Tánatos: su majestad (ensayo sobre la finitud humana, I)

Publicado el 8 de septiembre de 2020

Félix David García Carrasco
Maestro y licenciado en Derecho por la UNAM, abogado y crítico cultural
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Hace setenta años hubo una guerra tan prolongada y devastadora que la generación que sobrevivió a ella jamás la olvidó del todo; los crímenes que se cometieron durante los seis años que duró fueron tan espantosos y brutales, que a su término hubo que replantearse la idea sobre la naturaleza verdadera del hombre. Para sorpresa de todos, el armisticio no fue el final, sino el principio de una larga y desgastante carrera hacia un conflicto que, con toda seguridad, habría de ser mucho peor; para hacernos una idea del poder destructivo que estaba en juego, podemos recordar que, cuando se le preguntó a Einstein cómo imaginaba el desarrollo de esa conflagración, él dijo que no lo sabía a ciencia cierta, pero que estaba seguro de que la que vendría después sería con piedras y palos, porque la civilización iba a ser completamente destruida. Con todo, después de cuarenta y cinco años de espera, la guerra del fin del mundo no llegó.

El efecto más notable de este periodo tan largo de tensión y angustia fue la omnipresencia de la muerte, por lo que no había mujer u hombre sobre la tierra que no fuera consciente de su finitud; además, la certeza sobre la propia mortalidad nunca estuvo tan presente como durante esos años. El panorama general de la cultura estaba impregnado por el temor al aniquilamiento. Así, en Europa continental, el existencialismo —desbordando el ámbito de la filosofía— se había constituido en una moda literaria en la que el pesimismo y la desesperanza ocupaban un lugar preeminente. Por su parte, en los países anglosajones hubo un auge de la ciencia ficción en la que, de manera preferente, se desarrollaban tramas en torno al aniquilamiento de la civilización; asimismo, la cultura de masas desarrollaba ampliamente estas ideas: programas de televisión y películas abordaban frecuentemente la perspectiva del fin del mundo. A su vez, los medios de información masiva abonaban a la histeria colectiva dando cuenta puntual de los avances en materia de tecnología destructiva. Finalmente, en consonancia con el espíritu de su tiempo, un grupo de científicos creó el concepto del “reloj del fin del mundo”, en el cual se representaría la distancia que separa a la humanidad de su aniquilación definitiva.

Sin embargo, el mundo siguió su marcha y la historia se encargó de disipar el temor al fin del mundo con la desaparición de la Unión Soviética y el consecuente fin de la guerra fría. Desde luego, esto únicamente fue un aplazamiento y, por ende, la perspectiva de desaparición sigue en puerta, sólo que, de una manera menos angustiante, pues, por alguna extraña inconsecuencia de la naturaleza humana, la idea de desaparecer por una catástrofe ambiental resulta mucho menos dramática que la de morir en un holocausto nuclear. Con todo, la pesadilla había terminado en el momento el que se retiraba la bandera soviética del Kremlin. Para las generaciones más jóvenes quedaban otros problemas, pero ya no el de lidiar con la idea de una muerte súbita.

Así, se consolidó un olvido de la muerte y la cultura de masas la banalizó y la convirtió en algo gracioso y nada aciago, como ejemplifican las películas de Tarantino y la infinita cantidad de series televisivas donde se amputan miembros y se salpica la pantalla de sangre en un ambiente de chanza y desenfado; la muerte, al parecer menos probable, había perdido, para el imaginario colectivo, su carácter trágico. El mundo occidental podía, al fin, entregarse sin remordimiento y temor a los “placeres” de una vida de consumo. Es en esa fecha precisa en la que hay que situar la entronización del hedonismo moderno, así como el empobrecimiento de la cultura, la degradación de las relaciones humanas y, por supuesto, el empequeñecimiento de la idea de que el hombre se hace de sí mismo. “Era” la edad dorada de ese supuesto espíritu de occidente, que Camus sintetizara tan bien en esta máxima: “la muerte nos repugna y nos cansa. También a ella hay que conquistarla”.

Sin embargo, la fiesta no se podía prolongar de manera indefinida; en efecto, por mucho que nos negáramos a aceptarlo, en algún momento iba a acontecer algo que nos devolviera a la realidad, además de que había muchas posibilidades, pues nuestro estilo de vida basado en la devastación del ambiente y el desprecio por el mañana nos hacía más que vulnerables; no obstante, el golpe vino de algo que considerábamos como una de las fortalezas de nuestra cultura: la globalización. En algún punto de la aldea global se desató un virus letal que, al momento en el que se escribe el presente ensayo, se ha cobrado, aproximadamente, la vida de setecientas setenta y tres mil personas en todo el orbe.

Entonces, el horror se desató sobre la comunidad humana que, estupefacta, constató su mortalidad y adquirió la conciencia de que su desaparición es más probable de lo que imagina y que —para mayor consternación— es mucho más dolorosa y siniestra de lo que los jocosos filmes hollywoodenses le habían hecho suponer. La crisis del COVID-19 ha significado para muchos un baño de agua fría y un retorno a la realidad; en efecto, gente que ayer se entregaba con paciente sinceridad al juego de la mascarada social, interpretando de manera concienzuda el papel que le corresponde, de pronto se encuentra enfrentada a sí misma, a esa posibilidad que Heidegger consideraba la realidad humana más innegable: “la de la muerte”.

La “idea” de la muerte se torna en una carga y motivo de infelicidad en la medida en que desborda el ámbito de lo abstracto y se nos presenta como una posibilidad que puede cernirse sobre nosotros en cualquier instante. Es una idea deprimente en cuanto a que nos priva de los consuelos de la sociedad y de la solidaridad, pues se refiere sólo a nosotros; en cuanto a los individuos, la idea de aniquilación es un trance doloroso, porque nos sumerge en la soledad más profunda que es posible imaginar; pensar en ella es angustiante debido a la imposibilidad de entenderla, ya que, en tanto que somos personas y estamos hechos de conciencia y sensaciones, no podemos imaginar algo que no sea esto y la muerte se nos presenta, justamente, como la ausencia radical de sensaciones y la desaparición definitiva de la conciencia.

Como muchos otros, la enfrentamos inermes, sin un respaldo cultural que nos ayude a amortiguar lo que hay de horrible en ella, sin una disciplina mental que nos permita entenderla y dominarla; en vano buscaremos consuelo en los mitos de una religión que sólo dibuja un más allá de la vida tormentoso y lúgubre. Por ello, para sobreponerse al espanto que nos produce, no conviene remitirse a las ideas de quienes explotan cínicamente el temor que de por sí produce. Es mejor acercarse a aquellos que, con más modestia y mejores intenciones, la intentaron “dominar” con la única herramienta que tenían a su disposición: “el entendimiento”.

Hacia 1915, Sigmund Freud publicó un texto capital dentro de su producción ensayística, en el que abordaba el problema de la muerte, partiendo de un contexto similar al que nos encontramos hoy día: una sociedad que pasa, de la noche a la mañana, de disfrutar una situación de prosperidad material y despreocupación, a hacer frente a los estragos de una crisis humana de grandes proporciones. Así, en el ensayo titulado “Consideraciones sobre la guerra y la muerte”, Freud desarrolla las principales ideas que su trabajo con neuróticos le había evidenciado respecto a la perspectiva que sobre el fin de la existencia se hacen los hombres.

Según él, el hombre es incapaz de aceptar su propia muerte en la medida en que le es imposible imaginar la aniquilación completa del pensamiento; como señalamos en líneas superiores, la muerte es lo inconcebible, y de ella sólo podemos hacernos ideas, por terceros y nunca concretarla en nosotros mismos. No obstante, aun cuando seamos incapaces de creer en nuestra aniquilación, no podemos dejar de aceptarla, cuando menos en el plano teórico, como una posibilidad, pero siempre lejana y más probable de acontecerle a un tercero que a nosotros. Por ello, en las situaciones que la involucran, se suele acentuar las características excepcionales, como la vejez o la enfermedad, con lo cual nos confirmamos, inconscientemente, nuestra pretendida inmortalidad.

Freud explica que la imposibilidad de los hombres para creer en su propia muerte deriva de la estructura de la mente, pues, según él, la parte inconsciente de la psique no opera con lógica, sino de manera sintética, excluyendo los conceptos de carácter negativo, especialmente aquellos que atentan contra el narcisismo de la persona. En este sentido, asumir que uno puede desaparecer de manera definitiva conlleva un atentado al “yo” —esto es la estructura que engloba a toda la persona en su doble aspecto: cuerpo y mente— imposible de admitir para quien sea. Como él mismo dice:

Lo que llamamos nuestro inconsciente —los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos— no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación —los contrarios se funden en él—, y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que sólo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo en nosotros favorece la creencia en la muerte.

Esta incapacidad para creer en la propia muerte debe ser, sin duda, un mecanismo de defensa esencial que las personas comparten con los otros animales, pues, desde el principio, el hombre ha tenido que desarrollar su existencia en medio de grandes peligros, sin que esto haga su vida particularmente infeliz y miserable. Si fuéramos en absoluto consecuentes con nuestras posibilidades de exterminio, la especie humana hubiera desaparecido hace mucho tiempo en la inacción. Podemos o no estar de acuerdo con la explicación que Freud da a este respecto, pero un hecho es innegable: de manera cotidiana “vivimos como si no fuéramos a morir nunca”, salvo en los casos más extremos, y no nos encontramos muriendo de miedo por las consecuencias letales que manejar, caminar en la calle, ingerir bebidas embriagantes o, simplemente, estar en un edificio elevado podría acarrearnos.

Empero, Freud no niega de manera tajante que la gente experimente un temor ante la muerte; al contrario, durante su labor clínica, él pudo observar que se trata de un fenómeno muy corriente que, en no pocas ocasiones, puede ser fuente de trastornos mentales muy graves, los cuales —en casos extremos— pueden incapacitar a las personas que los padecen para la vida cotidiana. Sólo que la explicación psicoanalítica sobre este temor no es tan evidente: para Freud, la obsesión con la muerte obedece a un grave sentimiento de culpa derivado de aquellos sentimientos y deseos hostiles que, a nivel inconsciente, albergan los hombres no sólo hacía las personas extrañas, sino hacía sus más allegados; esto es así porque el inconsciente es espontáneo e inmoral como un niño o un hombre primitivo.

Para el médico vienés, la psique humana se caracteriza por esta ambivalencia de sentimientos; por ello, “en contextos normales”, la cuestión de la muerte es siempre un problema de angustia y remordimiento para con los otros, más que una situación referida de manera directa a nosotros mismos. No obstante, en los tiempos que corren, cuando las causas de nuestra propia desaparición parecen estar garantizadas por el simple acto de respirar, conviene analizar con detenimiento las razones de nuestro temor, al tenor de esta consideración de Freud: “Una antigua sentencia reza así: Si vis pacem, para bellum (si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra); la cual sería de actualidad modificar así: Si vis vitam, para mortem (si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte)”. Esta idea será abordada en la continuación del presente ensayo.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero