La desnaturalización del peligro de fuga en el proceso penal

Publicado el 30 de septiembre de 2019

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Harold Modesto
Director del Observatorio Judicial Dominicano
twitter@HaroldModestoS
email h.modesto@ojd.org.do

En una entrevista realizada con Denisse Hartling en 2014 al honorable magistrado José Alejandro Vargas Guerrero, en el Observatorio Judicial Dominicano (OJD) de la Fundación Global Democracia y Desarrollo (Funglode), se quiso saber cuál era su parecer acerca de la creación de un sistema de información con perfiles sociodemográficos o socioeconómicos para medir la probabilidad del peligro de fuga con ocasión del conocimiento de las solicitudes de medidas de coerción (publicada como “Control jurisdiccional y tutela efectiva de los derechos fundamentales: rol de las oficinas judiciales de servicios de atención permanente durante el procedimiento preparatorio”).

La propuesta de investigación oculta tras la interrogante no generó mucho entusiasmo en el célebre juzgador, quien contestó sin vacilaciones que englobar el comportamiento particular de un imputado en relación con el comportamiento sociológico de un grupo sería un tanto arriesgado, “diría que hasta violatorio de la presunción de inocencia que [sic] goza un individuo con relación al proceso y el carácter personal de su responsabilidad penal”.

Sin embargo, considero que el ámbito de las medidas de coerción ofrece la oportunidad de llevar a cabo nuevos abordajes interdisciplinarios; se requieren mecanismos más sofisticados para evitar que ciertos aspectos no objetivos, tomados en cuenta al decidir acerca del peligro de fuga, no se vuelvan cada vez más preponderantes para el juez —en la lógica de un “callejón sin salida” del que se le ve escapar por arriba— que ha valorado el peso de su convencimiento sobre la suficiencia del arraigo del imputado en comparación con la intuición de que el caso es demasiado grave ante ojos de la sociedad. En estas condiciones es previsible que no se le ocurra una medida distinta a la prisión.

Desde el encuentro con el magistrado Vargas, actual juez coordinador de los juzgados de la instrucción del Distrito Nacional, habían pasado menos de siete meses y quizás ninguno de los dos pudo advertir que en las modificaciones introducidas por la Ley núm. 10-15 al Código Procesal Penal (CPP) se dieron aproximaciones probabilísticas, enteramente subjetivas, que superaron aquella atrevida propuesta de un sistema de perfiles para medir el nivel del peligro de fuga. Estos cambios también originaron problemas de naturaleza epistémica contrarios a todo un sistema de principios que se estructuró cuidadosamente con los conceptos verdad, certeza y presunción de inocencia.

El artículo 229 del CPP, previo a las modificaciones antes señaladas, apenas contemplaba cuatro circunstancias para decidir acerca del peligro de fuga, tales eran: 1) arraigo en el país, determinado por el domicilio, residencia habitual, asiento de la familia, de sus negocios o trabajo y las facilidades para abandonar el país o permanecer oculto. La falsedad o falta de información sobre el domicilio del imputado constituye presunción de fuga; 2) la pena imponible al imputado en caso de condena; 3) la importancia del daño que debe ser resarcido y la actitud que voluntariamente adopta el imputado ante el mismo, y 4) el comportamiento del imputado durante el procedimiento o en otro anterior, en la medida que indique su voluntad de someterse o no a la persecución penal.

La lista fue modificada con la Ley núm. 10-15: en el artículo 229-2 se estableció “la imposibilidad de identificación cierta y precisa del imputado, como consecuencia de su pretensión de ocultar su verdadera identidad a los fines de evadir su responsabilidad, o la posición de más de un documento de identidad”, además dio origen a un nuevo artículo 229-3 que abarcó “la gravedad del hecho que se imputa, el daño ocasionado a la víctima y a la sociedad”, al que le fue añadido lo relativo a “la pena imponible al imputado en caso de condena”, desplazándose así a los artículos 229-4 y al 229-5 lo relativo a la importancia del daño que debe ser resarcido y el comportamiento del imputado durante el procedimiento u otro anterior, respectivamente.

En ese mismo orden, fueron añadidas tres circunstancias nuevas: “la existencia de procesos pendientes o condenas anteriores graves, encontrarse sujeto a alguna medida de coerción personal, gozar de la suspensión, requerir la revisión de las medidas de coerción impuestas en todos los casos anteriores” (229-6); “la no residencia legal en el país o, aún con residencia legal, la no existencia de los elementos serios de arraigo” (229-7), y “haberse pronunciado una pena de prisión en su contra aun cuando la misma se encuentre suspendida como efecto de la imposición de un recurso” (229-8).

Entre todas estas novedades, la que genera mayor preocupación es la contenida en el ordinal 3 del artículo 229 del CPP, según la cual se toma en cuenta para decidir acerca del peligro de fuga “la gravedad del hecho que se imputa, el daño ocasionado a la víctima y a la sociedad, así como la pena imponible al imputado en caso de condena”. Esta circunstancia fue añadida por el legislador, aparentemente de manera subrepticia, desconociendo tanto la finalidad del proceso como el objeto de las medidas de coerción; adelantó a este foro, diseñado originalmente con limitaciones intencionales, reflexiones propias de la fase de juicio tales como la gravedad del hecho y el daño causado.

Así las cosas, se está frente a una evidente desnaturalización del peligro de fuga que solo puede ser aceptada como válida en un Estado de policía en el que se presume la culpabilidad y a priori se puede ponderar la gravedad de los hechos y el daño causado tanto a la víctima como a la sociedad. El problema radica en que el proceso penal, a todas luces imperfecto, es el único medio legítimo a través del cual se puede determinar la verdad y cada ejercicio que el juzgador realiza en esta dirección debe obedecer a las mismas reglas.

Aceptar que el peligro de fuga puede basarse en la gravedad del hecho que se imputa o en el daño ocasionado a la víctima y a la sociedad es como convencerse de que el juez, al decidir las medidas de coerción, está en la posibilidad, tal como lo establece el artículo 172 del CPP, de ofrecer, por un lado, una explicación racional “conforme a las reglas de la lógica, los conocimientos científicos y las máximas de experiencia” de cómo funciona todo un sistema de valoración de la prueba para estos propósitos y, por el otro —aunque se lea descabellado—, facilitar el trabajo de los demás jueces determinando la pena imponible y la reparación del daño.

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Revistas del IIJ: Ilayali G. Labrada Gutiérrez