El veredicto del pueblo*

Publicado el 26 de mayo de 2020


Luis de la Barreda Solórzano

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

No sólo las terribles consecuencias del nuevo virus. Abundan hoy los temas relevantes: la inaudita ofensa del Presidente a los médicos, su rencorosa hostilidad contra los empresarios, la resolución de la Suprema Corte sobre la llamada Ley Bonilla o la militarización de la seguridad pública, entre otros. Uno es especialmente ominoso, una nueva y espeluznante muestra del desprecio del Presidente por la Constitución, las leyes que de ella emanan y el Estado de derecho: el anuncio de que una consulta popular podría decidir si se inician investigaciones penales contra los presidentes del periodo neoliberal, sus antecesores.

Todos sabemos cómo se llevan a cabo esas consultas:

a) Las que consisten en depositar el voto en una urna se han desarrollado sin garantía alguna de limpieza, han sido controladas por incondicionales del gobierno y la participación ha sido de menos del uno por ciento de los ciudadanos. Así se justificaron las absurdas cancelaciones de la obra del nuevo aeropuerto internacional y de la cervecera en Mexicali, y

b) Otras se han efectuado durante un mitin, en el transcurso del cual el Presidente pide que alcen la mano quienes están de acuerdo con cierta propuesta suya formulada en ese mismo momento. Unas cuantas personas se manifiestan acerca de asuntos que afectan a cientos de miles o millones. Así se decidió cancelar el proyecto de construcción del Metrobús en La Laguna.

En realidad, además de su indudable ilegalidad, son burdas escenificaciones para presentar como resoluciones populares decisiones del Presidente previamente tomadas. Si fuesen consultas serias se realizarían con todas las garantías de limpidez y recabando el voto de la totalidad de los ciudadanos, no de un ínfimo porcentaje.

Pero aun si se tratara de una consulta límpida con amplia participación ciudadana, resulta inadmisible en un Estado de derecho que el inicio de indagatorias penales dependa del parecer de quienes no tienen el más mínimo conocimiento de la posible existencia de elementos probatorios que las ameriten y no están facultados por la ley para tomar esa clase de resoluciones.

Para muchos mexicanos ha sido un sueño dorado ver a un expresidente tras las rejas, pero no necesariamente porque haya pruebas que demuestren que delinquió, sino por razones muy distintas: por una parte, porque en México se ha atribuido a los presidentes una omnipotencia en virtud de la cual son culpables de todo lo malo que ha ocurrido en el país; por otra, porque hay quienes experimentan un placer morboso, perverso, sádico, con la caída en desgracia de un personaje que fue muy poderoso.

Pero ese sueño nada tiene que ver con el anhelo de justicia. En un país de leyes se inicia un procedimiento penal contra un individuo cuando se cuenta con indicios de que ha cometido un delito, otorgándosele las más amplias facilidades para defenderse. ¿Hay pruebas contra algún expresidente —no las declaraciones pagadas de testigos protegidos—? Entonces que se proceda conforme a derecho, pero no porque así lo determine una consulta.

Un procedimiento penal perjudica considerablemente la vida del indiciado, aunque al final sea eximido, por la razón que advirtió Francesco Carnelutti en Las miserias del proceso: “Desgraciadamente, la justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables, sino también para saber si son culpables o inocentes... la tortura, en las formas más crueles, ha sido abolida, al menos en el papel; pero el proceso mismo es una tortura”.

En efecto, el indiciado, por el solo hecho de serlo, padece un via crucis: la zozobra constante al saber que pende sobre él la amenaza de ir a prisión, la desfavorable afectación de su reputación —buena parte de la opinión pública lo condena a priori—, las molestias de acudir a las diligencias procedimentales, las erogaciones necesarias para su defensa, etcétera.

Someter la justicia penal al dictamen popular es, como asevera Pablo Hiriart, “un escenario de tiranía” (El Financiero, 7 de mayo). El fiscal general, doctor Alejandro Gertz Manero, tendría que decir ya que eso es inaceptable.

Poncio Pilato sometió al pueblo bueno y justo la suerte de Jesucristo. No obstante que no había cometido delito alguno y era el hombre más virtuoso, el pueblo aulló: “¡Crucifícale, crucifícale!”


NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excelsior, el 14 de mayo de 2020: www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/el-veredicto-del-pueblo/1381851

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