El coctel Estado-soberanía, una crisis que nadie atiende
y es más peligrosa que el SARS-CoV-2
Publicado el 12 de mayo de 2020
Sergio Esteban Díaz Botero
Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad La Gran Colombia
sergio.diaz@ugc.edu.co
Cuando nos remitimos en ciencias sociales a buscar un hecho generador de algún fenómeno o institución que afecte directa o indirectamente las dinámicas globales, debemos destacar la creación del concepto de Estado-nación moderno que surge con la paz de Westfalia en 1648 (por los acuerdos de Münster y Osnabrück). Pues bien, gracias a esta inevitable cita que se genera desde todas las cátedras de derecho público, nace también y de forma casi que instantánea el concepto de soberanía. Lo anterior obedece a criterios eminentemente conflictivos entre aquellos que querían mantener un dominio señorial en los antiguos feudos pertenecientes al vaticano (de ahí los apelativos de Estados pontificios y no pontificios).
En la actualidad persiste un debate que se vislumbraba ni bien entrado el siglo XX entre el monismo y el dualismo jurídico. El primero de ellos propondría una forma jerárquica para establecer una prevalencia de un ordenamiento por encima de otro; tal era el caso de Hans Kelsen (1926), pensador austriaco (quien además sería su máximo exponente), que argumentaba que el derecho internacional sería la norma que serviría como sustento a todas las demás, conformando así un único ordenamiento que regiría la suerte de todos los demás en una sola sustancia. Casi al unísono aparecería George Scelle, alemán que trataría muy de cerca la teoría kelseniana, quien sostendría que la mejor de las soluciones más allá de contemplar una sola sustancia, debía entenderse como “monismo social”, en donde exista una cooperación entre todos los posibles ordenamientos más allá de la aparición de conflictos y colisiones normativas.
La visión kelseniana/westfaliana existente aún en la actualidad responde a lo que muchos teóricos llamarían un anacronismo, pues se pretende contra viento y marea adaptar teorías existentes en los años veinte del siglo XIX, junto a una característica existente desde el siglo XVII, dos cuestiones que, en ninguna circunstancia, deben atender problemáticas que se mueven a la velocidad de un click. Pierre Marie Nicolás León Duguit, compañero y colega del padre de la sociología moderna, Émile Durkheim, sería el abanderado social y académico de una causa adelantada a su época, una especie de vox clamantis in deserto que reclamaba en el derecho una especie de acción sin reacción, el más elevado síntoma de una corrosión al poder y a la coerción como máxima expresión de un Estado en crisis: que la norma se acatara socialmente, el hecho social y la solidaridad social (el término quedaría acuñado oficialmente en Le droit constitutionnel et la sociologie de 1889, y básicamente consiste en una teoría que describe dos fenómenos: i) la existencia previa de necesidades comúnes que deben ser satisfechas también en común, y ii) la actitud del individuo frente al sistema de necesidades que fundamentaría la prestación de servicios recíprocos con base en la división del trabajo).
Tal como se ve, una de las funciones primordiales que corre bajo la tutela soberana del Estado es la del ejercicio del imperio y del dominio, ambos expresados como el legítimo poder conferido por la sociedad internacional para tomar decisiones en determinada porción territorial, lo que desde 1929, en laudo arbitral de Max Huber, se conocería como “soberanía territorial”, y que de forma taxativa reconocería el ius excludendi alios o derecho de excluir a los demás sujetos del derecho internacional en cuestiones internas. Por temas de soberanía territorial se aluden masivas violaciones al derecho internacional de los derechos humanos (DIDH), derecho internacional humanitario (DIH), normas imperativas (ius cogens), tal como se registró en la extinta Yugoslavia ante el sitio de Sarajevo, o el todavía peor genocidio (masacre para algunos) de Srebrenica en la península de los Balcanes, o la cuestión bochornosa acaecida en Rwanda que enfrentó a Hutus y a Tutsis ante una mirada ciega de la sociedad internacional, y lo que, desde una perspectiva positivista, moderada, soterrada e incluso arcaica, llamarían principio de la libre autodeterminación de los pueblos.
La cuestión de conflictos entre Estados y naciones como dos entes separados vendría a relacionarse en la teoría de conflictos del célebre Johan Galtung, cuando de forma muy poco ortodoxa, pero innovadora, decide ubicar una especie de taxonomía destinada a clasificar los conflictos entre naciones (entendidas como grupos de personas que comparten características en común como la etnia, la religión, el lenguaje, entre otras) por ocupar una porción de territorio, y que llamaría macroconflicto. Allí Galtung ubicaría las distintas formas de poder superar los conflictos y trascender como sociedades, entendiendo que si bien los conflictos podían ser naturales, éstos debían vislumbrarse como oportunos para trascender en la búsqueda de un bien mayor.
Si entendemos que actualmente los Estados no han tenido la suficiente voluntad política para acatar una norma preexistente como el Reglamento Sanitario Internacional, que además ha sido ratificado por 193 Estados miembros de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2007, y que sólo dos realizaron reservas interpretativas que posteriormente solventarían. Que adicionalmente a esto, existe una Constitución de la OMS que entró en vigor con la aceptación de 26 Estados, y que a la fecha se cuentan 194 miembros y que adquiere la categoría de tratado por la forma de la aceptación mediante el depósito de instrumentos (artículo 49 de la Constitución de la OMS), pero que de forma sui generis mantendría un tono voluntarista al mejor estilo de las obras del internacionalismo ruso del profesor Yuri Korovin, y buscaría el arreglo pacífico de controversias contenido en el artículo 56 del Reglamento Sanitario Internacional.
El coctel soberanista estatalista actual, además de crear una serie de nacionalismos absurdos que buscan culpar a determinada civilización por la aparición del COVID-19, además de eximir de responsabilidad a los que de forma abrupta han decidido contrariar el sentido común, debe trascender y transformarse en términos de Galtung, admitir que el principal obstáculo que ha tenido la OMS para atender de forma efectiva la crisis pandémica se debe al talante estatal amparado en la sacrosanta soberanía. Sin remedio y sin temor alguno al escenario apocalíptico previamente visualizado con la gripe española, la sociedad internacional continúa cegada en su afán por buscar a toda costa mantener intacto un tablero geopolítico con los mismos ingredientes fatídicos: el Estado y la soberanía.
Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero