El caso de la desigualdad en conciencia y responsabilidad:
cambios sociales en México como consecuencia de la pandemia del COVID-19

Publicado el 24 de septiembre de 2020


Guillermo José Mañón Garibay

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email guillermomanon@gmx.de

Si la pandemia nos ha igualado a todos en el riesgo, no lo ha hecho en la responsabilidad y la conciencia. Cada generación tiene un momento de lucidez y autoconocimiento; para algunos fue la Revolución mexicana o la Gran Guerra o el movimiento del 68. Otras generaciones más menesterosas no cuentan más que con un artista de cine o una banda musical. Ahora, en tiempos de la pandemia del COVID-19, las generaciones quedarán señaladas por el miedo al contagio viral y a la muerte.

Sabemos por la psicología pedagógica que existe el aprendizaje por shock y, según el doctor J. Reichmann, el shock en este momento es el virus SARS-CoV-2, y su enfermedad llamada COVID-19: un virus zoonótico “nuevo”, frente al que no existe inmunidad previa. Es un virus que está demoliendo la “normalidad” de la vida, la abulia frente a la depredación del hábitat natural, la (dis)armonía social, el (des)orden urbano, la (in)estabilidad productiva-laboral.

No obstante, hay que subrayar que el shock no se debe a la pobreza prevaleciente y erosión del Estado benefactor (del sistema de salud pública y educación), sino al pequeño virus pandémico, familiar a biólogos y epidemiólogos, pero ajeno a filósofos y juristas. Exactamente, esto se dice porque no se trata de un fenómeno catastrófico aislado, sino de uno entre muchos. La pregunta que plantea Reichmann es si seremos capaces de aprender de él, pregunta que es válida si se tiene en cuenta que el shock ha tenido como primera reacción espontánea no el aprendizaje, sino la negación de la finitud y vulnerabilidad del cuerpo. Concomitantemente a la sacudida de la civilización mundial por la pandemia, se niegan los procesos que han puesto en marcha la destrucción del planeta y quebrantado la salud del hombre. Esta actitud contradictoria de shock y negación conlleva a confiar todavía en una solución dentro del orden prevaleciente, lo que devela la “condición trágica del hombre”, algo nada menor para un filósofo. Esta condición trágica del hombre no significa otra cosa que el hombre es un ser contradictorio, donde su deseo discrepa de su conocimiento: sabe que ha de morir, pero desea vivir eternamente.

Precisamente, en esto reside el cambio drástico producto de la pandemia: si el coronavirus trasmutó la forma de vivir, es porque antes cambió la forma de morir: muertes intempestivas, en soledad, simultáneas o masivas, que han hecho caer en pocos días la vigencia de lo normal, de lo habitual y acostumbrado, convirtiéndolo en el “mundo de ayer” (Stefan Zweig), arrojándonos a la intemperie de la contingencia e improvisación absoluta. Lo irrepresentable de la muerte y la enfermedad son la esencia de la crisis actual, del (sin)sentido de la catástrofe.

Ciertamente, la pandemia del SARS-CoV-2 representa la vuelta de la muerte a la reflexión filosófica y a la angustia popular, después de su larga negación en la era posmoderna, que había habilitado al cuerpo como fuente de disipación y placer eternos. Con esto no se niega el derecho de cada cultura y civilización a imponer un nuevo orden, una nueva perspectiva, una nueva forma de existir. Simplemente se advierte que en la sima de una nueva propuesta de vida se encuentra algo oscuro, destructivo, tal y como puede verse en el hecho trivial de alimentarse: nuestra vida está literalmente construida sobre los cadáveres de los vivos, porque para comer y vivir es necesario matar. Es una intuición fundamental de las reflexiones económicas del austriaco Joseph Schumpeter sobre la “creatividad destructiva” (schöpferische Zerstörung). Sin extremar los términos, se puede decir con verdad que nuestros cuerpos son el cementerio de numerosos cadáveres y que nosotros mismos seremos consumidos por otros seres vivos más adelante.

Sin embargo, todas las civilizaciones y culturas que proponen nuevas formas de vida tienden a reprimir el pensamiento sobre la muerte y a valorar la vida del individuo por encima del de la especie. El sueño persistente es vivir eternamente; por ello, es normal angustiarse ante la muerte y luchar por la vida tanto como sea posible, incluso al grado de proteger a los miembros más débiles e indefensos (viejos y enfermos, etcétera). Esto permite entender el anhelo actual y de todas las naciones a salvaguardarse a toda costa de los peligros “naturales”. Vale la acotación entrecomillada, porque las desgracias y catástrofes son todo menos naturales: son el resultado del fracaso neoliberal y del Estado mínimo, que deja en manos del mercado y del capital privado la salud del pueblo. ¿Cómo es posible que escaseen los médicos, los enfermeros y los insumos de todo tipo, como las mascarillas, las ambulancias, las camas, las pruebas y los remedios de cualquier tipo? ¿Por qué hasta ahora se toma conciencia de ello y se piensa en subsanar estas carencias?

Sobre estos peligros “naturales”, hay que informarse asistiendo (¡cómo se pueda!) a las conferencias sobre el COVID-19, repasando las cápsulas noticiosas sobre el tema, al mismo tiempo que se asumen los estragos del encierro. Así, tropezosamente, aprendemos que el virus SARS-CoV-2 es la forma en que el pasado arcaico existe en el presente moderno, porque el virus es una de las fuerza más elementales de la evolución: circula de una forma de vida a otra, sin limitarse a las fronteras de un solo género, especie o individuo; es libre, anárquico, casi inmaterial, sin afectar a nadie en particular, vivo y muerto, pero con la capacidad de transformar a todos los seres vivos y posibilitar su dinámica evolutiva para adaptarse a su entorno. Por todo ello, el virus es una fuerza creativa-evolutiva, que impulsa el cambio con un potencial prácticamente infinito.

El filósofo italiano Emanuele Coccia afirma en su libro La vida sensible que aproximadamente el 8% de nuestro ADN es de origen viral. El precio de este aprendizaje, de este saber, es el de asumir que el hombre no es el agente de la historia. El ser humano ha perdido su centralidad frente al virus y su caótica dinámica de contagios, hasta el punto de tener que despedirse nostálgicamente del imaginario humanista heleno donde el hombre era el artífice de su propia vida. El humanismo (de todos los tiempos) se fincó en la idea del hombre libre y capaz de “autocrearse”, lo que en el trecento y el quattrocento representó para los filósofos italianos la superación del determinismo natural y/o teológico. En nuestra época posmoderna, el SARS-CoV-2 anuló la visión de la razón programática y tecnocrática a favor del devenir voluble y caótico. Desde el comienzo de la Primera Revolución Industrial, la imaginación tecnológica presentó a la tierra como la “casa del ser” (Martin Heidegger), o sea, como un “ecosistema” ordenado y gracias al cual es posible la vida. Sin embargo, la naturaleza no es el reino del equilibrio incólume, en donde todos encuentran su lugar idóneo: primero, sabemos por Henri Bergson que la vida no comienza con nuestro nacimiento, porque la nuestra es la vida de nuestros mayores, de toda nuestra especie, que se dilata en un momento dado hasta nosotros (sin reparar en el valor del individuo), para trascendernos y continuar en las generaciones futuras, en la vida de este y aquel cuerpo, de esta y aquella otra especie, sufriendo múltiples comienzos, pero, sobre todo, múltiples muertes. Segundo, el “retorno de la muerte” como característica definitoria de la vida humana ha tenido lugar a contrapelo de la cultura capitalista, que ha sido un intento permanente para superar y negar la muerte, defendiendo a capa y espada la vida del mercado y la acumulación desmesurada, a través de la abstracción del valor de uso a favor del valor de cambio. Para lograrlo se abandonó el trabajo como principio rector de la integración social y se centró en el consumo y la manipulación falaz de la información, cenit de la enajenación de la realidad social.

Después de cuarenta años de la quimera neoliberal, la carrera del capitalismo financiero se detuvo intempestivamente: dos, cuatro, seis meses… ¿cuántos más?, de bloqueo total, una larga parálisis de los procesos de producción y de la circulación fluida de personas, bienes y capitales, sumado al largo periodo de reclusión. Así se resume la tragedia de la pandemia. Todo esto quiebra (quebró y seguirá quebrando) la dinámica capitalista de una manera tal vez irremediable, irreversible (Byung-Chul Han vs. Žižek).

Los poderes que administran el capital global a nivel político y financiero están tratando desesperadamente de salvar la economía, inyectando enormes cantidades de dinero: miles de millones que, si se suman ahora, tienden a significar una sola cosa: ¡cero! Porque de repente el dinero no significa nada, o muy poco; porque el dinero no puede comprar lo que no existe: el dinero no puede comprar la vacuna que no existe; no puede comprar a los médicos y enfermeras que no existen, y ni siquiera las máscaras protectoras (agotadas en el mercado global); no puede comprar las unidades de cuidados intensivos ni reestablecer el sistema de salud estatal (eliminados por la reforma neoliberal). Sólo el conocimiento, el trabajo y la solidaridad pueden proveer de lo necesario y que ahora no existe en el mercado. De esta forma, el dinero y los mercados devienen superfluos e impotentes, mientras que la solidaridad social y la inteligencia científica están activas y fecundas al grado de devenir políticamente poderosas.

