Paideía (παιδεία): la educación como el arte de formar ciudadanos

Publicado el 3 de junio de 2019

Félix David García Carrasco
Maestro en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México; abogado postulante
emailfelix.garcia.abogado@gmail.com

grecia

La herencia de Grecia y Roma se hace sentir aún entre nosotros; en un orbe globalizado donde la tecnología ha permitido al hombre llegar a la cúspide de su prosperidad y desarrollo, el ideal humano del mundo clásico sigue siendo un hito señero de gran prestigio al que, dentro de nuestras posibilidades, seguimos intentado parecernos. En la medida en que hacemos de nosotros mismos el centro de nuestras reflexiones y la fuente y valoración de todas las cosas, nos ajustamos a un ideal trazado hace más de dos mil años. Herederos de Platón y Aristóteles, construimos nuestro mundo conforme a principios de raciocinio y metodología, desterramos la superstición, y las ideas míticas y fabulosas de principios creadores sobrenaturales no son para nosotros sino alegorías ingenuas a las que no podríamos darles verdadero crédito. De igual forma, organizamos nuestras sociedades conforme a valores y principios que tuvieron su origen en las polis griegas y la república romana; así, palabras como democracia, libertad y senado tienen un peso innegable en nuestra cultura. Entonces, para entendernos a nosotros mismos convendría indagar conforme a qué principios y de qué manera se educaban los hombres de la Antigüedad, pues, al final de cuentas, fue la educación lo que permitió que quienes integraban estas venerables culturas alcanzaran los logros que tanta admiración nos producen.

Desde el momento en que Grecia se vio sumergida en una vida cultural compleja, producto del desarrollo de la polis, donde se hacía necesaria la participación activa de todos los hombres libres en las cosas concernientes al Estado, la reflexión filosófica se tornó antropológica y pragmática, ya no bastaba con preguntarse por el movimiento de los astros y las causas de los fenómenos naturales; la cuestión era ahora entender al hombre en cuanto ser político. Es desde esa época cuando hay que datar el humanismo helénico, del que seguimos siendo seguidores en la actualidad. Esta autorreflexión tuvo su desarrollo en dos ámbitos bien definidos: uno social y otro individual. El hombre es un animal sociable por naturaleza que requiere de los demás para alcanzar su desarrollo completo, ya lo decía Aristóteles: para vivir en soledad hay que ser o un Dios o un animal, no obstante, esta convivencia humana no se consigue de manera espontánea; requiere que los individuos que participan de ella hayan pasado por un proceso de perfeccionamiento mediante la educación que permita su asimilación optima al cuerpo social.

En este contexto podemos considerar que la educación en Grecia era el fenómeno social por excelencia que tenía como fin último la creación de ciudadanos que pudieran tomar parte activa en las cosas del Estado, para lo cual requerían de una formación integral que les diera las habilidades propias de un hombre libre. En esta idea concordaron tanto espartanos como atenienses quienes, aun cuando ensayaron diferentes tipos de gobierno, siempre hicieron especial hincapié en que su éxito y desarrollo dependían de la participación activa de los ciudadanos en las cosas públicas. Para hacernos una idea de la importancia que la construcción de ciudadanos revestía para Grecia, cabe recordar el ejemplo de Tucídides, quién al hacer el recuento de las glorias alcanzadas por Atenas, no omite recordar que la base de todo logro la constituyó su particular sistema de gobierno, dónde no se excluye ningún hombre del gobierno, siempre que éste sea capaz de aportar algo al bien de la ciudad.

En ninguna otra parte como en este discurso se pone de manifiesto la importancia que para la mentalidad griega tuvo la idea de ciudadanía, tan grande era el valor que se le dio al bien de la colectividad, que la ciudad de Atenas, rompiendo con cualquier otro esquema visto hasta ese momento, hizo el ensayo del primer gobierno democrático, en el que todo aquel que tuviera algo valioso que aportar lo hiciera. Es evidente que al hacer de los ciudadanos la base y principio de toda acción política requería de una asimilación adecuada de aquellos que, justamente, constituirían su base; entonces cabe plantear la siguiente pregunta: ¿cómo se conseguía hacer de los hombres ciudadanos en el sentido cabal de la palabra? No se puede esperar encontrar una literatura exclusivamente pedagógica en el mundo griego, pues al final de cuenta para ellos la educación no era sólo una cuestión aislada, sino que, por el contrario, se trataba de la finalidad última de sus reflexiones filosóficas, que perseguían un objetivo pragmático muy definido: la realización del ciudadano perfecto. El ideal por excelencia sobre el que se debía orientar la educación de los niños en la Grecia antigua lo encarnó la idea de paideía.

La paideía era un proceso dinámico y social que perseguía, ante todo, la perfección y mejoramiento integral del hombre: en sus niveles físico, intelectual y moral; cualidades todas ellas que debían de encontrarse presentes en un ciudadano de pleno derecho; este proceso no se agotaba exclusivamente en la infancia, por el contrario, era un acto continúo de mejoramiento que sólo cesaba con la muerte. Esta búsqueda de la excelencia continúa se fundaba en el desarrollo armónico de las facultades innatas de cada individuo; pues, al final de cuentas, para un griego no era sino un arte similar al del escultor, que más que darle una forma caprichosa a un bloque de mármol, libera la imagen que vive en él —piénsese si no en Miguel Ángel—. La idea de perfeccionamiento del individuo, para hacerlo apto para la vida política gira, asimismo, en la idea de areté (ἀρετή), concepto que expresaba el ideal máximo de perfección, que, en la mentalidad griega, era el fin último del hombre. Tenemos pues que la paideía, se trata de una construcción social que de manera particular persigue un fin pragmático, de educación de buenos ciudadanos; para lo cual se funda en todas aquellas artes y disciplinas que desarrollan el cuerpo y el espíritu y a las cuales, en Roma, se les dio el nombre de humanidades.

Más que con una conclusión, el cierre pertinente del presente trabajo es una pregunta: aquella que se refiere a los fines últimos de la educación en una sociedad industrializada; a este respecto la respuesta es, infortunadamente, de carácter negativo, pues al hacer la comparación con la paideía, no podemos sino notar que, en el mundo presente, el concepto educación carece del alto valor que revistió en la edad dorada de la democracia, puesto que nosotros —los modernos— no vemos en el Estado y la vida en sociedad el fin y medio últimos del perfeccionamiento humano; sino, más bien, un aparato de control y coacción que, garantiza un statu quo determinado y del que, para alcanzar un desarrollo humano completo es, inclusive, necesario apartarse. Si entendemos que la educación es el proceso de aculturación por excelencia, en el que se impregna en los individuos los logros y valores conquistados por una sociedad determinada y que se trata, por tanto, de un proceso vivo en el que se genera la imagen de una cultura y un pueblo; podemos, entonces, afirmar que en nuestros días una educación fundada en la concepción clásica no es posible, pues los valores y objetivos que perseguimos como sociedad no son los de Grecia.


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