Extraña figuración1

Publicado el 31 de julio de 2020


Luis de la Barreda Solórzano

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

Me resulta enormemente asombroso que haya gente que crea esa estrafalaria versión de que el coronavirus fue creado en un laboratorio como coartada, detrás de la cual se encuentran personajes como el empresario Bill Gates o el financiero George Soros, para que se hiciera necesaria una vacuna, la cual, al sernos inyectada, nos inocularía un chip para que fuéramos vigilados a escala planetaria.

Pero esa creencia no me causa mayor estupefacción que las que me provocan, por ejemplo, la que sostiene con éxito el movimiento antivacunas —que vincula a la vacuna triple viral con el autismo, y que ha logrado que el sarampión aumente en un 30%— o la que niega el cambio climático.

Me pasman esas creencias, pero no dudo de que tienen sus adeptos. Lo que me resulta sumamente difícil de admitir, aunque lo escucho con cierta frecuencia, es que haya personas que niegan la existencia del virus. Me dicen: “Ve a toda esa gente que sale sin mascarilla, que no guarda la sana distancia, que no sigue ninguna de las recomendaciones higiénicas de prevención”.

Es verdad, hay muchas personas que actúan como si la covid-19 fuera una invención, algo irreal. Pero, ¿es que acaso están convencidos de que todos los periódicos, todos los noticiarios, todos los gobiernos del mundo se pusieron de acuerdo para engañarnos; que los cientos de miles de muertes son una invención; que es falso que muchos deudos no han podido dar el último adiós a su ser querido, que hay saturación de los servicios hospitalarios, que médicos y enfermeros han muerto por atender a los contagiados?

¿Es creíble que estén persuadidos de que todo es una gigantesca mentira para sostener la cual los gobernantes tomaron medidas que han causado gravísimo daño a la economía, destruido muchas pequeñas empresas y dejado en el desempleo a millones de personas? ¿Todo eso para mantener el colosal engaño?

Creo que quienes prescinden de las medidas de prevención no lo hacen porque no acepten la existencia del virus, sino por otra razón muy diversa: cierta confianza en que el contagio les puede suceder a otros, no a uno mismo.

El hombre que después de beber 10 copas toma su automóvil y lo maneja a una velocidad excesiva no ignora que en esas condiciones suelen producirse accidentes de tránsito, y aun así se arriesga. ¿Por qué? Porque algo le dice que un percance automovilístico, por probable estadísticamente que sea, a él no le va a suceder.

Numerosas parejas de adolescentes que deciden tener relaciones sexuales, pero no quieren que el coito tenga un bebé como consecuencia, llevan adelante su propósito sin utilizar método anticonceptivo alguno, aun a sabiendas de que abundan los embarazos no deseados, los cuales tienen consecuencias desfavorables en el propio proyecto de vida. ¿Por qué? Por una extraña convicción de que, por muy probable que sea que el resultado del coito sea la preñez, ése no será su caso.

Usar mascarilla, mantenerse a dos metros de distancia cuando se tiene la necesidad de salir de casa, evitar el contacto físico con el prójimo (por más que ese contacto sea muy deseable con ciertas personas) y lavarse las manos con frecuencia no son tareas demasiado complicadas —excluyo, desde luego, a quienes les resulta imposible guardar ese distanciamiento, como los usuarios del Metro— y, en cambio, pueden aportarnos el inmenso beneficio de no contagiarnos de un virus que puede resultar mortal. ¿Por qué no hacerlo?

A esa rara figuración de que las desgracias les ocurren a otros, pero no a uno mismo, contribuye de manera importante —pedagogía del poderoso— observar al mismísimo Presidente sin cubrebocas, afirmando que no lo usará hasta que las autoridades de salud le digan que es necesario, a pesar de los varios estudios que demuestran, sin lugar a duda, la utilidad de la mascarilla.

A esa sorprendente certeza tal vez también coadyuva el subregistro oficial de casos. Si se dieran a conocer las cifras reales, algunos quizá ya no estarían tan seguros, simplemente por advertir el porcentaje de contagiados, de que a ellos no puede pasarles.

En fin, el virus ha contado para su vertiginosa propagación con varios aliados. A la negligencia, la falsedad, la torpeza y la mezquindad con que ha sido enfrentado por el gobierno federal, se agrega la propia complicidad de las víctimas potenciales o actuales.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excelsior, el 30 de julio de 2020.

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