerra a una ciudad vecina, la promulgación o modificación de alguna ley, o bien, la realización de juicios públicos y privados. En la democracia clásica, nuevamente en diametral oposición a nuestros sistemas de gobierno actuales, se ponía en duda la omnisciencia de una elite que pudiera juzgar de mejor manera que el propio pueblo las cuestiones que a éste atañen. De este modo, la idea de una tecnocracia en la que un grupo de especialistas en cuestiones de gobierno representaban a un pueblo incapaz de autogobernarse jamás les habría parecido ser una verdadera democracia: la esencia misma de esta forma de gobierno radicaba, justamente, en la deliberación total de los interesados, para dar voz a la diversidad de opiniones y puntos de vista con los que pudiera resolverse efectivamente una problemática determinada.

Los antiguos consideraban que la sociedad política es la forma suprema de organización social, pues ésta no se orienta a una utilidad particular o momentánea, sino a la utilidad general y durable que involucra a toda la vida del hombre. En este contexto, toda reflexión sobre las cuestiones políticas y sociales se centró en la comunidad a la que se le subordinó el resto de asociaciones humanas.

De manera general, los griegos consideran que la relación entre la sociedad política y las sociedades particulares es una relación entre el todo y sus partes.

Por ende —desde la perspectiva de los antiguos—, se consideró que la finalidad esencial de toda educación era la formación ciudadana, puesto que, justamente, son los ciudadanos quienes, en un sistema democrático, ejercen el gobierno, por lo que deben de estar capacitados para ejercer el gobierno. Así, podemos citar al connotado filosofo Aristóteles, para quién la educación tiene como objetivo primordial la formación de ciudadanos acorde con la naturaleza del régimen político en el que éstos han de desarrollarse. Para este pensador la participación eficiente en la vida pública es un arte, semejante a la construcción de naves o la escultura, por ello requiere de una formación especial que permita resultados favorables. El estagirita recuerda que el gobierno participativo, al depender de todos los integrantes de la polis, necesita que la educación sea generalizada, ya que “no es el azar el que asegura la virtud del Estado, sino la voluntad inteligente del hombre”.

Una de las principales consecuencias de esta forma de entender el gobierno participativo consiste, curiosamente, en la ausencia de Estado, según la ingeniosa expresión de Giovanni Sartori, la democracia griega realmente no era una ciudad-Estado, sino una ciudad sin Estado; es decir, una ciudad-comunidad. Y es que, en la medida en que la participación de los ciudadanos en el gobierno excluía de manera directa la existencia de un órgano inalterable, que no fuera la propia asamblea o ecclessía, hace imposible el considerar que realmente hubieran tenido un Estado en la forma en que nosotros lo entendemos, como estructura de gobierno permanente. Asimismo, el autor aludido nos refiere que esta forma de gobierno participativo era un sistema político sin políticos, en la medida en que existía una distribución horizontal y no vertical de los cargos públicos, de tal suerte que gobernantes y gobernados intercambiaban lugares cada cierto tiempo, pues la forma en que se distribuían las magistraturas era por sorteo y ratificación popular, siempre con una duración breve y determinada.

Haciendo un balance respecto a la manera en que los antiguos entendieron la democracia y la forma en que la practicamos nosotros —de manera representativa— no podríamos, en primer lugar, sino considerar que la nuestra es más artificial y muy alejada de su sentido original, al grado que resulta muy difícil emparentarla con el modelo antiguo del que se dice heredera y descendiente directa. Empero, no conviene precipitarse, más bien, recordar que la realidad histórica de dicha forma de gobierno, la democracia antigua, para desarrollarse tuvo necesidad de unas condiciones materiales y físicas muy especiales que actualmente resultan imposibles. Así, tenemos que la Atenas de Pericles era una ciudad de 30,000 ciudadanos; en contraposición, Estados Unidos cuenta con una población de 318,582,000 habitantes y una extensión de 9,857 Km2.

Además, la realidad histórica de la democracia directa nos la presenta como un sistema turbulento e inestable que a menudo desembocó en la tiranía. Otra de las desventajas históricamente probadas de la democracia antigua es la limitación territorial y social que impedía su desarrollo y crecimiento, pues al estar concentrado el poder político en manos exclusivas de los ciudadanos y, en consecuencia, tener éstos que ejercer los cargos públicos de manera directa, necesariamente se requería de la confinación de los ciudadanos a un espacio determinado.

No hay que olvidar que la gobernabilidad real, entendida ésta como la capacidad de las instituciones y movimientos de avanzar hacia objetivos definidos de acuerdo con su propia actividad y de movilizar con coherencia las energías de sus integrantes para proseguir esas metas previamente definidas, es el indicador insoslayable de la utilidad y viabilidad de un sistema de gobierno. Por consiguiente, un sistema que no proporciona estabilidad y garantiza la consecución de los fines socialmente establecidos en razón de su debilidad —como en el caso de la democracia antigua— resulta inservible. Por ello la democracia desapareció desde entonces del panorama político, para resurgir en la edad moderna como etiqueta prestigiosa que legitima un sistema de gobierno que realmente no puede ser calificado como democracia; el de la democracia representativa o republicana, como lo designan algunos autores clásicos.

Damos por sentado que el mundo en el que vivimos pertenece a la llamada modernidad, y que el comienzo de ésta coincide, aproximadamente, con el de la Revolución Industrial y el Siglo de las Luces; podemos situar el nacimiento de la “democracia” moderna en esta época, en la que existió una preocupación por sentar las bases de un gobierno más efectivo que fuera aceptado por sus destinatarios, de ahí que en tiempos modernos se haya reciclado el término democracia para definir, curiosamente, una forma de gobierno en el que la participación real de los ciudadanos se reduce, única y exclusivamente, a darle legitimidad a los gobernantes a través del sufragio popular. Con relación a lo anterior, el propio Rousseau, refiriéndose al parlamentarismo inglés, nos dice lo siguiente: “se engañan y solamente salen de la esclavitud para ir a las urnas, a la que regresan de manera inmediata tras haber elegido a sus nuevos amos”. Si bien el propio Rousseau consideró que la verdadera democracia es directa —ya que la soberanía no puede ser representada—, ésta es imposible en la actualidad por las siguientes razones:

a) Se requiere un Estado muy pequeño dónde se pueda reunir fácilmente el pueblo.

b) Se requiere de mucha sencillez de costumbres.

c) Se requiere de mucha igualdad de fortunas y de condiciones.

d) Poco o ningún lujo.

Para resolver este problema es que, en la época moderna, se creó la democracia representativa, sin que sus creadores y apologistas consideraran que negaba el principio de soberanía popular. En la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia (1776) se lee: “Todo el poder reside en el pueblo y, en consecuencia, emana de él”. En la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano se deja en claro que: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación y nadie puede ejercer una autoridad que no emane de ella”.

La democracia representativa parte de la idea de que los representantes elegidos por los ciudadanos son capaces de juzgar cuáles son los intereses generales mejor que los ciudadanos, quienes se encuentran en la contemplación de su interés particular. Así, los constituyentes franceses y norteamericanos consideraron que la democracia representativa es superior a la directa en cuanto a que los representantes son imparciales y ven por el bien de la generalidad. En esto hubo una variación considerable respecto al sistema de representación tradicional ante el rey, que se venía dando de manera tradicional en las monarquías absolutas —durante el siglo XVIII—, donde se había acuñado la figura del “mandato obligatorio”, según la cual, los electores (representantes electos) eran considerados como hombres de confianza en el parlamento de quienes los elegían y, en consecuencia, se encontraban obligados a representar sus intereses en el parlamento o de transmitir sus exigencias particulares al soberano. El mandato imperativo constituía una manera en la que los intereses corporativos se ponían en discusión, mediante la designación y nombramiento de un representante que está obligado frente a sus electores, so riesgo de perder su derecho a la representación. De esta forma, en el ejercicio de sus funciones, el elector o representante únicamente fungía como representante de los intereses de un grupo particular.

Las obras clásicas de la filosofía política, como El Príncipe, de Maquiavelo, o el Leviatán, de Hobbes, habían centrado su análisis jurídico en las construcciones conceptuales que justifican el gobierno, como son las ideas de dominium, imperium, maiestas, auctoritas, potestas y summa potestas. La disolución del Estado estamental libera al individuo en su singularidad y autonomía; es el individuo en cuanto tal, no el miembro de la corporación, el que tiene el derecho de elegir a los representantes de la nación. Con la emancipación y empoderamiento de la clase burguesa, la relación Estado-sociedad se invierte y el Estado pasa a ser una parte de la vida social. En este sentido sufre una degradación y se le considera sólo como una instancia coactiva. De igual manera el análisis y justificación del derecho se invierte y los derechos de los gobernados tienen la primacía.

Así se construye la ideología de los derechos humanos y, en consecuencia, el mito de la democracia. La primera da por sentado que existen prerrogativas inherentes a todo hombre, cuya existencia es anterior a toda formación social y a las cuales se les debe dar prioridad aun por encima de las normas de un Estado concreto. Mientras que lo segundo crea la ilusión de que el gobierno se instituye por el pueblo y para el pueblo.


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