Por ello, al final de la cuarentena global, nadie volverá a la normalidad, porque nadie desea lo “normal”, representado por la preeminencia del dinero y los mercados del consumo y la desinformación. El mejor ejemplo de esto son las declaraciones de Dan Patrick, vicegobernador de Texas, quien señaló que había que “sacrificar vidas para salvar la economía”. Ciertamente, nadie sabe al 100% lo que sucederá, y las soluciones que se ofrecen se encuentran desde hace tiempo caricaturizadas en los libros de autoayuda y superación personal. Sin embargo, el imperativo dicta avanzar hacia la creación de una sociedad basada en el afecto y la solidaridad. Esto significa que necesitamos una nueva cultura del apego, de la ayuda y de la mesura, porque durante el confinamiento se ha instituido un nuevo ethos que manifiesta el disgusto de los seres humanos por vivir juntos, y en el que cada uno considera al prójimo como una amenaza para su vida y desea que permanezca a una sana distancia. Es necesario imaginar un nuevo lenguaje de apapachos y caricias que obligue a los hombres a apagar sus pantallas conectivas como estrategia para salir de la vida solitaria y temerosa (Tzvetan Todorov). Curiosamente, en estos días vacíos se tiene todo el tiempo para uno mismo y, sin embargo, apenas se puede hacer algo con él, porque en lugar de reactivar nuestro sentido del tiempo y de la grata convivencia, se exacerba el hundimiento en la nada eterna de la conexión virtual que ha tenido como resultado la dictadura online (Sherry Turkle), pese a que encontrarse online equivalga hoy día a sufrir la pandemia del COVID-19.

¿Quién puede observar cualquier objeto habitual, como la perilla de la puerta, una taza de café, una bolsa del mandado, sin imaginar que está repleta de microbios a la espera de adherirse a nuestros pulmones? ¿A quién se le ocurriría darle la mano a un extraño, subirse a un autobús o enviar a su hijo a la escuela sin sentir un miedo cerval? ¿Quién puede pensar en el placer ordinario de conversar sin evaluar el riesgo a contagio? ¿Quién no mira a los migrantes como una acumulación indeseable y riesgosa en estos tiempos de pandemia? Todo esto compele a la construcción de muros y al levantamiento de fronteras, aunque la evidencia establezca lo contrario, a saber: el virus no respeta fronteras ni discrimina entre nacionalidades, sino, antes bien, confirma que los hombres son todos iguales, porque los mata de la misma manera.

No obstante, el enfrentamiento con la muerte refuerza el sentimiento nacionalista, junto con el sentimiento de inseguridad y vulnerabilidad, que lleva a poner en entredicho la democracia liberal y a estar dispuesto a entregar la libertad a un Estado autoritario que se presente como la solución al problema. Parecería que el verdadero virus es el “ciudadano universal”, cosmopolita, que hace efectivo su derecho (humano) a vivir donde le plazca. Ejemplo de esto es la fórmula malthusiana de Trump que dice “hacer vivir a los nuestros y dejar morir a los otros”, sin articular una sola política internacional que sobrepase su miopía.

La metáfora más recurrente durante la pandemia (y contra el SARS-CoV-2) es aquella que alude a la situación actual como si fuera una guerra, algo peligroso, porque justifica —como advirtió Susan Sontag— todas las medidas extremas y niega la iniciativa personal para que todo venga impuesto desde arriba.

Para colmo de males, en los últimos años se ha constatado la “infantilización de la sociedad”: los hombres maduros juegan con los videojuegos de sus hijos y asisten disfrazados al cine asemejando a los héroes de fantasía; por otro lado, las madres ingresan al quirófano deseando la apariencia de muñecas sarmentosas. El infantilismo es uno de los grandes males en estos tiempos, a tal grado que el gran problema actual es que no hay adultos (Tzvetan Todorov). ¿Y será esta sociedad sin adultos la que enfrente a la pandemia, la muerte intempestiva y el duelo sin consuelo? Hacen falta adultos que puedan afrontar la gravedad de la vida desde la conciencia lúcida y plena de la muerte.

Si, como dijo el filósofo en la Ética a Nicómaco, el fin de la vida es la felicidad, habría que preguntarse si la pandemia ha dejado alguna enseñanza desde donde se vislumbre cómo pueda ser esto posible en los tiempos venideros.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero