Vale más que se muera1

Publicado el 10 de marzo de 2020


Luis de la Barreda Solórzano

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

Son muchísimos más, en cualquier parte del mundo, los hombres asesinados que las mujeres que corren la misma suerte. Siempre ha sido así. Ya lo sabemos: se mata por todo y por nada: por codicia, por odio, por ira, por fanatismo, por celos, por machismo, por un estúpido incidente de tránsito, por una causa noble (¡agggh!). Y se mata a muchos más hombres que a mujeres. Pero, a diferencia de los homicidios de los hombres, en los de mujeres, en muchos casos, el hecho de que lo sean, es decir, su sexo, juega un papel decisivo.

Lo anterior no significa que los asesinos de mujeres vayan buscándolas en la calle, en el transporte, en otros sitios públicos para matarlas (salvo si se trata de asesinos seriales que eligen como víctimas a miembros del sexo femenino). No, lo que sucede es que numerosos hombres ejercen control sobre el comportamiento de “sus” mujeres y no son pocos los que hacen de su afán de control una verdadera obsesión que llega a atormentarlos y a convertirlos en atormentadores.

Los controladores limitan férreamente la libertad de sus reas —en cierto modo eso son las mujeres controladas, pues están sometidas a una especie de régimen de semilibertad vigilada por sus celadores—, supervisan y aprueban o desaprueban sus amistades, sus contactos, sus actividades, los sitios a los que acuden, sus horarios, sus momentos de ocio, y por mantener ese control están dispuestos, a pesar del precio que eso conlleva, a llegar a las últimas —nunca mejor dicho— consecuencias.

Por supuesto, tampoco son escasas las mujeres que controlan a los hombres, que los celan, revisan los mensajes de su computadora o su teléfono móvil, los interrogan con apremio, pero también en este punto hay una diferencia abismal: ese control no desemboca en homicidios. Casi siempre que una mujer mata a su pareja, lo hace en un estado de aguda alteración emocional o por defender la vida o la de sus hijos; en cambio, cuando un hombre asesina a su pareja o su expareja, el móvil suele ser la obsesión por mantenerla bajo su control. Esa obsesión es tan absorbente, tan totalizadora, que muchos la vuelven la razón de su vida, y por eso tantos, tras asesinar a “su” mujer o exmujer, se suicidan: extinguido el objeto de su monomanía, la vida pierde todo sentido.

En una popular canción vernácula, Virgencita de Talpa, el hombre abandonado implora a la Virgen:

Y si no me la traes
vale más que se muera:
ya que su alma no es mía
que sea de Dios.

La violencia de género es instrumental. Su objetivo es reforzar, asegurar el control sobre las mujeres. El ejemplo más terrible y extremo de esta violencia es la que practicó la Santa Inquisición contra decenas de miles de mujeres a las que, acusándolas de brujería, envió a la hoguera. Las más curiosas, las menos convencionales, las más imaginativas, las curanderas (auténticas médicas del pueblo), las sibilas, las que se comunicaban con los dioses o con Satanás, las que danzaban en el bosque, las que provocaban deseos pecaminosos (y, por tanto, culpa) en los inquisidores que habían jurado castidad, fueron las víctimas favoritas. La manera más efectiva de controlar a todas era imponiendo a algunas un castigo verdaderamente ejemplar: ser quemadas vivas.

Como advierte Nuria Varela: “Ni la religión, ni la educación, ni las leyes, ni las costumbres ni ningún otro mecanismo habría conseguido la sumisión histórica de las mujeres si todo ello no hubiese sido reforzado con violencia… La violencia de género es la máxima expresión del poder que los varones tienen o pretenden mantener sobre las mujeres” (Feminismo para principiantes, Ediciones B, Barcelona).

Los feminicidios han aumentado desmesuradamente en nuestro país. Y no sabemos cuántas mujeres son atormentadas por sus parejas o exparejas sin resultado de muerte, cuántas mueren a consecuencia de lesiones o enfermedades causadas por el maltrato continuado, cuántas se suicidan por ese tormento sin fin. Lo que sabemos con certeza es que la atención a las víctimas es sumamente deficiente y la persecución de los delitos deplorablemente ineficaz. Sólo con grosera insensibilidad se puede atribuir a una maniobra de los conservadores, como lo hace el Presidente, la protesta de las mujeres, lo cual, además, es considerarlas como sujetos incapaces de manifestarse por su libre y soberana voluntad.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excelsior, el 5 de marzo de 2020.

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