En defensa de la doctrina Estrada

Publicado el 18 de febrero de 2019


Daniel Márquez

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
emaildaniel6218@hotmail.com

Una de las consecuencias del debate reciente en torno a la situación política en Venezuela, con la existencia de dos presidentes y la amenaza de la intervención extranjera, es la descalificación de la “doctrina Estrada” por un sector de la “comentocracia”, argumentando su presunto desfase histórico y la defensa de los derechos humanos.

La doctrina Estrada, plasmada en el artículo 89, fracción X, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos no es una doctrina “castrada”, como la tildaba uno de sus detractores en su espacio periodístico. Es un fruto maduro (¿se vale la metáfora?) de la praxis histórica de tres siglos de relaciones exteriores mexicanas.

Como ayuda a la memoria, es importante destacar el contexto del nacimiento de la nación mexicana, entre las guerras impulsadas por Napoleón en Europa, las luchas de independencia en América, la política expansionista de Estados Unidos a partir del Tratado de Amistad Adams-Onís de 1819, el Memorándum Canning-Polignac de 1823 y la famosa doctrina Monroe contenida en el discurso del 2 de diciembre de 1823 con su énfasis en los “derechos e intereses de los Estados Unidos”; difícil momento para emerger como nación.

La intervención en los asuntos internos del país se marca con la presencia de Joel Robert Poinsett, quien según algunos de sus biógrafos: “sus instrucciones no escritas eran ensanchar por cualquier medio que encontrara el territorio norteamericano a costa del mexicano”. Cuando el 1º de junio de 1825 el presidente John Quincy Adams lo designa enviado plenipotenciario: “traía instrucciones de Martin Van Buren de comprar Texas por la cantidad de cuatro millones de dólares y si era necesario, de subir la oferta hasta cinco millones”; esta ambición temprana es el inicio de una serie de desencuentros entre los intereses extranjeros y los nacionales.

En ese sentido, el 1° de marzo de 1836 somos testigos de la secesión de Texas y su anexión a Estados Unidos en 1845. Otros hechos relevantes son la firma del tratado de Santa María-Calatrava de 1836, por el que España reconoce la Independencia de México y la declaración de guerra por Estados Unidos el 13 de mayo de 1846, como consecuencia de los “actos agresivos” de México, que culmina en febrero de 1848 con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo y la perdida de más de la mitad del territorio nacional.

Además, como respuesta a una decisión soberana de suspender los pagos de la deuda externa, el 8 de diciembre de 1861 sufrimos la segunda intervención francesa en el país, que concluye el 21 de junio de 1867, lo que consolida a la República Juarista y es punto de partida del principio de “igualdad soberana de las naciones”. Durante el gobierno de Porfirio Díaz, Estados Unidos le otorgó el reconocimiento hasta que se comprometió a pagar una deuda. Ya en el siglo XX, en 1913, el presidente Henry L. Wilson decide no reconocer al gobierno de Victoriano Huerta (medida adecuada) y retirar a su embajador para exigir elecciones en México.

El “principio de no intervención” no es una propuesta original de Genaro Estrada Félix; su origen se encuentra el discurso que Venustiano Carranza dirige al Congreso al abrir sus sesiones el 1° de septiembre de 1918, en donde anuncia los principios de la política exterior de México, destacando que se reducen a proclamar: “Que todos los países son iguales; deben respetar mutua y escrupulosamente sus instituciones, sus leyes y su soberanía; que ningún país debe intervenir en ninguna forma y por ningún motivo en los asuntos interiores de otro. Todos deben someterse estrictamente y sin excepciones, al principio universal de no intervención”.

De nueva cuenta la doctrina del reconocimiento es protagonista de la política exterior de México, cuando en 1920 los Estados Unidos se niegan a reconocer al gobierno de Álvaro Obregón; los norteamericanos pedían la derogación de algunos artículos de la Constitución de 1917, entre ellos el 27, por considerarlo contrario a los intereses económicos de sus ciudadanos. Así, el 15 de mayo de 1923, los delegados de México —Fernando González Roa y Ramón Ross— y de Estados Unidos —Charles Warren y John H. Payne— firmaron dos tratados y un pacto extraoficial, conocidos como los Tratados de Bucareli. El 31 de agosto el gobierno estadounidense reconoce oficialmente al gobierno de Obregón; como colofón, el 27 de noviembre de 1923 el Senado aprueba la Convención Especial de Reclamaciones, y a principios de febrero de 1924 la Convención General de Reclamaciones.

Como se advierte, los escenarios internos y externos del país en esos años están marcados por la guerra e incertidumbre, así, nuestra política exterior se orienta a la búsqueda del reconocimiento como nación independiente y por los costos que pagamos al obtenerlo; el principal es aceptar la intervención de intereses extranjeros en nuestros asuntos internos.

¿Por qué la doctrina Estrada hoy es objeto de debate? Pienso que lo es por dos factores: 1) por su nexo con el “realismo” diplomático donde los únicos actores relevantes en las relaciones internacionales son los Estados, y 2) el énfasis en una política exterior sustentada en el “interés nacional”.

También, porque incide en el problema del “reconocimiento” de las naciones, en donde existen varias doctrinas en pugna: i) la clásica o “europea”, que extrema las exigencias para el reconocimiento de un gobierno, al grado de que se considera opuesta al reconocimiento; ii) la moderna o “americana”, que somete el reconocimiento a exigencias políticas y democráticas, y iii) la doctrina Tobar, que niega el reconocimiento a un gobierno de facto y permite la intervención mediata e indirecta en las decisiones internas de los países, validada en la Primera Conferencia de Washington sobre Asuntos Centroamericanos del 20 de diciembre de 1907, que estableció el no reconocer a un gobierno de facto “hasta que la representación del pueblo, libremente elegida, haya reorganizado el país en forma constitucional”.

En un documento del 24 de octubre de 1930, el entonces ministro de Paraguay, Juan José Soler, destaca que el 23 de octubre de ese año, el secretario de Estado y Relaciones Exteriores, Genaro Estrada, celebró acuerdo ordinario con el presidente de la República, Pascual Ortiz Rubio, entre los asuntos se sometió a consideración un documento: “destinado a delinear la actitud que la Cancillería Mexicana asumirá en materia de ‘reconocimientos’, tratándose de gobiernos llamados de facto en derecho internacional”.1

Así, el documento de Genaro Estrada Félix, del 27 de septiembre de 1930, contiene la posición de México en torno a la “teoría llamada de reconocimiento de gobiernos” y se resume en tres puntos:

1. Es un hecho muy conocido el de que México ha sufrido, como pocos países, hace algunos años, las consecuencias de esa doctrina, que deja al arbitrio de gobiernos extranjeros el pronunciarse sobre la legitimidad o ilegitimidad de otro régimen, produciéndose con este motivo situaciones en que la capacidad legal o el ascenso nacional de gobiernos o autoridades, parece supeditarse a la opinión de los extraños
2. Después de un estudio muy atento sobre la materia, el gobierno de México ha transmitido instrucciones a sus ministros o encargados de Negocios en los países afectados por las recientes crisis políticas, haciéndoles conocer que México no se pronuncia en el sentido de otorgar reconocimientos, porque considera que ésta es una práctica denigrante que, sobre herir la soberanía de otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores puedan ser calificados en cualquier sentido, por otros gobiernos, quienes de hecho asumen una actitud de crítica al decidir, favorable o desfavorablemente, sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros.
3. En consecuencia el gobierno de México se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, y a continuar aceptando, cuando también lo considere procedente, a los similares agentes diplomáticos que las naciones respectivas tengan acreditados en México, sin calificar, ni precipitadamente, ni a posterior, el derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades…

Como se advierte, lo trascendente de esta doctrina es que impide que las opiniones de extranjeros sean determinantes en torno a la legitimidad de los gobiernos y que México mantiene las relaciones diplomáticas con Estados extranjeros cuando lo “considere procedente”, lo que implica que nuestro país no se asume como el “gran inquisidor” de las relaciones internacionales.

