¿Qué podemos aprender de la pandemia COVID-19?

Publicado el 3 de abril de 2020

Maria Cristina Rilo
Licenciada en Biología y Máster en Química Biológica por la
Universidad Estatal de Moscú. Doctora en Química Biológica por la
Universidad de Buenos Aires. Docente de Bioquímica en la Facultad de
Medicina de la UBA y la Fundación Barceló de Argentina
emailrilomc@gmail.com

¿Por qué se produjo la epidemia del COVID-19?, ¿sólo el hecho de que haya mutado el virus lo hizo tan virulento?, ¿qué favorece su diseminación descontrolada?

Éstas y muchas otras preguntas son las que los científicos de todo el mundo se realizan en este momento. Todos queremos saber de dónde y por qué se originó esta pandemia que azota al planeta y nos tiene confinados. Seguramente no existe una sola respuesta; muchos son los aspectos a analizar. Tomemos algunos de ellos como ejercicio de reflexión.

En relación con el origen del nuevo coronavirus, algunos investigadores, fundamentalmente chinos, deslizaron la teoría sobre la construcción de un virus altamente contagioso en los laboratorios militares de investigación, posiblemente de los Estados Unidos, para una guerra no atómica; todo esto vinculado a los Juegos Mundiales Militares ocurridos en la ciudad de Wuhan en octubre de 2019, poco antes de que se detectaran los primeros casos de COVID-19 en la misma ciudad.

En contraposición a esta teoría conspirativa, científicos de Estados Unidos tratan de demostrar el origen del virus a partir de la evolución natural, por mutación de otros coronavirus preexistentes, lo que le posibilitó un salto de especie, desde especies animales salvajes al humano, tal como se publicó en la revista Nature Medicine el 17 de marzo.

¿Qué importancia presentan las condiciones ambientales en la diseminación de una pandemia? Tanto los virus como los microorganismos conviven en el planeta desde hace millones de años y se encuentran distribuidos en la amplia diversidad de seres vivos en densidades bajas, estableciendo un balance dinámico con sus hospedadores y el medio ambiente. Cuando los seres humanos alteramos el hábitat, no respetamos el medio en el cual los animales y vegetales viven en una dinámica sutilmente equilibrada que permite la supervivencia de todas las especies. Todos los organismos vivos buscan sobrevivir, y con ellos los virus, que —dada su alta tasa de mutación— al ingresar a individuos de otras especies se adaptan, lo que les permite saltar de una especie a otra y así perdurar en la naturaleza. Si tenemos en cuenta la existencia de mercados húmedos, como los de Wuhan, en China, donde especies salvajes que naturalmente no comparten espacios comunes se encontraban hacinados en jaulas, intercambiando deshechos y fluidos, esto aumenta aún más la posibilidad de que algún virus mutado realice el salto de especie y encuentre un medio más propicio para su desarrollo y propagación.

De todos modos, independientemente de cómo el COVID-19 se instaló en los seres humanos, la velocidad de propagación es inusitada. Recién se está conociendo su fisiopatología y la similitud que presenta con otros coronavirus como el SARS y MERS, con quienes comparte su mecanismo de acción sobre el sistema respiratorio. Los científicos lograron demostrar que el COVID-19 ingresa a las células de la mucosa respiratoria a través de una proteína con actividad enzimática llamada ACE-2. Se ha demostrado también que esta proteína se encuentra en mayor cantidad en la superficie de las células en pacientes diabéticos e hipertensos. Tal situación facilita el ingreso del virus a las células de dichos pacientes, favoreciendo la proliferación viral y su posterior diseminación.

Según informan los epidemiólogos, uno de los factores predisponentes a una alta tasa de contagio es el largo periodo de incubación asintomático (se habla de 14 días aproximadamente), lo que favorece su esparcimiento en la población antes de que aparezcan los primeros síntomas en las personas portadoras del virus. Otro factor es el tiempo de sobrevida que presenta el COVID-19 en la superficie de los objetos, por eso la importancia de la higiene de manos, el cuidado al estornudar, al toser, al hablar y la necesidad de mantener una distancia prudencial entre las personas.

Ante estas observaciones, es de esperar que el estilo de vida en las grandes ciudades, el hacinamiento en grandes bloques de cemento, los medios masivos de transporte público, las colas en los bancos, los mercados y el desplazamiento por lugares cerrados, como grandes tiendas y centros comerciales, favorezcan el contagio y su diseminación.

Otra pregunta inquietante es: ¿cómo predisponen las características personales y las enfermedades preexistentes a contraer COVID-19?

Los médicos alertan sobre el riesgo que presentan de sufrir complicaciones los adultos mayores de 60 años, y de manera exponencial aquellos mayores de 80, a lo que se suman las enfermedades preexistentes como la hipertensión, la diabetes, la insuficiencia renal crónica, el EPOC, la inmunosupresión y la desnutrición, entre otras. Todas estas patologías muy relacionadas con el estilo de vida en las sociedades contemporáneas. Por ejemplo, desde hace años la OMS viene alertando sobre el aumento en el número de pacientes con hipertensión y diabetes, dentro de las denominadas “enfermedades endémicas no transmisibles”; para septiembre de 2019 se estimaron, en todo el mundo, 1,130 millones de personas con hipertensión y más de 430 millones con diabetes, ambas patologías están estrechamente ligadas al estilo de vida moderno, produciendo gran número de discapacitados o muertos por año. Lo dicho indicaría que aquellas poblaciones con mayor número de hipertensos y diabéticos presentarán mayor cantidad de casos complicados que requerirán hospitalización.

Todo esto deja de manifiesto que la pandemia se relaciona no sólo con el tipo de virus, sino también con ambientes e individuos propios de esta época, que presentan un entorno óptimo para que los virus se diseminen.

A partir de este punto, y entendiendo que estamos frente a una pandemia que por el momento no presenta tratamiento para su cura, no distingue clase social ni etnias, tanto la OMS como los distintos gobiernos llaman a la población a asumir una actitud responsable de autocuidado y de cuidado de las personas que nos rodean para prevenir su propagación, o al menos para lograr que la velocidad de contagio sea lo más baja posible, impidiendo que se produzcan grandes cantidades de pacientes necesitados de internación en un mismo lapso de tiempo y así evitar el colapso del sistema de salud.

Hoy no es un tratamiento individual el que nos resguarda y nos salva, no es la meritocracia y el individualismo, sino medidas colectivas, que nos involucran a todos. La solidaridad y el tener en cuenta al otro se manifiestan como el motor principal para combatir una epidemia, respetando y haciendo respetar las normas de higiene y aislamiento. Normas y recomendaciones emitidas por un Estado que debe ser confiable para que los individuos de la comunidad las cumplan.

Todos los especialistas coinciden en que el 80% de las personas con COVID-19 positivos tendrán síntomas leves, el 15% necesitará hospitalización y el 5% tendrá complicaciones graves; la cantidad de muertos dependerá del estado previo de salud y de las posibilidades sanitarias de asistir a estos pacientes. Pero para organizar y afrontar las medidas sanitarias, fundamentalmente de aquellas personas que necesitan hospitalización, se necesitan un Estado y sistemas de salud pública sólidos y desarrollados.

Si observamos el mapa mundial del estado de la pandemia del COVID-19; lo que sucede en el sur de Europa, con miles de casos y con una letalidad del 10% en Italia y casi del 8% en España; lo que está ocurriendo en Estados Unidos, que supera a la fecha el número de casos activos de Italia y con una situación descontrolada en el estado de Nueva York, nos demuestra que las sociedades actuales híper-urbanizadas e industrializadas carecen de los mecanismos necesarios para hacer frente a una emergencia de tal envergadura. Las cifras de infectados y muertos varían de un país a otro de manera poco explicable hasta el momento. Los análisis epidemiológicos posteriores a la pandemia dirán si tales diferencias se deben a las medidas de prevención establecidas por cada gobierno y sus sistemas sanitarios, o a las distintas susceptibilidades en las diferentes etnias.

Lo cierto es que es evidente que la humanidad está fracasando en la manera de buscar el bienestar y la salud de la población.

Indudablemente, la destrucción del medio ambiente como consecuencia del consumo desmedido, las desigualdades sociales, la mala alimentación y un estilo de vida cada vez menos humano, predisponen a las epidemias y pandemias; ahora es el COVID-19, no hace muchos años atrás la gripe porcina, la gripe aviar y el SARS. Tampoco debemos olvidar que cada año mueren en Latinoamérica miles de personas por tuberculosis, SIDA, Chagas y desnutrición. Las desigualdades económicas promueven endemias como dengue, leishmaniasis, leptospirosis y, entre otras, aquellas epidemias no asumidas de muerte, producidas por armas de fuego y los feminicidios.

Fortalecer la salud pública no sólo implica tener la capacidad de responder ante las emergencias, sino también, y fundamentalmente, poner en marcha adecuados mecanismos de prevención sanitarios. Hablar de prevención es comprender la necesidad del respeto al medio ambiente; es, de una vez por todas, llevar a cabo políticas públicas de educación para disminuir las enfermedades prevenibles y desalentar aquellas prácticas de estilo de vida que nos hacen vulnerables.

Sólo el desarrollo científico multidisciplinario puede dar respuestas eficaces a los problemas que aquejan al planeta y a todas las especies que lo habitan.

El COVID-19 nos está dando una lección. ¿Qué esperamos los humanos para comprender que es necesario fortalecer las estructuras estatales e invertir en salud pública? ¿Cuándo vamos a entender que somos vulnerables y dependemos del cuidado del medio ambiente, que también es nuestro propio cuidado, para lograr la supervivencia?

Es momento de comprender que todos habitamos el mismo planeta azul, nuestro único lugar en el universo, no hay a dónde más ir.

Ciudad de México, 26 de marzo de 2020



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