Y la rebelión construyó al hombre

Publicado el 8 de septiembre de 2020

Félix David García Carrasco
Maestro y licenciado en Derecho por la UNAM, abogado y crítico cultural
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Hubo un periodo de la historia humana, extenso y muy desafortunado, en el que un puñado de hombres tenía un poder cuasiilimitado sobre el destino de millones, una época en la que la libertad y la seguridad eran privilegio exclusivo de monarcas y aristócratas, una edad sombría cuya nota distintiva, no obstante, no era la esclavitud, tanto como la afasia generalizada. Así pues, hablar era privilegio de unos, mientras que otros simplemente debían acatar y callar. El silencio se imponía a todos, inclusive a aquellos que en apariencia podían hacer uso de la voz. No había filósofo, teólogo o cortesano, por reconocido y bien considerado que fuera, al que se le permitiera hablar en sentido contrario a las opiniones impuestas desde la cúpula. Para los que se atrevían, siempre estuvo reservada la cruz, el cadalso, la horca o el exilio.

En la medida en que no había disensión, no había más que un hombre, pues la individualidad a nivel humano siempre se manifiesta en la afirmación de alguna diferencia, lo que la hace, desde un principio, subversiva; por ello, la tragedia ha sido el destino común de muchas personas que se han atrevido a dejar crecer lo que tiende a brotar espontáneamente en ellas, como dijera Herman Hesse. Cuanto más totalitario y arbitrario es un régimen, tanto más despiadado e implacable es en la persecución de la individualidad y de sus manifestaciones.

Son muchos los medios a través de los cuales se ha impuesto la esclavitud y el silencio a los miembros de una comunidad; tal vez la forma más evidente sea la coacción mediante la violencia física, pero no es la única, ya que, además del suplicio, existen instrumentos más refinados, tales como la enajenación política, que fomenta la adhesión irreflexiva a un orden social opresivo y una deferencia fanática a quienes lo dirigen, o la mistificación religiosa, que en muchas ocasiones legitima a los gobiernos opresores mediante la sacralización de sus dirigentes y de las normas en las que fundan su autoridad.

Aunado a los mecanismos externos de control, debemos tener presente que existe una tendencia innata en el género humano hacia la compactación en masas homogéneas, cuyos rasgos más característicos son la ausencia de juicio crítico, la susceptibilidad a discursos falaces, la espontaneidad irreflexiva, así como un sentimiento artificial de pertenencia y su consecuente disponibilidad para aceptar ciegamente los dictados de cualquier autoridad. La historia nos ha mostrado en innumerables ocasiones que toda esta susceptibilidad al veneno de rebaño —como lo llamara Aldous Huxley— ha sido ampliamente explotada por tiranos cínicos y demagogos para mantener oprimida a una masa humana.

Si bien los aspectos más evidentes de la represión son la violencia, la imposición y el control, en la misma existen matices, los cuales no se aprecian tanto en su grado de brutalidad como en el aspecto concreto de la personalidad humana que buscan censurar. Así, en las distintas formas de coacción se pueden apreciar cuáles son los aspectos en donde los despotismos perciben con mayor alarma a la siempre riesgosa individualidad, que son, por regla general, las libertades de acción, de conciencia, de expresión y de preferencias, aspectos en los que se afirma, no obstante, la plenitud de un ser humano.

Podemos afirmar que, en la medida en que la historia convencional es la crónica de los poderosos —emperadores, generales y reyes—, también lo es de la violencia y la represión. En este sentido, la narración de cualquier hecho del pasado bastaría por sí mismo para ejemplificar tal o cual forma de sometimiento; sin embargo, hay algunas que, por haber recaído en hombres ilustres, resultan particularmente claras para ejemplificar casos particulares de represión, tales como los que se recapitulan a continuación.

A nadie le extrañará que el primer crimen autoritario de la historia haya recaído sobre la libertad religiosa; no obstante, lo que sí es inesperado es que la víctima de esta represión autoritaria haya sido un monarca: el reformador religioso y cultural Akenatón. Este faraón, hacia mediados del siglo XVI antes de nuestra era, abolió el antiquísimo politeísmo egipcio en favor del culto a una única y toda poderosa deidad: el dios solar Atón. La dimensión de su ofensa debió de ser tan grande que su reinado fue brutalmente acallado por los sacerdotes que posteriormente hicieron el recuento de la historia nacional y su nombre sólo resurgió a principios del siglo XX, cuando fue descubierta su tumba. Aun cuando los especialistas no se han puesto plenamente de acuerdo en las razones que lo motivaron a renegar de la religión convencional, un hecho está claro y es indubitable: Akenatón era un rebelde cultural, cuya existencia se quiso relegar al olvido por los representantes de la ortodoxia.

El crimen por antonomasia en contra de la libertad de pensamiento y de expresión es el que la ilustre sociedad ateniense cometió en contra del más sabio de los mortales: Sócrates. El tribunal que condenó a este filósofo a beber la cicuta lo hacía bajo el cargo de impiedad y corrupción de la juventud, lo que lo convierte en un rebelde cultural y lo emparenta con Akenatón. Y es que, en verdad, el hijo de Sofronisco desafió la mentalidad de su época, al mostrar que, para llegar a la esencia de las cosas, habría que sobrepasar las ideas y los prejuicios convencionalmente sostenidos y asumir un pensamiento crítico; con esta manera de pensar se socavaba gravemente no sólo las convenciones científicas, sino también, cosa mucho más alarmante, las ideas en las que se asienta el gobierno y se funda la religión.

Uno de los mayores crímenes en la historia fue el perpetrado por Alejandro III de Macedonia —apodado el Grande— en contra del pueblo ateniense, toda vez que fue él quien ordenó la destrucción de la democracia al restringir la facultad para participar en el gobierno a los ciudadanos acaudalados y excluir de la vida pública a miles de hombres libres. Su acto fue un gesto brutal propio de un tirano absolutista que intuía en la libertad individual y en la participación activa de la sociedad en las cosas de gobierno una amenaza permanente a su poder. Su legado ha sido particularmente pernicioso, puesto que, desde entonces, muchas camarillas canallas aprendieron la lección y han secuestrado la función gubernativa, procurando mantener atomizados a sus súbditos.

La Antigüedad, como hemos visto, no estuvo exenta de prácticas represivas; por el contrario, se trató de sociedades siempre prestas a la violencia en contra del individuo. Sin embargo, hasta la adopción de una postura religiosa intolerante y radical por parte del Imperio romano, no existió persecución activa de la gente con motivo de sus preferencias eróticas; este aspecto, desde ese lejano día, pasó a convertirse en un hecho a controlar de manera prioritaria en la agenda de toda tiranía. Por ello, el último crimen en contra de la individualidad humana que habremos de referir es la injusta condena a Oscar Wilde.

El autor de El retrato de Dorian Gray fue condenado a dos años de trabajos forzados bajo el cargo de haber cometido “actos de indecencia con hombres”, lo cual resulta de por sí harto elocuente respecto al control tan absoluto que un Estado y una sociedad se arrojan sobre sus ciudadanos, un poder que persigue y sanciona los actos que no son conformes con la moral y la religión en la que se sustenta el poder, un acto que no sólo reprime a una persona en su individualidad, sino que se arroja la pretensión desmesurada de estar en condiciones de determinar lo que es conforme a la naturaleza y lo que no.

Como se ve, la violencia coercitiva circula, por lo general, de arriba hacia abajo, como en el caso del monarca que impone medidas brutales o el del tribunal que condena al ciudadano conforme a normas injustas; pero también se manifiesta en los movimientos descentralizados de la cultura que, a través de sus elementos más represivos, como son la moral y la religión, restringe, con igual denuedo, el desarrollo de las posibilidades humanas, como el libre ejercicio de la sexualidad y la expresión de ideas. Con todo y a pesar del ámbito del que provenga, no está de más recordar que la represión es un “gran no” que niega la trascendencia humana, en la medida en que imposibilita el desarrollo de alguno de los aspectos del hombre. Se trata de un tope que, de manera abrupta y violenta, suprime la acción. Como decía Sartre: “Como un No capta primeramente el esclavo a su amo, o el prisionero que intenta evadirse al centinela que lo vigila. Hasta hay hombres (guardianes, vigilantes, carceleros, etc.) cuya realidad social es únicamente la del No, que vivirán y morirán sin haber sido jamás otra cosa que un No sobre la tierra”.

En la búsqueda, rescate y afirmación de un aspecto de la existencia humana es que durante siglos se han levantado hombres, pueblos y naciones; en contra de un “gran no”, muchos han sacrificado su existencia, como Espartaco, quien murió luchando en contra de aquellos que negaban su libertad y su dignidad, o Martin Luther King, quien movilizó a la población afroamericana en contra de un sistema racista que los segregaba, e incluso el pueblo alemán se unió a finales de los años ochenta para emanciparse de un régimen que ignoraba sus derechos fundamentales. El primer movimiento hacia la construcción del hombre es, por ello, el de la insubordinación, porque en el acto del levantamiento se afirma la existencia de un valor que el tirano intenta negar.

Así, podemos afirmar que el avance indiscutible de la modernidad ha sido el de arrebatar de las manos de los tiranos el reconocimiento de que la humanidad entera es titular de derechos y libertades que ningún gobierno puede desconocer. Sobra decir que esta libertad no ha sido regalada, sino que, por el contrario, es fruto de luchas y levantamientos sociales, y que se ha comprado con mucha sangre en distintas épocas y lugares para beneficio de todos cuantos integran el género humano. Como decía Albert Camus: “La rebelión es el acto del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos. Pero nada nos permite decir que se trate solamente de los derechos del individuo. Al contrario, parece que se trata de una conciencia cada vez más amplia que la especie humana adquiere de sí misma a lo largo de su aventura”.

La rebelión tiene una doble repercusión en la existencia humana: en lo inmediato emancipa de un yugo concreto, pero a largo plazo da forma a la idea de lo que es el hombre, puesto que éste se construye de derechos, así como de libertades, en los que afirma su dignidad. Las luchas de quienes nos han precedido han sido esenciales para la construcción de lo que hoy damos por sentado como atributos de lo humano. ¿Acaso es posible imaginar una concepción de los hombres que no dé por sentado que éstos cuentan con libertades de pensamiento y de acción inalienables, que los dota de dignidad y, por lo tanto, los hace siempre fines y jamás medios?

Paradójicamente, en el ámbito de los discursos científicos, filosóficos y jurídicos ha terminado por olvidarse que la idea que hoy nos hacemos del hombre y de su naturaleza es una construcción social e histórica, dándose por sentado que se trata de una esencia inmutable, cuyo contenido se revela con más precisión de tiempo en tiempo, negándose, por tanto, el carácter constructivo que las rebeliones históricas han desempeñado en su formación. Olvido que, desde luego, no tiene un carácter negativo; por el contrario, sirve para tornar inamovibles e inviolables los derechos hasta hoy conquistados.

No obstante, una antropología y una filosofía que se precien de ser objetivas habrán de intuir que la herencia verdadera de la rebelión histórica no es la de proporcionar una imagen esencialista del hombre, sino que, por el contrario, su importancia radica en haber proporcionado la prueba más evidente de la relatividad de todo lo humano. En virtud a ella, es posible apreciar la temporalidad del hombre en tanto que idea y construcción social, como decía Foucault al final de Las palabras y las cosas: “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin”.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero