Concepto de justicia y populismo punitivo

Publicado el 22 de septiembre de 2020

Jorge Eduardo Carrillo Velázquez
Profesor del Posgrado en Derecho en la Universidad del Distrito Federal,
en la Universidad Tecnológica de México y en la Universidad del Valle de México
emailrex.regvm@gmail.com

Introducción

La idea de la justicia en México nos parece tan cercana y, a la vez, muy extraña; nuestras normas jurídicas la mencionan como sinónimo de los sistemas procesales, y a los juzgadores se les denomina impartidores de justicia; asimismo, nos encontramos inmersos en constantes reformas constitucionales y legales, donde unas parecen modernizar los sistemas procesales, mientras que otras atacan conceptos básicos, como el de justicia; al final, nuestra sociedad vive inmersa en una crisis de justicia, derivada de la impunidad y la violencia generalizada.

Sobre este punto, la filosofía del derecho no debe extenderse ya en definiciones o compilaciones del estado del arte sobre la justicia, sino que debe enfocarse en la búsqueda de soluciones y en transformar la mente de todas las personas, ya que sólo así se cambiará la realidad.

Desarrollo: concepto de justicia

Analicemos que, en los miles de años que se ha tratado de abordar una definición de justicia, se ha fallado por visiones epistemológicas diversas que la miran desde diferentes ángulos y la describen de formas distintas, dependiendo de la época y la circunstancia; sin embargo, en medida diversa, ninguna definición puede ser de aplicación universal sobre la realidad universal de las personas.

En consecuencia, no buscamos la definición de la justicia, sino su concepto; atendemos entonces a las operaciones lógicas; así se trata de que:

Concepto. Es una idea que asimila el objeto en la mente. “Los conceptos tampoco son los objetos a que se refieren… es la representación de un objeto en el plano del pensamiento” (Alatorre, 1981: 141); como objeto completo, deseamos aproximarnos a generar la idea de ella, de modo que su abstracción y aplicación es tan basta que no es posible abrazarla con palabras.

Existen fenómenos inmanentes del ser humano que ha proyectado de su mente al universo que le rodea, ya sea para explicarlo o para encontrarle finalidad a su vida, como ejemplo hay entes como el amor y la justicia, los que comparten características, pues al ser producto humano son sublimes, bellos y perfectos en términos absolutos; podemos enlistar sus características, pero no definirlas. Suponiendo: algo que consideremos amor debe ser bello, libre y bienestar, y si no lo es, sencillamente no es amor. Sucede lo mismo con la justicia, que al ser nuestra creación como entes racionales radica en la abstracción; de ella, hemos decidido que sea bella, traiga libertad y bienestar, y no puede tener excesos, de modo que si a algo lo consideramos justicia y no cumple con esas características no lo es.

Sentado lo anterior, justifiquemos la imposibilidad de definir la justicia, asentando lo que se entiende por ella:

— Definición “es una operación lógica por medio de la cual se determinan las notas esenciales de una cosa” (Alatorre, 1981: 146); sea entonces que por vía de las palabras se exprese el concepto, de manera breve y suficiente, a la vez, sea capaz de transmitir el concepto.

De todas las técnicas, artes y ciencias, no ha habido más interesados como en el problema del amor; desde estudios psicológicos, neurológicos y literarios, ríos de tinta en bosques de papel, la humanidad ha podido explicar muchos de sus aspectos, pero siguen las mismas preguntas: ¿qué es y por qué? En el mismo sentido ocurre con la justicia, tantas palabras la han explicado y siguen resonando las mismas preguntas: ¿qué es y por qué?

La utilización de la definición en el sentido aristotélico nos lleva a un callejón sin salida en el que “cuando una cosa se atribuye a otra, como a un sujeto, todo lo que pueda decirse del atributo, podrá decirse igualmente del sujeto…” (Aristóteles, 2016: 30), de modo que para definir a la justicia es posible atribuirla a sus características; asimismo, encontrar sus orígenes como concepto y elemento abstracto, pues “Los géneros superiores pueden servir de atributos a los géneros inferiores” (Aristóteles, 2016: 30); se formaría entonces una larga cadena de géneros y especies de los que deriva la justicia, imposibilitando una definición clara.

Sobre la justicia, la mayoría nos encontramos de acuerdo en que se trata de una virtud y un valor, de carácter racional que sólo se comparte entre seres humanos, sea dentro del areté o de las virtudes cardinales; así compartirá las mismas características que la moderación (sofrosine) y la fortaleza, siendo todas ellas bellas, benéficas y sublimes; entonces, ¿qué la distingue de otras virtudes o valores que llevan al bien, a la belleza y al bienestar? Para responderlo es necesario utilizar los siguientes supuestos:

Es liberadora. Definitivamente, la justicia debe ser liberadora, ya sea de los apetitos de las pasiones como de la opresión contra la razón y, en consecuencia, del cuerpo; si la justicia libera de las pasiones, sería igual a la templanza; si libera a la razón, es la fortaleza; si la libera del miedo, será la valentía; si libera de la enfermedad, es la medicina; sólo parece que, en sentido estricto, libera la locomoción del cuerpo actuando como contenido del derecho.

Es sancionadora. A toda conducta se le ha de atribuir una consecuencia, ya sea para premiar o no hacerlo; pero si la sanción es del ánima, entonces se funde a la ética; si lo hace respecto al pueblo, se funde a la moral; si lo hace respecto a la norma jurídica, será el derecho.

Es pacificadora. La justicia debe traer paz; si no lo hace, no es justicia. Lo contrario a la paz es su ausencia, y la ausencia de paz trae malestar e incertidumbre. La justicia es el remedio a los conflictos, y remediándolos se obtiene la paz.

Si continuáramos buscando características a manera de especies de la justicia, elaboraríamos una lista interminable sin identificar claramente sus especies; no obstante, ello nos ayuda a determinar que todas las demás virtudes y valores deben ser justas, por lo que aseveramos lo contrario: la justicia es el género superior de la virtud y de los valores.

Aun definiendo a la justicia como el género de toda virtud y valor, no se logra transmitir su concepto y mucho menos su identificación. Sus características son todas las virtudes y valores racionalmente concebidos como entes abstractos, pues al contrario de los valores infrahumanos como la vida y la salud, la justicia no puede ser su fuente, ya que son observables y se comparten con todo ser vivo; sin embargo, es acordable señalar que las virtudes, cuantas sean, tienden al bien o generan un bien, por lo que suponer que la virtud tiende al mal o genera mal definiría a eso como una no virtud o un vicio; así, la justicia es el ejercicio de toda virtud racional.

Utilizando las categorías de sustancia, cuantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, estado, acción o pasión (Aristóteles, 2016: 31), podemos formar lo siguiente:

a) Sustancia. Podría ser la de virtud o valor, aunque nos inclinamos por señalar que es la fuente de toda virtud o valor racional; debemos reconocer que determinar su sustancia nos lleva a un dilema, de modo que reconocemos su sustancia como una construcción racional.

b) Cuantidad. Ella es discreta, pues si atribuimos características o elementos a la justicia, por ellos mismos sin su origen pierden relación; así, sostenemos que la justicia debe ser pacificadora y sancionadora, de modo que los términos “sanción” y “paz” no tienen relación entre ellos, ya que se puede sancionar y no generar paz.

c) Cualidad. La justicia es una capacidad por su permanencia y porque no puede ser variable, no puede mutar; sin embargo, reconocemos que la evolución social nos ha llevado a señalar como injusticias actos que en otros tiempos y lugares fueron considerados justos; sobre ello, ¿puede variar en el tiempo la dignidad humana? Definitivamente no, de ahí que invariablemente la justicia debe conservar la dignidad. Si bien para estudiar el pasado u otros pueblos debemos colocarnos de manera neutral y evitar juicios de valor, necesariamente debemos preguntarnos si nuestras acciones o nuestros pensamientos considerados justos pueden variar al confrontarse con la dignidad universal y atemporal del ser humano.

d) Relación. Ella nace de la comparación con otros objetos; en este sentido, la justicia al ser racional no tiene relación sensible con ningún otro objeto, racional o material, sino sólo en medida de la amplitud de las ideas con que se compara. Así, sostenemos que hay valores o virtudes que se presentan en proporción de la justicia, pues todos ellos la tienen, de forma que la justicia necesariamente es más amplia o grande. Sea el caso de que todo amor para serlo debe ser justo, pero la justicia no debe ser amorosa; toda felicidad debe ser justa para serlo, pero no toda justicia debe ser felicidad.

e) Acción o pasión. Refiere a que los objetos pueden tenerse en mayor o menor cantidad; sin embargo, ello no puede aplicarse a la justicia, ya que es absoluta, y por tanto no puede ser más justo o menos injusto, pues si se considerara ello, necesariamente habría ausencia de justicia. La justicia respecto a lo demás sólo puede calificar a los objetos de justos o injustos, pero cuando no haya relación será indiferente, de modo que una piedra no es ni justa ni injusta, sólo indiferente a ella.

f) Por las demás categorías de tiempo, lugar y estado, éstas no pueden aplicarse a la justicia, pues es por sí misma un concepto que no ocupa un espacio que pueda ser sentido o medido, por lo que es atemporal y aespacial.

La justicia es una idea abstracta que no puede tener representación directa y material en la realidad, apenas usando símbolos, pues su contenido es tan amplio que escapa a toda posible definición; ante esa imposibilidad, no puede considerarse evidente, por lo que es necesario utilizar el método de Santo Tomás, en el que el concepto de justicia no puede deducirse de sus características, sino, precisamente, de lo que no es (Hipona, 2014: 41), de manera que su demostración debe realizarse con lo que resulte más evidente, como lo son sus efectos (Hipona, 2014: 40).

Sobre este argumento, la justicia no puede tener valoración estética, es decir, no puede ser hermosa o fea, agradable o desagradable, debido a que son consideraciones subjetivas y no tienen base racional, sino emocional; tampoco puede ser lesiva, esto es, causar mayor agravio del que se pretende remediar con ella, no puede causar mayor aflicción, oprobio, sufrimiento, etcétera, que aquello que debe ser remediado; por el contrario, la justicia debe traer la consecuencia de remediar tales males y, si no lo hace, no puede considerarse como justicia.

El origen de la justicia sólo puede ser racional, es decir, no es natural ni consustancial a la existencia humana, y esto es por una sola razón: en el reino animal no existe tal idea, el mundo salvaje se rige por un delicado equilibrio en el ecosistema y las “leyes naturales” simplemente son principios y constantes que marcan la existencia y cambios de la materia-energía. En otras palabras, los seres vivos buscan su supervivencia y las partículas se agrupan formando el universo, sin que ello pueda considerarse justo o injusto, sino que es indiferente, de modo que la justicia únicamente puede ser originada a partir de la mente humana.

Así, sin definición, su identidad sólo puede ser abstraída racionalmente, como lo propone Descartes (2014: 127), y es una idea clara y distinta, pues todos los seres humanos (mentalmente sanos y jurídicamente capaces) pueden asociar lo justo con lo bueno y lo injusto como malo. Siendo un concepto único del ser humano en cuanto a que es un ente racional, su identificación radica en una idea clara y distinta como lo señala en sus características, pero no su origen; esto es porque la justicia, lo perfecto, lo eterno, etcétera, no proceden de Dios, sino de los miedos, así como de los anhelos del ser humano, pues le tememos naturalmente a la muerte, la enfermedad, la injusticia, la locura, y anhelamos lo eterno, lo sano, lo justo, etcétera, por lo que todo aquello que queremos ser lo hemos agrupado en una idea sobre Dios, quien se caracteriza, además, por ser justo; por ello, lo señalamos como fuente de justicia.

La justicia en el sistema jurídico mexicano

Definamos al sistema jurídico como el conjunto de instituciones y órganos que operan armónicamente por mandato de la norma jurídica para aplicarla y sancionar las conductas en sus términos, de ahí que la norma jurídica sea causa y finalidad del sistema jurídico. Sin embargo, la causa primera o eficiente de la norma jurídica es la justicia, pues el derecho se forma de normas jurídicas y “posee un ser espiritual que refleja los valores que lo integran… Este carácter espiritual trasciende a su creador, incluso a su manifestación física, de forma que si se quemaran las Constituciones… el derecho como tal permanecería” (Hernández, 2020: 13).

La Constitución mexicana señala en su numeral 3 implícitamente a la justicia como un valor, y el artículo 17 establece la obligación de los tribunales de administrar justicia. Pero ¿cómo administrar algo que no puede definirse?

La definición más recurrida en el campo jurídico corresponde a Ulpiano, recogida en el Corpus Iuris Civilis, referente a la constante y perpetua voluntad de darle a cada quien lo suyo de acuerdo con el derecho (ius); si iustitia romana es aplicar el ius romano, ¿cuál debe aplicarse, el ius naturale o el ius civile? Así pues, instituciones como la esclavitud, de acuerdo con el primer libro del Digesto, eran abiertamente declaradas contra el derecho natural, pero en concordancia con el derecho civil; de esta manera, se declara que “la esclavitud es una institución del derecho de gentes, por la que alguien es sometido contra la naturaleza, al dominio de otro” (Institutas, I, III, 2).

Por lo dicho, afirmamos que los romanos entendían el carácter absoluto de la justicia en el derecho natural y que la norma jurídica no siempre lo era, aunque tendía o buscara a la justicia. Además, la justicia no es darle a cada quien lo suyo, sino la voluntad de hacerlo.

Sin embargo, el debate sobre darle a cada quien lo suyo o lo que le corresponde parece muy antiguo, y no es unánime su aceptación como definición de justicia; así, Platón, en voz de Sócrates, refiere en el diálogo de La República la acepción de Simónides, que “es justo devolverle (darle) a cada quien lo suyo” (Platón, 2011: 16), argumento que se apoya en el ejemplo de devolver el bien que ha sido prestado a su legítimo dueño, y que, sin dudarlo, es destrozado por Sócrates, con la argumentación de que al amigo, por ser bueno, le corresponden los bienes (todo lo que es virtuoso y agradable), mientras que al enemigo, por ser malo, le corresponden los males (todo lo que es vicioso), y no acaso “¿son a lo que cada uno parecen buenos, si bien aquellos que son buenos aunque no lo parezcan? Y lo mismo respecto a los injustos… ¿no se equivocan en esto los hombres acerca de esto, y así les parece que muchos son buenos, aunque no lo sean?” (Platón, 2001: 20).

En todo caso, observaremos que el concepto de Simónides y el de Ulpiano son análogos y adolecen de lo mismo, puesto que implícitamente señalan que la justicia es un ejercicio derivado de los merecimientos del otro y se dirige al otro, a lo que nosotros rebatimos diciendo que la justicia es el ejercicio personal de toda virtud en la conducta individual. En este sentido, apuntemos lo siguiente: si el médico puede actuar justa o injustamente al buscar la calidad moral del paciente y la causa de la enfermedad para determinar si lo diagnostica o trata, tal pensamiento es insostenible. El actuar justo del médico es el de diagnosticar y tratar con toda su sapiencia y habilidad, y su acto es ético sólo por realizar virtuosamente su conducta, no en los merecimientos de a quién va dirigido.

Si bien Kelsen trata de despojar la idea de justicia del derecho “científico”, lo cierto es que parte del mismo yerro, pues determina la imposibilidad de que exista un orden normativo justo que traiga felicidad a todos los individuos (Kelsen, 1958: 7), ya que la justicia no se puede reducir a una posible consecuencia, porque no necesariamente la justicia trae felicidad, sino bienestar; por otro lado, se analiza el merecimiento del sujeto a quien va la consecuencia jurídica, y no de la virtud de quien determina la resolución jurídica.

En el caso del juzgador que aplica “justicia”, baste decir por ahora que requiere del ejercicio de toda virtud, de la prudencia, de la empatía-otredad, etcétera, además de que su actuar está reglamentado en la norma jurídica, y ella, entre varios otros atributos, señala su carácter sancionador, es decir, atribuye consecuencias al actuar del gobernado, de ahí que determinemos las sanciones dividiendo el derecho en dos partes: por un lado, se encuentra el derecho penal, por tener el carácter de ser la reacción más severa del Estado ante una conducta (extrema ratio) y por ser la vía última de preservar los bienes más valiosos (ultima ratio), quedando del otro lado el resto del derecho, que, por tener influencia directa del derecho civil, lo denominaremos “derecho común”.

La virtud del juzgador debe encontrarse en dos niveles:

1) Virtud humana. El juzgador sigue siendo un ser humano y participa de toda virtud, como libre arbitrio, prudencia, fortaleza, templanza, sabiduría y, sobre todo, sentido común.

Sobre el sentido común, apuntamos que lo identificamos con la cara bifronte del derecho; así, el ius normativismo ha sostenido que el papel del juzgador se limita a la aplicación de la norma jurídica, liberando al derecho de la acepción de justicia (Kelsen, 1958: 6), y dejando de lado el sentido común o la concepción personal del juzgador sobre lo justo e injusto; sin embargo, existe el carácter bifronte de la aplicación del derecho. “Esta cara bifronte de la labor jurisdiccional nace de la obligación de los jueces de resolver ante ellos llevados y de su capacidad de entender que la solución de cada situación concreta no se la brindará la letra de la ley, sino su criterio objetivo y racional de resolver los asuntos ante ellos llevados” (Hernández, 2020: 83).

2) Virtud científica. El juzgador es un científico y técnico del derecho, de modo que su virtud radica en la correcta apreciación del marco jurídico y la reducción paulatina de la ignorancia, el conocimiento profundo de los principios y valores contenidos en la Constitución y los tratados internacionales, y el saber fundar y motivar sus determinaciones.

Por lo que hace a las sanciones jurídicas, digamos:

a) Derecho penal. Sus sanciones ante la comisión o participación del hecho señalado como delito por la ley penal son la pena y las medidas de seguridad. Procesalmente, puede darse la confirmación de la inocencia.

b) Derecho común. Se reduce a la equidad, la reparación del daño y la moderación del lucro.

Es necesario profundizar y analizar las sanciones derivadas del derecho penal.

Sanciones en el derecho penal

Las sanciones son las consecuencias que determina la norma penal a quien se le haya demostrado que cometió o participó en un hecho que la ley penal señala como delito. Ellas sólo son las penas y las medidas de seguridad; la pena “es el contenido de la sentencia condenatoria impuesta al autor del delito por el órgano jurisdiccional, en el sentido de privarlo de su libertad, afectar su patrimonio o suspenderle sus derechos” (Polanco, 2015: 227).

De lo anterior, las penas pueden ser de tres tipos: 1) privativas de derechos, que implica la imposibilidad de ejercer una profesión o cargo público y perder algunos derechos político-electorales (votar y ser votado); 2) la pecuniaria, consistente en una multa, y 3) la pena de prisión, que consiste en reducir la libertad de locomoción del gobernado a un centro específico de ejecución de sanciones penales. La pena de prisión es la única subsistente de las penas corporales, pues las de muerte, mutilación, etcétera, forman parte de un debate cerrado y sin materia en el que se ha demostrado que dañan la dignidad humana.

Tampoco debería existir el debate sobre la finalidad de la pena de prisión, ya que ella no es la de castigar; así, el artículo 18 constitucional señala que es la reinserción social. En sentido similar se pronuncian las Reglas Nelson Mandela, que establecen:

Los objetivos de las penas y medidas privativas de libertad son principalmente proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia. Esos objetivos solo pueden alcanzarse si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, la reinserción de los exreclusos en la sociedad tras su puesta en libertad, de modo que puedan vivir conforme a la ley y mantenerse con el producto de su trabajo.

Por lo anterior, la prisión es aflictiva en sí misma y no tiene como finalidad generar mayor sufrimiento en el individuo; sobre este punto, debatimos la postura hegeliana de que el delito es un mal, y la pena es otro mal, por lo que la pena es la negación del delito implicando la negación del mal, y como las leyes de los signos, negativo sumado a negativo genera positivo, es decir, el restablecimiento de la justicia (Hegel). Con respecto a esta idea, basta resumir que la pena no debe ser sinónimo de castigo ni de sufrimiento, ello bajo la perspectiva de la penología.

El problema de la justicia y el derecho penal no radica directamente en la aplicación de la sanción penal sobre el sentenciado, pues no se trata de causarle daño o sufrimiento por el daño o sufrimiento que cometió al configurar su conducta un hecho delictivo, sino en el ejercicio del juzgador de lograr determinar la existencia del hecho ilícito y la responsabilidad penal del sentenciado, para después aplicar la pena adecuada, como si se tratara de un tratamiento terapéutico; así como la enfermedad, el exceso o la insuficiencia de medicina es nocivo, de la misma forma la insuficiencia o el exceso en la dosificación de la pena es nocivo.

Un razonamiento similar lo podemos encontrar en Sócrates, cuando en el diálogo de Gorgias refiere que quien trata de escapar del tratamiento para curar la enfermedad lo hace por ignorancia de que el dolor causado por una cirugía es transitorio y elimina a la larga el dolor causado por la enfermedad; así “es muy probable… que hagan algo semejante los que tratan de evitar el castigo; ven la parte dolorosa, pero están ciegos para la utilidad…” (Platón, 2011: 343).

Como apuntamos, la pena no es la aflicción en sí misma, sino que consiste en el tratamiento integral adecuado para reinsertar a la persona, por lo que el sufrimiento es un efecto secundario derivado de la privación o limitación de la libertad; si bien reconoce Platón, en voz de Sócrates, el castigo y el dolor como medicina contra el mal causado por el delito, lo cierto es que el dolor y el castigo no son lo que produce el efecto “sanador” en el sentenciado, sino la atención a él, tanto así que las Reglas Nelson Mandela señalan el deber de eliminar el sufrimiento, en medida de lo posible, de los internos en prisión. En tal orden se entiende cuando se afirma en La República de Platón que un mal caballo que se trata de corregir con el mal o los golpes se vuelve peor.

Agregamos que un fin inmediato de la pena es “impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales” (Beccaria, 2014: 31); sobre ello, apuntamos que Beccaria fue precursor al señalar que la punibilidad de los delitos tiene dos tipos de prevención: la general, que consiste en la amenaza de la pena amedrentando a los demás a no cometer la conducta típica, y la especial, cuando se refiere a aplicarla al reo. No obstante, si bien es cierto que la pena debe ser ejemplar e intimidatoria (Castellanos, 1998: 319), lo cierto es que dichas características no obran en la conciencia humana lo suficiente para no delinquir, pues requiere de otros factores, como el que sean probablemente aplicadas fuera de un ámbito de impunidad (como el que opera en México), pues ante una crisis institucional y de justicia el freno principal contra los delitos siguen siendo la moralidad y la ética.

En todo caso, ya hemos acordado que la finalidad de la pena, como lo marca nuestro texto constitucional, es la reinserción social, por lo que el mecanismo no puede ser otro que la educación integral. Ello implica, en términos propuestos por Jean Piaget, que el ser humano atraviesa etapas de desarrollo, donde la conducta lesiva se provoca por fallos en el aprendizaje durante esas etapas, y, en el contexto freudiano, la conducta antisocial es producto del desequilibro en la psique del individuo.

Si bien no existe el criminal nato, es evidente que el delito nace del delincuente, y éste delinque por una infinidad de factores endógenos (tendencia a la violencia, falta de empatía, personalidad adictiva, depresión, estados alterados de la conciencia, etcétera), al igual que exógenos (clima de violencia familiar, marginación, pobreza), combinándolos con aprendizajes potencialmente lesivos (exagerada ambición, envidia, mente depredadora, machismo, hembrismo, etcétera), sin dejar de lado ideologías nocivas (nazismo, antisemitismo, racismo, clasismo, etcétera), por lo que la causa del delito en el individuo siempre será polifactorial y poliédrica.

La justicia en la pena debe consistir en eliminar al delito; sin embargo, existen resultados típicos que no pueden ser eliminados por la mutación causada en la naturaleza, como el homicidio, resultando imposible revivir a la víctima; tal vez como el contagio de una enfermedad incurable, por ello, se debe reparar en lo máximo posible, pagando los tratamientos, las rehabilitaciones, los gastos y las indemnizaciones a las víctimas directas e indirectas según el caso.

En cuanto a evitar que el delincuente lesione de nuevo a la sociedad, no queda más que eliminar la causa del delito, y no hablamos del delincuente, sino de los factores que lo convirtieron en uno. Por ello, se deben identificar las causas concretas de su conducta y corregirlas; tal es el caso de los delitos violentos, donde seguramente el individuo creció en familias disfuncionales, marginadas y pobres, en las que la supervivencia se confundió con el daño a los demás. En efecto, la solución para evitar que vuelva a delinquir es la reeducación, mostrar y enseñar que existen otras opciones de su conducta antisocial. Sin duda, ello es complicado, pero la psicología y la pedagogía se encuentran en un punto en el que es posible realizarlo.

La imposición de la pena, que corresponde al juez de conocimiento penal, debe ser una ponderación entre la gravedad de la conducta y el daño causado, como lo señala el numeral 22 constitucional; pero ese ejercicio se equipara con la función del médico que prescribe la medicina contra la enfermedad, de tal suerte que debe valorarse cuánto tiempo se requiere para que el reo se reinserte a la sociedad. A esto le llamamos “principio de racionalidad”.

Acaso ¿al padre que ha perdido a sus hijos se le puede explicar que la justicia no consiste en venganza contra el delincuente que los privó de la vida? Sin duda, ello es imposible, y es normal que toda víctima u ofendido sienta ira contra el agresor, es una pulsión natural, es un instinto de muerte que garantizaría la reafirmación de la vida; en efecto, la eliminación del agresor a cambio del bien común del futuro, incluso, es natural y se comparte con todo animal que sea capaz de tener sentimientos. Sin embargo, el castigo deseado por la víctima no puede considerarse justo, en primer término, porque nace de la pasión y la ira, de tal suerte que no puede ser racional, y la justicia, según lo explicado, es el ejercicio de la virtud racional; después, porque no importa lo despreciable e inmundo que nos parezca el delincuente, es por sí mismo un ser valioso e irrepetible que puede ser reinsertado; tal como el enfermo, puede parecernos desagradable e, incluso, peligroso por el contagio, además de ser culpable de su enfermedad, por no atender los tratamientos adecuados o acudir al médico cuando se encuentra poseído plenamente por la enfermedad, y no porque sea su culpa se le debe evitar la cura o medicina, máxime si puede ser curado. Tal cual la enfermedad es al cuerpo vivo, el delito es a la sociedad.

Así las cosas, la pena debe durar lo suficiente para reinsertar al individuo. En tal sentido, Ferrajoli (2004: 141) señala un límite máximo para la sanción penal, que garantiza la menor afectación a la integridad del reo por un máximo provecho y calidad de ésta, a efecto de lograr la reinserción del condenado:

…la duración máxima de la pena privativa de libertad, cualquiera que sea el delito cometido, podría muy bien reducirse, a corto plazo, a 10 años y acaso, a medio plazo, a un tiempo todavía menor; y que una norma constitucional debería sancionar un límite máximo, pongamos, de 10 años. Una reducción de este género supondría una atenuación no sólo cuantitativa sino también cualitativa de la pena, dado que la idea de retornar a la libertad después de un breve y no tras un largo o acaso interminable período haría sin duda más tolerable y menos alienante la reclusión.

tolerable y menos alienante la reclusión. Ello se vuelve evidente, porque el objeto del derecho penal o del derecho de ejecución no es la de aislar del delincuente, sino evitar más daño social.

La diferencia entre justicia y venganza no es evidente, de tal suerte que suelen confundirse, al punto de que la venganza se disfrace y adopte la forma de populismo punitivo.

Populismo punitivo

Se trata de un fenómeno de histeria social, a causa de un clima de impunidad que desemboca en la crisis de los sistemas procesales y/o de la aparición de casos mediáticos que exacerban la opinión pública, trayendo como consecuencia la ampliación y exageración de las penas para aparentar una reacción eficaz del Estado contra el delito.

El populismo punitivo no sólo se caracteriza por el aumento desproporcionado de las penas, sino también en la maximización del derecho penal como remedio a toda problemática social, creando delitos que podrían ser resueltos más eficazmente por otra rama jurídica.

