El lamento de la tierra: tres cuadros de la Rusia salvaje de Boris Pilniak

Publicado el 8 de septiembre de 2020

Félix David García Carrasco
Maestro y licenciado en Derecho por la UNAM, abogado y crítico cultural
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En los albores del siglo XX, una joven nación emprendía a marchas forzadas el camino hacia la modernidad, en un movimiento que replicaba, pero a una escala mucho mayor, el procedimiento de expansión territorial por el que no hacía mucho tiempo Estados Unidos también había transitado: la naciente Unión Soviética avanzaba hacia el oriente del enorme territorio que heredara de su predecesor imperial. El plan trazado desde Moscú era sencillo pero efectivo: colonizar la interminable estepa para explotar con eficiencia los recursos cuasiilimitados que la porción asiática de sus dominios tenía para ofrecer.

La colonización del oriente ruso era todo menos fácil, ya que la estepa se había mantenido estancada en el siglo XIV, asolada por feroces tribus de nómadas paganos que la recorrían a su antojo en veloces monturas, sembrando terror y cosechando sangre ahí donde se encontraban con los representantes sedentarios de la civilización occidental, y que, además, eran seres de una vitalidad e inmoralidad que rayaba en la animalidad y que sólo podían hacerse una idea de los beneficios de la vida civilizada a través de las armas de fuego que arrancaban a sus víctimas.

Por otra parte, los escasos poblados que tímidamente salpicaban esa interminable extensión de tierra presentaban un atraso inclusive mayor, pues, además de las limitaciones culturales y tecnológicas a las que siglos de una administración feudal los había reducido, debían afrontar los desafíos de la modernidad embotados por supersticiones y costumbres anacrónicas; así, a las limitaciones materiales se les venía a sumar algo mucho peor: la inercia del espíritu, que conlleva el prolongado yugo del autoritarismo político y el fanatismo religioso.

En contraste, la porción más occidental del naciente imperio se había beneficiado desde hace siglos del contacto con occidente, por lo que ciudades como Moscú y San Petersburgo eran centros culturales magníficos, donde una floreciente sociedad cortesana apadrinaba a artistas y científicos; así, pese a su poca trascendencia económica, Rusia era reconocida en todo el mundo como la patria de Dostoyevski, Turguénev, Pushkin, Gogol, Tolstói y Chéjov, maestros indiscutibles del pensamiento universal.

La misión que el gobierno bolchevique se había impuesto era la de llevar los logros de las capitales occidentales a todo el territorio de la madre Rusia para erigirla en una potencia mundial. La visión de los éxitos materiales y culturales que sus vecinos europeos habían alcanzado merced de la aplicación de los principios de la ciencia y la racionalidad, así como la ideología marxista, había hecho soñar a los revolucionarios con el establecimiento de una nueva sociedad. Este sueño futurista, no obstante, habría de comenzar de manera bastante accidentada, porque la realidad de la Rusia de los primeros años de la revolución era la del sueño de modernidad de unos cuantos entusiastas enfrentada a la realidad de miles de nómadas y mujiks; si hemos de creer las definiciones que los filósofos hacen sobre la esencia del hombre, podemos decir que era el espíritu enfrentando a la naturaleza.

En ese contexto se desarrolla la singular historia de una familia que, abandonando las comodidades de una capital en desarrollo, marcha al oriente para llevar la buena nueva del evangelio de la modernidad a los confines más alejados de la civilización; así, cinco personas (una madre, dos hijos y sus nueras) plantan una finca en medio de la estepa y ahí se dedican a la agricultura, pero pronto comienzan a prosperar, pues la tierra es fértil y agradecida. Entre el trabajo y la belleza del entorno no queda mucho tiempo para añorar los entretenimientos artificiales que abundan en las grandes ciudades; aquí toda melancolía se ve disipada por el espectáculo de la naturaleza salvaje: el murmullo de los arroyos, el canto de las aves, la brisa estival, el sol poniéndose al ocaso, la vía láctea al anochecer, los paseos a caballo por caminos intocados; todo eso maravilla y conquista a esta gente de la ciudad.

Cuando un viejo amigo, ahora exiliado en Londres, le refiere en un carta a la matrona la admiración y sorpresa con la que asiste a diario al espectáculo de las conquistas del espíritu humano, en una ciudad surcada por trenes subterráneos, llena de museos que albergan todo cuanto de grande ha producido el hombre, gobernada por una monarquía parlamentaria y prospera, ella simplemente puede responder que en la pradera ha conocido una dicha más genuina: la que nace de esforzarse para realizar un sueño.

Este sueño no se ve ensombrecido por las esporádicas visitas de sus vecinos tártaros, desconocedores de los modos urbanizados, que se sientan a la mesa portando armas y devorando todo cuanto se les pone en frente, sin más protocolo que el que pudiera tener un león a la hora de cebarse con una cebra, ya que, como refiere en su afectuosa respuesta, justo para eso han ido ahí: “para acercar la civilización a sus semejantes”. En la lejana ciudad londinense, su amigo lee esto con un ligero malestar que el amor del fuego y el whisky con soda no consiguen disipar, y no sabe precisar si se trata de una angustia, una culpa o un presagio terrible.

Una noche de tantas, la familia despierta sobresaltada, ya que el granero arde y el ganado está enloquecido; los hijos salen con escopeta al hombro, pues, como bien han anticipado, sus vecinos nómadas se han hecho presentes para cobrar el tributo que los representantes de la civilización deben pagar a los dominios de la naturaleza. De pronto y apenas hubieran puesto un pie fuera de la casa, el disparo fulminante de un jinete de la estepa, que ni siquiera tuvo que molestarse en observar por la mirilla, sega la vida de uno de ellos; el otro hermano apenas tiene tiempo de percatarse de lo sucedido antes de recibir una estocada fatal. El destino de las mujeres es el que cabe esperar y del que sólo podemos decir que, nueve meses después, tendrá como fruto un niño, cuya gestación no podrá ser interrumpida ante la duda de si es hijo superveniente del difunto marido o, por el contrario, de uno de los atacantes.

El niño que nace tiene los ojos rasgados como su padre, quien días después de su concepción encontrará la muerte a manos de un destacamento del recién formado Ejército rojo que, en una expedición punitiva, mostró a los antiguos moradores de la estepa que, pese a su obstinación, la modernidad ha de implantarse.

De manera simultánea, en ese interminable océano de tierra que es la estepa rusa, un antiguo feudatario se presenta a la choza en la que el único familiar que le sobrevive ha tenido que velar a la hermana recientemente fallecida. Durante el breve tiempo en el que los dos hermanos están juntos, apenas intercambian palabras, pues no es necesario hacerlo; ambos recuerdan los tiempos de prosperidad de su familia y, además, los dos han sufrido la expropiación de su patrimonio en nombre de una modernidad que no han visto llegar para sus antiguos ciervos, tal y como el hermano viajero pudo atestiguar durante su marcha: Rusia sigue tan salvaje y desesperanzada como lo estuvo antes de que el cristianismo se afincara en la capital, tan bárbara e inhumana como lo fue en tiempos de sus antepasados que sacrificaban doncellas y efebos en el fuego durante las ceremonias en honor de los genios de la naturaleza.

Los dos hermanos guardan silencio frente al rústico sepulcro; es el ocaso de un día de primavera en el que, sin embargo, no intuyen un renacer dichoso, sino el tufo a podredumbre que exhala una tierra exhausta, que se ha agotado bajo la explotación y depredación a la que incontables generaciones de hombres la han sometido durante siglos. La pradera inmensa que sirve de escenario a su reunión, antaño fue ocupada por frondosos bosques y refrescada por múltiples arroyos, que hoy están devastados por la incesante labor humana. Ni aun en los cantos que en las aldeas cercanas alzan las campesinas con motivo de la pascua cercana, y ni siquiera en el tañer de las campanas, se aprecia una dicha legítima; por el contrario, es el sonido con el que la ignorancia y la superstición confirman su pleno derecho a la existencia bajo la bóveda celeste.

Antes de disiparse como un espectro en la bruma del alba, el hermano errante no puede sino reconstruir una escena acaecida mil años antes, cuando un historiador árabe que visitara esa misma comarca se dolió profundamente ante la impiedad y barbarie de quienes seguían celebrando saturnales sangrientas, incluso después de haber sido alcanzados por el atemperante abrazo del cristianismo: “mil años y en la tierra, como antes, hambre, barbarie, muerte, canibalismo”.

El esplendor con el que brillaron Moscú y San Petersburgo durante el reinado de los zares jamás fue alcanzado por las ciudades de la provincia rusa; durante los cinco siglos que duró el imperio, las urbes más orientales sólo fueron un pálido remedo de la grandeza de las dos capitales. Su opacidad no se debió tanto a la ausencia de una infraestructura majestuosa como a la dinámica muy conservadora y retrógrada conforme a la que se organizaba su sociedad: por una parte, una aristocracia terrateniente que, hasta mediados del siglo XIX, se servía de una mano de obra esclava y, por otra parte, un pueblo llano supersticioso y atrasado sometido no sólo al yugo económico, sino también a los dictados de una religión que no hacía otra cosa que predicarles la resignación respecto a las cosas de esta tierra.

Terratenientes y comerciantes, todos unos rufianes, mezquinos y supersticiosos, siempre cuidando de sus propios intereses y prestos a procurar la desgracia ajena, así como —en no pocas ocasiones— la de los suyos: para estos hombres de hierro no había otra forma de preservar las buenas costumbres que inculcándolas a sus hijos mediante los azotes. Como era de esperarse, la vida de un adolescente de esta clase sólo podía transcurrir entre la estrechez económica producto de la avaricia del padre y en las golpizas que puntualmente se le daban para infundirle el respeto por una vida decente. De las jornadas de trabajo excesivas, así como de la escuela donde sólo se enseñaba a calcular la distancia que hay entre ciudades, ni hablar.

Con todo, a pesar de esta asfixiante carga de violencia cultural, la vida se manifiesta desbordando los muros entre los que se le ha querido recluir. Así, el hijo de uno de estos honrados filisteos no puede evitar las escapadas nocturnas para probar un poco de la vida que la mojigatería de su padre le prohíbe: beber a escondidas, frecuentar mujeres de dudosa reputación y, por supuesto, enamorarse de una campesina con locura. Todo ello valió la pena y le confirmó lo justo del desprecio que a lo largo de su vida sintiera por la vida pequeñoburguesa representada por su padre.

Cierto día, el muchacho es divisado en compañía de su enamorada por algún vecino indiscreto, quien no duda en dar parte a su progenitor; éste, presto a preservar los valores que le han dado sentido a su vida y la de las generaciones de buenos ciudadanos que lo precedieron, azota hasta sangrar a los jóvenes para después disponer su separación definitiva. La noche de ese mismo día, el hijo abandona el hogar paterno con el corazón lleno de esperanza y de resentimiento; algún día volverá junto con el primer tren que haga una escala oficial en el miserable poblado, vestido de rojo y enarbolando una ideología progresista —poco importa si se trata de la marxista— para destruir los vestigios del antiguo régimen, a través de la expropiación, la colectivización, la demolición y la deportación.

Estos cuadros salvajes de la Rusia de principios del siglo XX forman parte del compendio de cuentos titulado Pedro, Su Majestad, Emperador, bellamente traducidos por el maestro Sergio Pitol y editados por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Del libro en cuestión se debe decir, en primera instancia, que es una obra de arte en toda regla, una joya de la literatura universal que revela al escritor soviético Boris Pilniak como un estilista consumado. Así pues, de su fino pincel surgen relatos exquisitos que, por su ligereza y armonía, recuerdan a su contemporáneo André Gide o a su compatriota Iván Turguénev, mientras que, por la profundidad y perspicacia con que se desarrolla la psicología de sus personajes, así como la fibra rebelde que los recorre en su totalidad, hace pensar en Dostoievski, autor con el que, por cierto, comparte un sentimiento de malestar frente a la modernidad industrializada, pero de quien se aparta radicalmente en cuanto a ideología y estilo, pues mientras que el maestro de San Petersburgo era conservador y ortodoxo hasta la médula, así como austero para las descripciones de los escenarios, Pilniak es, por su parte, jacobino y escéptico, además de un fino poeta lírico.

No obstante, la belleza estilística no es el mérito mayor de Pedro, Su Majestad, Emperador, sino lo que hace de esta obra algo tan notable es la confrontación abierta que, desde muy temprano, hace de la industrialización, la colectivización y la antiphysis, ídolos sobre los que habría de edificarse la Unión Soviética y de los que nosotros somos aún herederos. Y es que, si bien cada uno de los relatos desarrolla un tópico específico de la vida rusa de principios del siglo pasado, en todos ellos se puede apreciar una crítica feroz de la modernidad industrializada, la cual —según el maestro Pitol— sólo sería, para Pilniak, una etapa previa para el surgimiento y la afirmación de una vida nueva, más vigorosa y genuina.

En el primer relato asistimos a una descripción trágica de la afirmación de la vida, pues ésta se impone siempre de manera violenta e inmoral, pasando por encima de los designios humanos, sin contemplaciones éticas ni remordimientos de conciencia, brutal y efectiva: como un tornado que a su paso arrastra con justos y pecadores. El segundo cuento nos habla de la decadencia humana, de toda la crueldad y brutalidad que aún ocupa el corazón del hombre, y la cual no se agota sólo en la violencia para consigo mismo y con sus semejantes, sino que también ha terminado por quebrantar el mundo natural. Finalmente, el último relato contiene la denuncia de una vida alienada y poco auténtica, cerrada al amor y a la esperanza, así como la promesa de su destrucción y la reivindicación de aquellos que la emprendan.

Como puede verse, Boris Pilniak es nuestro contemporáneo; en los relatos que conforman Pedro, Su Majestad, Emperador, podemos reconocer situaciones que, en nuestros días, no han hecho sino acentuarse. No obstante, la verdadera vigencia del escritor la encontramos en la crítica y el escepticismo con la que encara la modernidad, en su añoranza por una existencia más genuina y en la esperanza de una nueva forma de vida. En sus textos viene a decirnos que ni el capitalismo ni la sociedad revolucionaria que supuestamente habría de precederle son fines en sí mismos, pues ambos beben de una fuente corrupta: un sistema basado en la ordenación mecanizada y sistemática de la vida, que es adecuado para máquinas, pero nunca para los hombres. En este sentido, su obra es una pregunta abierta respecto a un porvenir del que todavía no se sabe nada, excepto que habrá de ser distinto al presente y, en su caso, más venturoso.

Concluyamos el presente ensayo con una reflexión luminosa del propio autor que podría ayudar a construir ese futuro brillante: “No es necesario tener miedo, lo necesario es actuar: cualquier acción, por amarga que resultase, podría convertirse en felicidad, mientras que la nada se queda siempre en la nada”.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero