Maite Careaga Tagüeña1

Publicado el 23 de enero de 2020


Pedro Salazar Ugarte

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email pedsalug@yahoo.com

Para José, Tania, Lara
y Martín. Desde México

En 1994 se renovó el Consejo General del IFE “al cuarto para las doce”, solíamos decir. El levantamiento armado en Chiapas, las reacciones del gobierno, la tensión en la opinión pública, la teoría del “choque de trenes”, la creación del Grupo San Ángel, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y otros acontecimientos de ese año terrible, desembocaron en la designación de Jorge Carpizo como secretario de Gobernación –y, por ende, presidente de la autoridad electoral– y en una reforma mínima pero fundamental que renovó al máximo órgano de dirección del árbitro encargado de organizar las elecciones cuando los comicios eran inminentes. Quien esto escribe estudiaba derecho y dirigía una revista universitaria.

Santiago Creel era un entrevistador implacable y tenía fama de ser un profesor impecable; nunca tomé clases con él pero Víctor Blanco Fornieles –quien fue director de mi carrera en los años clave de mi formación– le mencionó mi nombre cuando buscaba integrar su equipo como flamante consejero ciudadano en el ente electoral. La llamada me tomó por sorpresa y la entrevista me dejó desconcertado. Nunca olvidaré las tres pinturas con las tres gracias que mi futuro jefe me mostró con elegante modestia. Afuera, Ezequiel González Matus –para mí el mejor abogado electoral del país– estaba sentado después de ser entrevistado. No nos conocíamos y nos saludamos con confianza. Ambos fuimos contratados.

Entonces entró una chica –simpática, segura, sonriente y plantada– de ojos verdes inolvidables y saberes enigmáticos. Después sabríamos que era politóloga, estudiaba en el ITAM y se comería el mundo en los años que le quedaban de vida. Nos miramos curiosos. Maite murió ayer.

En esos tiempos la reelección legislativa era un tema vedado y quienes lo estudiaban eran pocos y parecían locos. Mi nueva compañera de cubículo –conocido como el “cuartito insalubre”– escribía afanosa y sesuda su tesis de licenciatura bajo la tutoría de Alonso Lujambio sobre ese tema con una perspectiva histórica y una vocación de futuro. Nunca olvidaré nuestras discusiones sobre un tema que me parecía imposible y sobre el cual –como en muchas otras cosas– ella tenía la razón. En las próximas elecciones los legisladores en México podrán ser reelectos. Maite lo supo y ya no pudo constatarlo pero su tesis fue visionaria. Alonso y ella se fueron pero sus ideas quedaron y pesaron.

Vivimos la elección de 1994 con entusiasmo, sorpresa y ojeras entrañables. Nos hicimos amigos de esos que comparten libros –por ella leí El Libro de la Risa y el Olvido–, música –escuchamos juntos a Tori Amos en medio de disertaciones filosóficas y uno que otro tequila– e historias familiares. Así supe quiénes eran sus abuelos, su madre, sus tías, sus primos, su hermano y quién había sido su hermana. Un día comimos con su abuela, Carmen Parga y un grupo de amigos para charlar de su libro imprescindible que la nieta puso en mis manos y que hoy he puesto en mi cama de luz: Antes de que sea tarde. Hay lecturas de las que no podemos salir intocados. La guerra, el exilio, el compromiso: nos decían mucho y no nos decían nada.

Creel y Ortiz Pinchetti –actual Fiscal Electoral– montaron el Seminario del Castillo de Chapultepec en el que se fraguó buena parte de la reforma electoral de 1996 y nosotros estuvimos ahí desde el inicio. Maite participaba con una confianza y seguridad en las discusiones que me dejaba boquiabierto. No me extraña que dirigiera el Centro de Liderazgo Público de la Universidad de los Andes. Carisma, inteligencia y simpatía. Un combo al que no le faltaba talento.

“El tiempo pasa; nos vamos poniendo viejos”, dice la canción. La vida nos llevó por otros lares y, poco a poco, sin distanciarnos, nos fuimos separando. Nunca dejé de saber en dónde estaba y más o menos sabía qué hacía. Hoy supe que había muerto. Pensé en ella, en nuestra amistad y en el silencio que deja la muerte cuando pasa.

Pero también pensé que Maite apostó por el cambio democrático, aportó ideas que se plasmaron en leyes, impulsó la reelección legislativa, estudió con rigor y enseñó con pasión y seguramente fue feliz como ella sabía serlo. Pensé, entonces, en la importancia de la honestidad, de la inteligencia que construye y en la obviedad de la finitud de la vida.

Solo ahora me doy cuenta que, aunque nuestra amistad siempre estuvo ahí, se fraguó solo en un par de años. El tiempo es flexible, no cabe duda. En aquel periodo cambió la vida del país y cambió mi vida. Maite Careaga Tagüeña dejó su huella –profunda y bella– en ambas tierras. Hay gente así.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización de el autor, publicado en Financiero, el 22 de enero de 2020.

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