El mito de la autonomía institucional1

Publicado el 11 de marzo de 2019

Javier Quetzalcóatl Tapia Urbina
Profesor de la Facultad de Derecho, UNAM, y del Posgrado de Derecho en el
Centro de Investigaciones Jurídico Políticas, de la Universidad Autónoma de Tlaxcala
email tapiaurbina@yahoo.com.mx
twitter@JavierQ_Tapia

Hace unos días, la embestida presidencial en contra de los órganos constitucionales autónomos, puso en el filo de la navaja su existencia, atendiendo a que el presidente López Obrador consideró: se encuentran tomados por imposiciones producto del neoliberalismo.

Al margen de los aspectos ideológicos contra el llamado neoliberalismo, parece necesario hacer un alto en el camino y retomar algunas ideas en torno a este otro instrumento del Estado denominado órgano constitucional autónomo (OCA).

Sobre estos órganos, la doctrina jurídica ha sido constante en el establecimiento de sus características como instrumentos del Estado, investidos de autonomía a través del texto constitucional. Entendida ésta como una cualidad institucional que la hace regir su labor, operación y funcionamiento, mediante normas que el mismo órgano se da para sí y cuya labor realiza con independencia de los tres poderes tradicionales: Ejecutivo, Legislativo y Judicial; aunado a que estos órganos poseen la llamada autonomía de gestión, que significa libertad para formular su presupuesto y ejercerlo.

La existencia de estos órganos constitucionales, ha sido también definida en términos de su finalidad. En este sentido, se les ha considerado como órganos auxiliares de la administración pública, en tanto cubren temas específicos o técnicamente especializados como precisamente el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), la Comisión Reguladora de Energía, entre otros.

También son considerados como contrapesos institucionales, en la medida que no dependen, ni orgánica ni funcionalmente de los poderes tradicionales: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. De tal suerte que poseen absoluta libertad para actuar en términos de la normatividad que les rige. Sin embargo, esta autonomía, es importante precisar que, como órganos de Estado, mantienen relaciones de coordinación funcional con los referidos poderes, única y exclusivamente con el objeto de hacer eficiente y eficaz su labor en beneficio de la sociedad.

Hasta aquí todo parece tener sentido, orden y coherencia en la justificación de la existencia de estos órganos constitucionales autónomos. No obstante, un factor fundamental que -desde nuestra perspectiva- limita o inhibe sustancialmente esa libertad derivada de la autonomía de estas instituciones, es el mecanismo a través del cual se realizan los nombramientos de los titulares de estos órganos, y donde no es posible hablar de independencia y menos aún de autonomía, puesto que en dichos procedimientos intervienen el titular del Poder Ejecutivo y alguna de las cámaras del Congreso de la Unión, en la mayoría de las veces la Cámara de Senadores, quien aprueba, designa o ratifica a los titulares, en términos de la propuestas que le envía el presidente de la República.

Tenemos entonces titulares de órganos constitucionales autónomos nombrados o designados, a través de un mecanismo cien por ciento de carácter político, del cual tradicionalmente devienen los “acuerdos políticos” entre las distintas bancadas partidistas o fuerzas políticas. De manera tal, que difícilmente puede hablarse de la independencia de las personas que asumen esos cargos. De ahí el manejo indebido de estas instituciones para favorecer -por acción u omisión-, la política de ciertos regímenes políticos.

Denostar la actividad de una institución constitucional autónoma, sin embargo, es restarle -sin razón- valor a su objeto central o medular de servir como una instancia del Estado que posee un rol de contrapeso en relación con los otros tres poderes tradicionales, pero más aún, carga con una enorme responsabilidad social para con las personas, puesto que atiende a la idea de control del poder, a través de mecanismos jurídicos establecidos para verificar y hacer exigibles y efectivos los derechos humanos y con ello, el cuidado de orden jurídico.

La verdadera autonomía institucional, descansa quizá en la estatura moral de la persona que asume las riendas de estos órganos constitucionales del Estado, algo que se convierte en un mito, si son producto de acuerdos políticos o cupulares y no necesariamente del reconocimiento a sus méritos académicos o profesionales, puesto que -a la postre-, estos titulares tendrán que arrogarse compromisos -por supuesto no escritos- de hacer o no hacer, durante el ejercicio de su encargo público, cosa grave si se piensa, por ejemplo, en la institución defensora de los Derechos Humanos que, ante hechos trágicos o violatorios de estos derechos, indebidamente se mantiene al margen o evita el señalamiento correspondiente a los responsables.

Sería interesante entrar al estudio riguroso y actualización de los mecanismos para el nombramiento de titulares de órganos constitucionales autónomos, que guíen de manera transparente, pero sobre todo objetiva e imparcial, sin injerencias partidistas o políticas, la designación de estos altos cargos burocráticos. Nombrar a través de los métodos políticos “tradicionales” o del llamado viejo régimen, es caer precisamente en los procesos de simulación señalados por el Presidente.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Primera Voz, el 26 de febrero de 2019.

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