Aquí es importante destacar que, en nuestro país, le corresponde al presidente de la República, como jefe de Estado, la facultad exclusiva para dirigir “la política exterior” mexicana; en este sentido, los principios normativos que contiene el artículo 89 deben ponderarse considerando el interés de la nación, ninguno de estos principios tiene más peso que el otro. Lo que muestra lo estéril del debate nacional en torno a la aplicación de la doctrina Estrada al caso venezolano.

Autores como Pablo Brum y Mariana Dambolena han destacado lo que en su opinión son los errores de la doctrina Estrada: i) al sostener que otros sistemas de gobierno tienen el mismo valor y legitimidad diplomáticos que el del país originador de la política, lo que se sugiere es que la democracia no sea el único sistema legítimo de gobierno. En otras palabras, tiene tanto mérito un presidente electo libremente como uno resultante de un golpe de Estado o elecciones fraudulentas. Esto constituye un sabotaje directo a la legitimidad de la democracia en el propio país que la propone, y ii) eliminar de la ecuación a los ciudadanos del otro país. Según la doctrina Estrada, las relaciones deben enfocarse estrictamente entre los agentes de los gobiernos, independientemente de cómo hayan accedido éstos al poder.2

Sin embargo, las falacias en las que sustentan la crítica y su visión sesgada son evidentes, porque parte de varios imponderables: ¿dónde está la medida de lo democrático?, ¿quién determina cuándo estamos en presencia de una democracia? ¿Además de las elecciones, cuál es el mecanismo para medir la voluntad ciudadana? ¿Tiene legitimidad democrática un país con sospechas de apoyo extranjero en sus elecciones y trato inhumano a migrantes? ¿Son democráticos los Estados con trazas de fuerte represión a sus minorías políticas o raciales o a expresiones nacionales? ¿Se puede hacer una valoración de la situación interna de un país sin que se invite a evaluar nuestra propia situación interna? La frase Juvenal queda como apotegma del sesgo: “Quis custodiet ipsos custodes” (“quién vigila a los que vigilan”); parafraseando, quién muestra lo que es la democracia a los “democratizadores”.

El filósofo Ernst Cassirer destaca la llamada “falacia del historiador”, que consiste en atribuir nuestras propias concepciones de la historia y nuestro método histórico a un autor para quien estas concepciones eran cosa enteramente desconocida, y para quien hubieran sido escasamente comprensibles.3

Hay demasiadas mentiras en el debate relacionado con el caso venezolano. Sin embargo, los méritos de la doctrina Estrada no pueden medirse desde la “falacia del historiador”, porque esa doctrina está anclada en su propio momento histórico. Su peso, su utilidad y sobre todo su valor en la defensa de los intereses nacionales ya está sancionada por la historia.

Lamentamos que las descalificaciones al contenido de la doctrina Estrada partan del olvido de nuestra historia diplomática. Como lo destaca el crítico francés Jules d’Aurevilly: “Siempre habrá soledad para aquellos que son dignos”. Hoy el gobierno mexicano sufre la soledad asociada a la dignidad de la defensa de los intereses del país plasmados en nuestra Constitución.


NOTAS:
1 Soler, Juan José, La doctrina Estrada, en: http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/ojs_rum/files/journals/1/articles/15389/public/15389-20787-1-PB.pdf.
2 Brum, Pablo y Dambolena, Mariana, “Los antecedentes de la diplomacia comprometida”, en Salvia, Gabriel C. (comp.), Diplomacia y derechos humanos en Cuba. De la primavera negra a la liberación de los presos políticos, México, Fundación Konrad Adenauer y Cadal, 2011, pp. 93 y 94.
3 Cassirer, Ernst, El mito del Estado, trad. de Eduardo Nicol, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 149.

Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez