La refutación del fuego1

Publicado el 28 de enero de 2019


Luis de la Barreda Solórzano

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del Programa
Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

Prestigiados columnistas han expresado su pasmo y su indignación por la pasividad del grupo de soldados frente al cual ocurrió el estallido que privó de la vida o causó dolorosísimas y terribles lesiones a cientos de personas en Tlahuelilpan, Hidalgo.

No convence a nadie la extraña justificación según la cual los militares no intentaron dispersar a los saqueadores de combustible para no provocar una confrontación y porque eran muy pocos para contener a una multitud tan grande.

Durante varias horas previas a la explosión, los uniformados presenciaron, como convidados de piedra, el saqueo. Se dispuso de mucho tiempo para que llegaran los suficientes refuerzos al lugar de los hechos. ¿No podían arribar hasta allí en pocos minutos 200 o 300 soldados, habida cuenta de que cada tramo de todos los oleoductos del país están rigurosamente vigilados por personal castrense?

El presidente Andrés Manuel López Obrador dice que el Ejército cuenta con todo su apoyo porque hizo bien en no reprimir. Tampoco es convincente tal coartada. Por supuesto, no se trataba de masacrar al gentío. Una cantidad conveniente de soldados hubiera podido acordonar el área en la que se fugaba el combustible hasta en tanto se cerrara el ducto. Un tiro al aire hubiese bastado para que la muchedumbre se marchara apresuradamente.

Todo lo anterior ya ha sido señalado. Pero el espantoso suceso, además de dejar una estela de luto, aporta una enseñanza inesperada: es la refutación más contundente e incontestable a la postura del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) sobre el caso Ayotzinapa.

Tales expertos independientes han asegurado reiteradamente que no era posible que se calcinaran decenas de cadáveres de estudiantes normalistas en el basurero de Cocula, Guerrero, porque para eso “se hubieran requerido 13 toneladas de neumáticos y 30 toneladas de madera, y el fuego tendría que haber durado 60 horas”.

En Tlahuelilpan, en instantes, no en horas, sin la presencia de un solo neumático ni un solo leño, decenas de cuerpos quedaron consumidos por el fuego. Durante el fin de semana pasado se encontraron en el lugar de la explosión 62 restos de personas con quemaduras.

En 59 casos no se ha podido lograr la identificación. Los restos calcinados se enviarán a algún laboratorio especializado —quizá el de Innsbruck, Austria, al que se mandaron algunos de los restos de los normalistas— para que allí se intente identificarlos.

Numerosas personas de las que estaban en el lugar de los hechos se encuentran desaparecidas. A muchas las desaparecieron las llamas. El domingo, numerosos pobladores provistos de palas y picos removieron la tierra de la zanja que se formó a lo largo del ducto en busca de restos de sus familiares.

Buscaron afanosamente, sin desmayo. “No vamos a detenernos hasta dar con nuestros seres queridos, aunque ya sean sólo cenizas”, se escuchó decir a una mujer. Luego de más de cinco horas encontraron partes de huesos y otros restos corporales, además de zapatos, llaves, joyas y piezas de teléfonos móviles.

Todo el mundo sabe que en contacto con la gasolina el fuego tiene una voracidad devastadora. Es capaz, cómo no, de dejar en los huesos o convertir en cenizas los cuerpos bañados en combustible. Lo hizo en el basurero de Cocula y lo ha hecho también en Tlahuelilpan.

Posturas como las del GIEI —no olvidemos que se trata de un grupo avalado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos—, que no están comprometidas con la búsqueda de la verdad, sino que buscan defender “verdades estratégicas” de las que pueden obtener rédito político, desprestigian la causa de los derechos humanos, una de las más nobles de la historia de la humanidad.

El GIEI ha sido puesto en evidencia por auténticos expertos en incendios y hace poco por la minuciosa recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). No obstante, simplemente negaba los argumentos y las conclusiones de los especialistas. No sostenía una hipótesis contrastable y discutible, sino un dogma inalterable. Pero ahora, quién lo hubiera sospechado, el fuego, el insobornable fuego, lo ha descubierto totalmente desnudo como los niños al emperador del cuento de Hans Christian Andersen.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 24 de enero de 2019.

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