Originalmente, el derecho penal, al tocar lo más sagrado que tiene el ser humano (la libertad y la vida), sólo debe ser empleado en casos de excepción; ello se observa en los principios de extrema ratio (el derecho penal se ha de usar para proteger los bienes jurídicos más valiosos de las lesiones más insoportables) y ultima ratio (es la reacción más enérgica del Estado cuando se han agotado otras opciones de tutela). Hoy en día, se observa al derecho penal como la reacción más común del Estado ante casi toda conducta ilícita, existiendo delitos de bagatela o no graves (que no deberían siquiera ser del campo penal) y los graves (la mayoría), además de aquellos que son tratados como de excepción, que reducen las garantías y los derechos humanos de los acusados de ellos y se caracterizan por ser de simple sospecha e imponer prisión preventiva oficiosa.

Esta irracionalidad nos ha llevado a presenciar dos sistemas penales tácitos y paralelos uno del otro: el primero es el garantista, que contiene los delitos graves y no graves “comunes”, en donde hay plenos derechos humanos y sus garantías para el imputado-acusado; el segundo es el de excepción, basado en postulados del derecho penal del enemigo, donde hay restricción de derechos al imputado-acusado, tipos penales de sospecha y con inversión de la carga probatoria, además de penas abiertamente irracionales que se traducen en prisión vitalicia.

a) Delitos no graves: robo simple, fraudes, lesiones leves, delitos culposos, etcétera.

b) Delitos graves: homicidio, lesiones graves, aborto, feminicidio, violación, abuso sexual, etcétera.

c) Delitos de excepción: delincuencia organizada, narcotráfico, trata de personas, cometidos con armas o explosivos, encubrimiento por receptación, etcétera.

La división anterior no toma en consideración si la pena es proporcional o irracional, ya que tanto delitos graves como de excepción contienen penas irracionales equiparables a la prisión vitalicia.

El combate al populismo punitivo en México, al menos formalmente, comenzó en 2008 con la reforma constitucional, con la adición al primer párrafo in fine, que señala que “Toda pena deberá ser proporcional al delito que se sancione y al bien jurídico afectado”. Esto deriva en dos mandatos:

1) Que el legislador no establezca penas irracionales.

2) Que el juzgador pondere la punición en los límites de punibilidad marcados en la ley penal.

Pese a lo anterior, la política criminal en México obedece a una ilógica:

La actual redacción y aprobación de las leyes penales no obedece a una reflexión serena, racional y consensuada del legislador, sino que se realiza al compás que marca la coyuntura política del país. En otras palabras, en el ámbito penal se viene legislando últimamente a golpe de caso mediático… (Zambrano, 2007: 1).

Efectivamente, para combatir el populismo punitivo, se agregó el principio de racionalidad en el cuerpo normativo mexicano, mas en específico en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 22, el cual reza:

Quedan prohibidas las penas de muerte, de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas y trascendentales. Toda pena deberá ser proporcional al delito que sancione y al bien jurídico afectado.

Este principio es de reciente creación, pues aparece por primera vez en la reforma constitucional de 2008; sin embargo, pese a las discusiones y debates presentados en el Congreso de la Unión, los legisladores no dejan muy en claro el amplio simbolismo de esta adición, ya que en los diarios de debates apenas se refieren a él. Así se limitaron a decir lo siguiente:

En el actual primer párrafo del artículo 22 se propone establecer el principio de que toda pena debe ser proporcional al delito que se sancione y al bien jurídico afectado. Con lo anterior se pretende que el legislador secundario, al momento de determinar las penas, busque la congruencia entre la sanción y la importancia del bien jurídico que se tutela. Así, entre mayor sea la afectación, la pena deberá ser mayor y viceversa (González, 2008: 43 y 44).

Para no dejar dudas, en el Proyecto de decreto que presentaron las comisiones unidas de puntos constitucionales, el 13 de diciembre de 2007, se señaló que:

Respecto a las modificaciones realizadas en el artículo 22 constitucional, estas comisiones dictaminadoras coinciden plenamente con la colegisladora en la necesidad de establecer en forma expresa el principio de proporcionalidad de la pena, es decir, que toda pena que se prevea debe valorar el delito que sanciona y el bien jurídico afectado. Con lo anterior se pretende que el legislador secundario, al momento de determinar las penas busque la congruencia entre la sanción y la importancia del bien jurídico que se tutela (2008: 36).

Es decir, se establece en la Constitución federal que las penas deben ser proporcionales a la conducta y al daño causado al bien jurídico tutelado, y tanto en la propuesta como en el dictamen correspondiente dedican solamente un pequeño párrafo para repetir a manera de explicación lo que habían propuesto.

Pero no quedemos en ese punto, pues se difundió con posterioridad a la aprobación de la reforma en junio de 2008 una guía de consulta en la cual se arroja más luz sobre este tema en comparación a lo dicho por los mismos legisladores, pues señala:

Al incorporarse la proporcionalidad de las penas, se elimina el llamado “populismo punitivo”, consistente en incrementar penas de manera irracional, para aparentar mano dura, penas que rara vez se aplican. Los bienes jurídicos a los que se refiere la frase son garantías que protegen la vida, integridad, tranquilidad y patrimonio de las personas y la comunidad (Gobierno Federal, 2008: 26).

Debemos señalar lo que implica las declaraciones contenidas en la guía de consulta, ya que en muy poco espacio deja ver los graves problemas que interactúan con el gobierno y la delincuencia. En primer lugar, nos habla de la proporcionalidad que evitara un “populismo punitivo”, que se traduce en aumentar las penas sin ton ni son, precisamente para tratar de cubrir la debilidad institucional, pues el mismo texto señala que las penas no se aplican, y si no se aplican es por lo ineficiente de la autoridad, así que si el legislador pretende imponer penas desmedidas es porque una de las funciones de la norma penal es la de prevenir el delito mediante la prevención general, al constituirse la punibilidad como una amenaza contra el delito.

Consideramos que una pena desmedida, como las que se encuentran en la “Ley Antisecuestro”, no cumple el principio de proporcionalidad, aunque sí es formalmente válida, puesto que está formulada en un supuesto hipotético que pretende proteger un bien jurídico, como lo es la libertad personal, y el mismo bien se establece en un margen, al igual que la punibilidad, entre en un tope mínimo y máximo que aparenta dejar al orden jurisdiccional la facultad de adecuarla a la conducta realizada y al daño causado.

Sirve como ejemplo de populismo punitivo en México la citada Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro, Reglamentaria de la Fracción XXI del Artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, o simplemente “Ley Antisecuestro”, pues fue publicada en noviembre de 2010 y contenía en sus artículos 9o. y 10 penas de entre veinte a cuarenta años, cuyas agravantes la definían entre veinticinco y cuarenta y cinco años de prisión, mientras que el artículo 11 establecía que “Si la víctima de los delitos previstos en la presente Ley es privada de la vida por los autores o partícipes de los mismos, se impondrá a éstos una pena de cuarenta a setenta años de prisión”, lo que de por sí entrañaba una pena vitalicia para el condenado.

Sin embargo, en junio de 2014, la misma ley en cita sufrió una serie de reformas, para quedar penas en el artículo 9o. de entre cuarenta y ochenta años de prisión; si la conducta es agravada de acuerdo con el artículo 10, la pena irá de cincuenta a noventa años; por otro lado, si la víctima es asesinada por sus captores, la pena irá de ochenta a ciento cincuenta años, según el ordinal 11.

Es muy grave y absurdo que el mismo Estado reconozca de esta manera su debilidad institucional y trate de remediarla con la implantación expresa del principio de racionalidad y, a la vez, aparezcan fenómenos de normas jurídicas que imponen penas de prisión que exceden la esperanza de vida humana; debido a que el objeto del internamiento en centros penitenciarios es para lograr la reinserción social y no su extermino, es inverosímil contra el principio de la justicia y la proporcionalidad el que la ley penal señale la posibilidad de que alguien definitivamente morirá en presidio. Como lo señala Padilla (2012: 189): “Las sentencias pueden acumular varias condenas privativas de libertad, por lo que algunas veces se llegan a condenas de hasta 700 años, aun y cuando se trate de sentencias por delitos cometidos en el fuero común”.

En las últimas décadas se incorporó al debate la perspectiva del populismo punitivo como concepto que denota las medidas represivas alimentadas por la demagogia de la inseguridad y el miedo. El miedo al otro ha sido siempre un recurso del poder político: puede producirlo él mismo, como en los regímenes abiertamente autoritarios, o servirse de él, secundándolo o alimentándolo con objeto de obtener consenso y legitimación (Frontalini, 2013: 1).

Así, la adopción del principio de proporcionalidad es una manifestación de la justicia, que fija dos manifestaciones fundamentales: por un lado, contiene la obligación a cargo del Poder Legislativo, para que en uso de sus atribuciones observe el principio de proporcionalidad al momento de fijar los márgenes de punibilidad aplicables a cada delito, y, por otro, la obligación de los jueces de observar ese mismo principio en la graduación concreta de las sanciones. El principio de proporcionalidad “instaura en favor de los sentenciados una garantía cuando consideren que los parámetros de la sanción no respetan esas reglas lo cual indudablemente procederá en vía de amparo directo” (Escobar, 2008: 300).

Conclusión

La justicia es el género de toda virtud y valor, que no debe nacer o aplicarse en los merecimientos del otro, sino en la finalidad perseguida. Bajo esta idea, la pena de prisión tiene la finalidad de reinsertar al delincuente a la sociedad, por lo que las penas serán justas en cuanto logren ese fin. Ocurre lo contrario con el populismo punitivo, en el que a partir de la histeria social y la debilidad institucional busca remediar el delito con el agravamiento irracional de las penas de prisión, lo cual las convierte en injustas, pues al exceder la esperanza de vida del humano buscan su exclusión definitiva y eventual exterminio.

Fuentes

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