Derecho y bioética: perspectivas de la eutanasia en México

Publicado el 25 de febrero de 2020


Guillermo José Mañón Garibay

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email guillermomanon@gmx.de

El enigma de la muerte

La muerte es el tema filosófico por excelencia, porque en la “vivencia de la muerte” tiene lugar una mirada sobre la existencia toda, una búsqueda del último porqué de la vida, lo que se ha dado en llamar el destino del hombre. Cicerón en sus Tusculanas había dicho que la filosofía no es más que un reflexionar sobre la muerte. Reflexión que, además de esclarecerla, pretende enseñar a morir para con ello aprender a vivir, como apostilló Michel de Montaigne en su ensayo sobre la muerte (Libro I, Ensayo XIX: Qué filosofar es aprender a morir, pp. 83 y ss.).

Ahora bien, si hay que aprender a morir es porque hay falsas formas de morir. Y éstas se deben a las falsas formas de vivir, sin autenticidad ni autonomía, sin tomar conciencia ni responsabilidad del quehacer cotidiano y dejando elegir a los demás por uno mismo. También, porque un morir no aprendido significa renunciar a pensar sobre aquello que le confiere dignidad al hombre. Por eso, vale preguntar: qué significa la muerte para el hombre. Y lo primero que salta a la vista con la muerte de una persona es que el individuo se halla desamparado, arrojado a su insignificante singularidad, expuesto a la soledad y aislamiento. Por ello, puede decirse que solamente el hombre muere, solamente él tiene conciencia del tiempo, del valor de su existencia individual y de la angustia frente al final total.

Hans Urs von Balthasar dividió la reflexión sobre la muerte en tres periodos: el mítico-mágico de las fábulas y religiones, el teórico-científico de la medicina y el existencial de la filosófica. Según él, desde la filosofía existencial vale preguntar qué significa morir, cuando con Epicuro puede decirse que no hay una experiencia de la muerte o, en todo caso, que ésta no es comunicable por el moribundo a nadie más. Hay evidentemente un aspecto fisiológico del morir, como del vivir, que puede describirse copiosamente o reducirse a decir que hubo un paro de las funciones metabólicas, respiratorias, cardiacas o cerebrales. Pero al hablar de la muerte humana no se está simplemente refiriendo a lo que ocurre biológicamente, porque en el vivir humano no se trata de manifestar ciertos signos vitales, sino de vivir bien o vivir con bienestar y dignidad. Por ello es posible mantener con vida el cuerpo de manera artificial y afirmar con verdad que la persona ha muerto, porque lo que constituye la vida del ser humano no son los procesos biológicos, sino aquello que los desborda. Por lo mismo, la discusión sobre la eutanasia no es un asunto médico o biológico, sino netamente filosófico.

Eutanasia, la buena muerte

La filosofía de la muerte engloba hoy en día las reflexiones sobre la eutanasia o buena muerte: ¿qué se entiende por buen morir en la actualidad?

Primero: en la actualidad tiene lugar un incremento de los años de vida acompañado de una declinación de la calidad de vida. En las sociedades avanzadas las personas mueren cada vez menos de manera repentina o incontrolada y cada vez con mayor edad. Y aunque esta situación es deseable, el envejecimiento de la población lleva consigo efectos negativos, como el ser afectado de enfermedades como la demencia o artrosis.

Por ello, segundo, es necesaria la práctica de la eutanasia apegada a la voluntad de cada ser humano para garantizar que la vida tendrá un valor humano deseable y no se convertirá en un fardo inaguantable. Ésta solamente puede ser practicada con apego al cumplimiento de un documento redactado por adelantado, que comúnmente recibe el nombre de voluntad anticipada, con el que se expresa la voluntad de no alargar la vida sin calidad humana y de no ser objeto de abuso de la medicina paternalista y lucrativa.

Si bien la eutanasia, a la que hago aquí referencia, hace honor a su nombre siempre y cuando se realice en cumplimiento de esta voluntad anticipada, el documento mismo presenta problemas de tipo práctico y teórico. Los problemas del primer tipo se refieren, por ejemplo, a la redacción misma del documento (entre más pormenorizada la redacción, más difícil es que las situaciones se presenten de la manera prevista; y entre más general, menos aplicable al caso particular, y no es posible prever todas las circunstancias posibles), a la designación de un representante legal (si se cuentan o no con parientes o amigos en el momento y lugar preciso), a si el enfermo mantuvo su decisión expresada en el documento hasta el último instante de su vida; se refieren también a los conflictos en la relación médico/paciente, a si las voluntades anticipadas del enfermo liberan o no de responsabilidad al médico, a si el médico tiene el deber de tomar en cuenta sólo la voluntad del paciente o tiene derecho a actuar según sus propias convicciones, a si todo lo técnicamente posible es éticamente correcto y, por ello, si en todo momento el paciente es eso y no más, alguien desposeído de su autonomía (o capacidad de elegir) desde el momento en que ingresa a una institución médica, donde se ejerce la llamada medicina paternalista que asume el valor absoluto del conocimiento médico y la ignorancia supina del enfermo. Y, por último, tampoco se puede soslayar los costos de las prácticas terapéuticas y las limitaciones económicas de la medicina pública.

Por el lado de las dificultades teóricas están problemas como la discusión sobre los presupuestos asumidos en la práctica de la eutanasia, como la disponibilidad de la vida, el dilema entre el valor de la vida y el de la libertad personal, el conflicto entre los valores personales y los intereses sociales (incluso dentro de una sociedad liberal), y, finalmente, el concepto mismo de persona.

Además de esto, en la discusión teórica sobre la eutanasia aparecen confrontadas dos visiones éticas distintas: por un lado, la de una ética de principios o convicciones y, por otro lado, la de una ética de responsabilidad o consecuencias. Si no se distinguen ambas posturas entonces se desemboca en aporías insuperables.

Comúnmente se define la eutanasia como la conducta (activa o pasiva) de un médico para provocar la muerte de un enfermo, llevada a cabo por solicitud del enfermo, que padece una enfermedad mortal e incurable que le provoca un sufrimiento insoportable. Existen otras prácticas eutanásicas como el suicidio asistido o incluso la llamada eutanasia involuntaria-directa (que no es otra cosa que asesinato). En todo caso, con la eutanasia se quiere evitar mantener con vida, por largo tiempo, a pacientes sufrientes que no desean luchar contra la muerte porque es seguro que nunca recobrarán la salud. En pocos países (como Holanda, Bélgica, Suiza y Canadá) se acepta el suicidio asistido, mientras que la eutanasia (voluntaria, pasiva e indirecta) es la más aceptada actualmente en el mundo, incluso por la Iglesia católica (v., documento de la conferencia episcopal “Sembradores de esperanza …”), quien recomienda atender la solicitud del enfermo, en caso de encontrarse en una situación crítica e irrecuperable, para que no se le mantenga con vida a través de tratamientos desproporcionados o extraordinarios (si bien prohíbe la eutanasia activa, voluntaria, directa).

El problema de la eutanasia, en general, refiere a la disponibilidad de la vida. Y, en particular, a un tipo de eutanasia catalogada como voluntaria, activa y directa (donde el enfermo desea morir y el médico actúa directamente para lograr ese objetivo). En ambos casos (general y particular) está en juego el problema moral de matar o dejar morir a una persona. Desde una ética de principios o convicciones, toda eutanasia es reprobable debido al valor absoluto de la vida: se argumenta que el fin nunca justifica los medios, o sea, que resguardar la dignidad de la persona no justifica mermar o acabar con la vida. Si siempre se ha concedido a la vida humana un lugar especial entre los valores y derechos humanos, ya que sin ella no es posible disfrutar de ningún otro bien, entonces las instituciones de salud y la sociedad en su conjunto no deben más que procurar la vida y nunca ofrecer la alternativa de elegir la muerte. Pero desde la ética de la responsabilidad sí es posible hacer diferencias y deslindar responsabilidades, porque ningún valor es absoluto, y si bien hay un derecho a vivir, no hay un deber de vivir. Por ello, es necesario conceder la elección de la muerte cuando la vida no tiene valor humano y no está acompañada de dignidad.

Normalmente se distingue entre la eutanasia voluntaria e involuntaria, pasiva y activa, directa e indirecta, sea que la deseé el enfermo o no, que la intervención del médico cause de alguna manera la muerte o que éste tenga o no la intención de ello. Se considera que, en el caso de la eutanasia pasiva e indirecta, donde, por ejemplo, se desconecta al paciente del respirador (y la muerte sobreviene al enfermo), el problema moral no es tan grave como cuando el médico actúa directamente, a petición del enfermo, provocando la muerte. Entonces, la eutanasia voluntaria y directa es primordialmente la que está sujeta a discusión. Sin embargo, propongo que la diferencia entre ambas no es suficiente y, por tanto, la responsabilidad moral es la misma en ambos casos.

Mi argumentación discurre desde el enfoque de la ética de la responsabilidad para hacer ver que la diferencia entre la eutanasia pasiva y activa no tiene relevancia moral. Primero, porque el valor moral de una acción no puede establecerse independientemente de sus consecuencias. Y, segundo, porque no tiene sentido actuar con buenas intenciones sin asumir la responsabilidad de las consecuencias. Para hacer ver esto hay que tomar en cuenta tres elementos relevantes para toda acción moral, a saber: la modalidad (o modo de provocar la muerte; sería el caso de la eutanasia activa o pasiva: suministrando un veneno o desconectando al enfermo de la máquina respiratoria), la intencionalidad (el deseo de mitigar el dolor con morfina o el deseo de dar muerte a una persona suministrando veneno) y la causalidad (directa o indirecta: el veneno causa directamente la muerte y la morfina mitiga el dolor y luego causa la muerte).

La intuición moral del sentido común declara que “matar es malo” y “dejar morir, bueno (o menos malo)”, lo que revela que el problema consiste en la imputabilidad de la responsabilidad: en la eutanasia directa se cree que hay responsabilidad, mientras que en la indirecta no, porque la intención es mitigar el dolor o sufrimiento. Sin embargo, la doctora H. Kuhse (Eutanasia, 1995) sostiene que “provocar la muerte no es distinto a no evitar una muerte previsible”, y considera inadmisible la distinción entre eutanasia activa y pasiva debido a los denominados actos de doble efecto. Los actos de doble efecto son aquellos con dos efectos distintos (y con certeza conocidos), pero donde solamente uno de ellos es deseado. Un caso de acción de doble efecto sería precisamente suministrar una dosis de morfina para mitigar el dolor pero que tiene también como efecto la muerte del enfermo, o desconectar a un enfermo de la máquina respiratoria para evitar prolongar el sufrimiento, lo que tiene también como consecuencia la muerte. En ambos casos —se dice— se tiene una intención distinta a provocar la muerte. La doctora H. Kuhse se pregunta: ¿tiene sentido sentirse exculpado por no desear la muerte de un enfermo sufriente al desconectarlo del respirador o inyectarle morfina, pero con conocimiento cierto de que eso le provocará irremediablemente la muerte? ¿Cuál es la diferencia con inyectarle un veneno, cuando en ambos casos se sabe con certeza cuál será el desenlace? ¿Se puede con sentido no-desear y no-responsabilizase de un efecto a sabiendas que éste se producirá con seguridad?

Como respuesta, los defensores de la eutanasia pasiva-indirecta aminoran la culpa del médico poniendo tres condiciones a las acciones de doble efecto: primero, que el efecto deseado (i.e., mitigar el dolor con morfina) sea bueno en sí mismo y no por otro motivo (por la muerte que conlleva); segundo, que no se obtenga lo bueno (i.e., mitigar el dolor) por lo malo (matando al enfermo); tercero, que el efecto deseado (mitigar el dolor) sea por lo menos proporcional al indeseado (dolor/muerte). Sin embargo, esta última condición no se cumple: la muerte por suministro de morfina supera el efecto deseado de mitigar el dolor.

Se puede continuar alegando a favor de la diferencia moral que en las acciones de doble efecto siempre se puede diferenciar entre condiciones necesarias y suficientes: desconectar al enfermo no es condición suficiente de la muerte, como sí lo es suministrar un veneno. Sin embargo, ¡esto es falso!, porque la distinción entre condiciones necesarias y suficientes no es relevante, ya que ambas son causas de la muerte, simplemente una (el veneno) es más rápida en el tiempo que la segunda (desconectar al enfermo).

Conclusión: si es verdad que no se puede justificar una acción independientemente de sus consecuencias y circunstancias, entonces la distinción entre eutanasia activa y pasiva carece de relevancia ética. Porque quien tenga la intención de no matar al enfermo al desconectarlo del respirador, o no sabe lo que hace o no desea aceptar las consecuencias de sus actos. Como no es posible tener una intención (i.e., buena) distinta de las consecuencias previstas (i.e., malas), entonces el médico es responsable de sus actos en ambos casos.

Para finalizar, permítanme recordar las palabras de la filósofa española Adela Cortina, quien ha propuesto que si bien la eutanasia activa no puede ser entendida como un bien en sí mismo, sí puede considerarse como una práctica recomendable cuando la vida tiene un valor inferior a la muerte. En ese caso, se considera la eutanasia como una excepción a la regla que dice: provocar la muerte de una persona es algo inaceptable.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Karla Beatriz Templos Nuñez