La estética nihilista de Jean-Paul Sartre: entre lo viscoso y lo inhumano

Publicado el 24 de enero de 2020

Félix David García Carrasco
Maestro en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México
emailfelix.garcia.abogado@gmail.com

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Octubre de 1945, en la capital de una de las naciones que sufrieron la ocupación militar de los nazis por más tiempo, se celebra un evento que, por su naturaleza, hoy nos parecería intrascendente, sin embargo, estaba llamado a convertirse en un hito en la carrera del hombre que, durante los próximos 20 años, iba a ser el referente intelectual del mundo. Ese día, el joven profesor Jean-Paul Sartre —de 34 años a la sazón— pronunciaría ante el público parisino una breve conferencia titulada “El existencialismo es un humanismo”; el tema, por lo demás muy técnico, no debía ser atractivo más que para un reducido grupo de entendidos en filosofía; sin embargo, la charla se convierte en un evento que congrega a una multitud que supera con mucho a las previsiones más optimistas de los organizadores. Parece que todo París está ahí para escuchar a ese hombre bajito y acusadamente miope que, sin embargo, habla con voz potente y segura. Según el testimonio de un famoso escritor de sátiras, aquella tarde el jaleo fue memorable: ovaciones, puñetazos e, inclusive, crisis nerviosas, para escuchar lo que tenía que decir.

A setenta y cuatro años de aquel legendario evento, los snobs de nuestra generación se preguntan la razón por la que aquel desmañanado profesor, tan menospreciado por literatos y filósofos profesionales, tuvo un impacto tan grande en el mundo de posguerra. Dentro de la letanía fácil y perezosa que les gusta esgrimir, generalmente destacan dos tipos de “argumentaciones”: la que hace de él un mono de Heidegger, polémico y oportunista, sin verdadera originalidad, y la otra —con pretensiones de ser la “más profunda”— según la cual Sartre era un filósofo poco serio y anticuado, que pensaba el siglo XX con categorías del XIX; por lo demás, ambos puntos de vista coinciden en que no merece la pena perder el tiempo con él.

Sin embargo, a despecho de sus detractores, sus libros, especialmente los de literatura —es cierto—, se siguen editando. La náusea, verbigracia es, de manera indiscutida, un clásico obligado que, simplemente, no puede faltar en los puestos de libros de la Ciudad de México, obras de teatro como A puerta cerrada y Las moscas son interpretadas con regularidad; asimismo, ha prosperado un género de literatura biográfica, bastante ameno, por cierto, centrado no sólo en los compromisos y posicionamientos políticos del pensador, sino también en las anécdotas chismosas de su vida sexual, en la reseña de sus adicciones, en el recuento de sus desvaríos —que desde luego tuvo— y, en fin, de todo gesto que proporcione alguna luz sobre su persona.

Si quisiéramos poner punto final a la discusión sobre el valor de su obra, simplemente podríamos decir que uno de los filósofos y escritores franceses más reconocido y comentado en la actualidad, Bernard-Henry Levy, le dedicó uno de sus mejores libros, al que se atrevió —la expresión no es excesiva— a titular simplemente como El siglo de Sartre.

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Con todo, pienso que no es conveniente descartar totalmente las críticas, solo porque en su mayoría evidencian un gran desconocimiento sobre aquello en lo que pretenden recaer; por el contrario, el que exista una opinión negativa tan extendida sobre un hombre y su obra es un valioso indicador no sólo de la ignorancia que hay sobre su trabajo, sino, lo que resulta más interesante aún, de la incomodidad y desagrado que las posturas y opiniones —políticas, sociales o económicas, poco importa— de ese hombre generan a la mayoría. ¿Acaso no sobran hoy en día “haters” de Freud, sólo por la importancia que le daba a la sexualidad en su obra?, ¿no persiste un odio irracional, por parte de los círculos conservadores, hacia Nietzsche por su supuesto ateísmo?, y ¿no es visceral el encarnizamiento que los pensadores burgueses sostienen contra Marx por la idea que se hacía de la justicia?

Pues bien, la obra de Sartre retomó y desarrolló extensamente todos esos tópicos-tabú: en sus novelas habló con descaro y sin pudor alguno de la sexualidad humana; en sus obras filosóficas mayores negó abiertamente la existencia de una divinidad y, para rematar, su militancia política no sólo fue abiertamente procomunista, sino que llegó al extremo de afirmar que “el marxismo es el horizonte insuperable de nuestra época”; una vez recordado esto es posible entender el malestar que su obra generó en sus contemporáneos y que, como un eco magnificado, ha llegado hasta nosotros.

¿Es posible, entonces, hacer un uso inteligente de la crítica y servirnos de ella para entender algo sobre el fenómeno Sartre y su importancia en el panorama cultural de la segunda mitad del siglo pasado? La respuesta, desde luego, es afirmativa, sólo se debe leer con cuidado el sentido de todas las objeciones y peros que se le suelen oponer, y darse cuenta de que, pese a su aparente diversidad, todas ellas apuntan hacia la inmoralidad de la obra del filósofo, hacia su labor de denuncia activa de la hipocresía de sus contemporáneos, de su antihumanismo corrosivo, de su estética de la decadencia y de lo viscoso, del innegable pesimismo que empapa toda su obra y, sobre todo, de la genialidad de un pensador que se impuso durante 20 años en la novela, el drama teatral, el ensayo, la biografía y la polémica.

Para comprender la inmoralidad de su obra, su antihumanismo y la sensación general de pesimismo que la envuelve, baste con saber que toda ella parte de la idea de que el hombre es el mentiroso por excelencia, que toda su vida está construida en la falsedad, hacia los demás y —sobre todo— hacia sí mismo, la mentira, pues, como esencia de lo humano. Según esto, el hombre sólo tiene segura una cosa: la muerte, “nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”; empero, lejos de asumir su finitud y construir su vida en el presente, lo vemos entregarse a ilusiones de trascendencia, atormentarse por un porvenir ultraterreno poco más que dudoso y consumir su vida en la rutina.

El hombre al mentirse en lo primordial respecto a su existencia abre la posibilidad, casi de manera obligatoria, a que otros, por no decir todos, los aspectos serios de su vida sean considerados como ilusorios. ¿El amor?, un argumento ridículo, impúdicamente utilizado por poetas y seductores para edulcorar un sentimiento francamente carnal. ¿La política?, una invención arbitraria para justificar el dominio de los lobos sobre las ovejas. ¿El patriotismo, la abnegación y el heroísmo?, perversiones del juicio ideadas para darle peso y forma a una existencia vacía. ¿El porvenir y la trascendencia?, trampas y redes tendidas a la libertad del hombre, engañifas para deslumbrarlo y apresarlo.

Desde luego, el filósofo que denuncia la bajeza del hombre habla —o al menos eso pretende— desde la clarividencia que la razón y la crítica feroz le aportan; él, como Zarathustra, habita a una mayor altitud que el resto de los mortales, ha salido de la caverna y visto los simulacros que sus semejantes toman por realidades, pero, a diferencia de Nietzsche y Platón, Sartre no cree que los hombres sean capaces de emprender su emancipación y la reforma de sus vicios, dado que su postración es producto no sólo de la debilidad, sino, principalmente, de la pereza y la cobardía. Así, no existen exhortaciones poéticas lo suficientemente bellas ni disertaciones lo bastante claras que un filósofo pueda esgrimir para espolearlos hacia la acción. De ahí que su actitud hacia ellos sea de sorna desdeñosa y franco desprecio, que no escriba más que para retratarlos en toda su bajeza y así humillarlos mejor. “Soñaba con escribir una obra que fuera como la luz para los vampiros, que con su simple lectura bastara para que los hombres se desvanecieran como un mal sueño”.

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Ahora, aun cuando el filósofo ha adoptado una actitud de desprecio no ha elegido una postura totalmente congruente, y así, lejos de callar, escribe, se dirige al mundo de seres caídos mediante una obra literaria en la que retrata a los hombres y sus costumbres como si se tratara de autómatas extraños, empeñados en demostrarse —primero a sí mismo, después a los demás— el valor e importancia de su propia existencia; los mira jugar a las cartas, pasear, ser corteses entre ellos, mantener una jerarquía social… pero lo que sale de su pluma es un retrato extraño, como si se refiriera a hormigas, bonobos y moluscos, empeñados en una actividad pintoresca e incomprensible, cuyo sentido —si acaso lo tiene— se le escapa al hombre que lo contempla.


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