Educación superior y desigualdad social 1

Publicado el 22 de septiembre de 2020


Jorge Alberto González Galván

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email jagg@unam.mx


El derecho al ingreso a la educación superior

El hecho. El acceso a la educación superior pública (profesional, universitaria) para la mayor parte de los bachilleres en México no ha sido garantizado por el Estado. Cada año, las universidades públicas suelen rechazar “por falta de espacios” a miles de estudiantes. Por ejemplo, en la UNAM, Emir Olivares Alonso constata: “Sin lugar en la UNAM, 87% de los aspirantes. Espacios educativos en crisis” (La Jornada, 15 de julio de 2013: 2). Por ello, se ha creado el Movimiento de Aspirantes Excluidos de Educación Superior: “Rechazados de nivel superior marchan para exigir más lugares” (José Antonio Román, La Jornada, 8 de agosto de 2019: 35).

El derecho. El Estado, siendo, como afirma Max Weber, “la Sociedad políticamente organizada”, tiene la obligación, por ser el garante del interés colectivo (del bien común), de crear los espacios públicos necesarios para que todo bachiller tenga el derecho a la educación y así adquirir las habilidades y las competencias que le permitan valerse por sí mismo en el ámbito profesional que decida. Al estar este derecho a la educación reconocido en el artículo 3o. de la Constitución federal (párrafos primero y segundo), el Estado se obliga a que dicho derecho sea ejercido de manera libre (sin examen de admisión) y de manera gratuita (desde el ingreso hasta el egreso).

La propuesta. Para garantizar el derecho al acceso libre y gratuito de un bachiller a la educación superior, el Estado mexicano debe crear las universidades públicas necesarias en su lugar de origen, donde pueda cursar sus estudios superiores completos: primero, la licenciatura; luego, la maestría, y, finalmente, culminar con su doctorado, sin necesidad de tener que abandonar su familia, su comunidad, sus costumbres, su identidad.

El derecho al egreso en la educación superior

El hecho. Los estudiantes que han terminado su bachillerato tienen que trabajar, porque sus padres no los pueden apoyar para continuar sus estudios, o si aquéllos acceden, necesitan trabajar por el mismo motivo. Por ello, su rendimiento escolar óptimo no es el esperado, teniendo que abandonar, a veces, sus estudios. En este sentido, la “inversión educativa” se rompe, se cae, se despilfarra; es decir, la cadena de educación preescolar, básica, secundaria y de bachillerato, por una parte, no se corona con la educación superior, y ésta, por otra parte, se estabiliza o inmoviliza en un subejercicio injustificado. Con la pandemia se estima que 800,000 estudiantes de educación superior abandonarán sus estudios, por no tener los recursos económicos para acceder a una computadora y a internet: “Prevén deserción estudiantil en educación superior hasta 20%. Universidades privadas en riesgo de cierre” (José Antonio Román, La Jornada, 31 de agosto de 2020: 13).

El derecho. El derecho al acceso, permanencia y egreso a la educación superior debe ser garantizado por el Estado, a efecto de que se formen los profesionistas que la sociedad necesita, otorgando desde el ingreso de un bachiller a la licenciatura hasta su doctorado un apoyo económico suficiente (una beca), que le permita adquirir una computadora, acceder a internet y acreditar sus grados académicos sin necesidad de trabajar.

La propuesta. El Estado mexicano debe crear el “Sistema Nacional de Becas de Educación Superior”, en la Secretaría de Bienestar, donde todos los bachilleres que ingresen a la universidad pública obtengan dicho apoyo económico.

El derecho a una educación superior gratuita y de excelencia

El hecho. De cien estudiantes que acceden a la educación básica, sólo treinta ingresan a la educación superior. De los treinta que acceden a la licenciatura, únicamente diez la obtienen, y de éstos, sólo tres ingresan a la maestría. En estas condiciones, ubicar a las personas con doctorado en el país sería como intentar encontrar una aguja en un pajar.

El derecho. El derecho a la educación superior, además de ser gratuita para todos (desde el primer semestre hasta su titulación), debe ser de excelencia (artículo 3o. de la Constitución federal, fracción II, inciso “i”).

La propuesta. Para evitar que los estudiantes de educación superior abandonen sus estudios no sólo por necesidades económicas, se les debe proporcionar un servicio público de educación actualizado y profesional; es decir, se deben actualizar, por una parte, los planes y programas de estudio, así como los métodos y técnicas de enseñanza, de manera plural e incluyente, y, por otra parte, se debe profesionalizar el servicio de carrera académico-docente, para que todo ingreso y promoción en las áreas de investigación y docencia en las universidades sea sólo a través de exámenes (de evaluación, de concurso). Con lo primero, se buscaría vincular los contenidos y la adquisición de conocimientos con las necesidades sociales, con profesores responsables, competentes, respetuosos, amenos, motivadores. Con lo segundo, se buscaría la profesionalización de la docencia e investigación, para que el personal académico tenga acceso al derecho a un salario digno y justo, así como a los derechos a la vivienda y a la salud, para él y su familia.

El derecho a una educación superior democrática

El hecho. Desde el momento en que se declaró la “autonomía” de las universidades públicas, sus autoridades dejaron de ser (en teoría) puestos políticos. Sin embargo, la práctica ha sido que los ejecutivos federal y locales influyen en los nombramientos de los rectores y, en este sentido, siguen siendo puestos políticos y no académicos. De este modo, se ha confiscado el derecho de la propia comunidad universitaria a elegir a sus autoridades de manera “autónoma”.

El derecho.Al carecer los estudiantes, los profesores y los investigadores del derecho informado, libre, directo y secreto para elegir a nuestras autoridades, éstas no se consideran responsables ante nosotros. Por ello, el ejercicio de sus funciones académicas lo hacen sin tomar en cuenta a la comunidad. Este divorcio entre autoridades y comunidad origina que los procesos de cambio para mejorar las funciones esenciales de la universidad (docencia, investigación y divulgación) no se hagan o sean lentos.

La propuesta. El proceso para garantizar el derecho al ingreso y egreso a la educación superior pública, así como el derecho a una educación superior de excelencia, pasa por una participación plural, incluyente, de toda la comunidad universitaria. El cáncer de la desigualdad social, profundizada por la crisis económica derivada de la pandemia, nos debe hacer reflexionar en la necesidad de que las universidades públicas participen, como lo mandatan sus leyes, “en la solución de los problemas”.

La fuerza de una universidad es su comunidad. Tenemos que hacer valer nuestra verdadera autonomía accediendo a elegir de manera informada, libre, directa y secreta a nuestras propias autoridades. Para ello, se debe promover una discusión de parlamento abierto a nuestras leyes de creación y reglamentarias de las universidades públicas.

Conclusión

Un estudiante universitario será, con el tiempo, un profesor universitario; por ello, no debemos seguir viendo estas dos caras de la moneda por separado. Nos debe importar que los estudiantes que formamos en este siglo XXI ya no corresponden a las necesidades por las que fuimos formados en el siglo pasado. Un profesionista actualmente necesita ser formado para no depender más que de sí mismo. Los formadores y los programas de estudios que aplican deben proporcionarles las herramientas teóricas y prácticas para no esperar nunca más ser un “empleado” de nadie.

El llamado “campo laboral” actual es un feroz campo de batalla, donde ni el sector privado ni el público pueden garantizar un empleo a los montones de profesionistas que egresan cada año de las universidades (públicas y privadas). El servicio público de educación en manos del Estado (en manos nuestras), en ejercicio de su obligación de garantizarnos el bien común, está obligado a cambiar el chip, la mentalidad, de los estudiantes, con el objetivo de convertirlos, como dijo el poeta, en “los arquitectos de su propio destino” o, si se prefiere, en “los empresarios de su propia profesión”. Para esto, además de las medidas propuestas (actualización de programas de estudio y de métodos de enseñanza, así como el otorgamiento de becas), se debe apoyar al recién egresado con un apoyo económico suficiente (un préstamo) para crear su propia empresa y, de este modo, pueda autoemplearse y emplear a los demás. La empresa principal, por ejemplo, de un abogado es su despacho, pero puede crear una consultoría jurídica, una asociación civil o incluso, si se prefiere, una sociedad mercantil.

Un profesionista del siglo XXI no debe andar “tocando puertas”, regalando su trabajo, “haciendo méritos” o ganando salarios miserables. No debe seguir siendo esclavo de este “mercado”, que sólo lo explota, lo agota, lo mediatiza, lo burocratiza, lo vuelve mediocre, sin ambiciones de superación, sin futuro estable y digno.

El “papá gobierno” que empleaba sus cuadros de las universidades públicas desde hace mucho no existe y los papás ricos que heredan sus empresas a sus hijos egresados de las universidades privadas son contados con los dedos de la mano. Las universidades (públicas y privadas) como herramientas del sector público de educación profesional deben ser “las palancas del desarrollo mental” de los estudiantes o lo que yo llamo “los laboratorios de disparadores de neuronas nuevas”. Los egresados nunca han tenido garantizado un empleo, y debemos evitar que esta ilusión se reproduzca y seamos acusado de “fraude educativo”, por el bien de nuestros hijos de hoy y de las futuras generaciones.

No estoy proponiendo que la “mano invisible” del (inevitable) mercado laboral recaiga ahora sólo en los estudiantes y las universidades se laven las manos, sino, por el contrario, estoy proponiendo que la mano del Estado se haga visible, para que cumpla con su obligación, primero, de garantizarnos a cada uno de nosotros nuestro derecho a una educación gratuita y de excelencia (desde la guardería hasta el doctorado), proporcionándonos los profesionistas autónomos y creativos que necesitamos para satisfacer las necesidades colectivas, que aseguren un bienestar común sostenido, eficiente, solidario. Si esto no se hace, la desigualdad social, agravada por la pandemia, seguirá siendo el pan (la desgracia nuestra) de todos los días.

No tengo la menor duda de que los médicos (egresados de una universidad), que están investigando la cura del virus que aqueja nuestro cuerpo físico, encontrarán la vacuna y, con ello, el destierro (en unos años) de la enfermedad que causa. Los egresados universitarios sociohumanistas, por nuestra parte, investigamos las enfermedades (ancestrales) que aquejan el cuerpo social que habitamos (corrupción, desigualdad, impunidad) para quizá no eliminarlas de manera definitiva, pero sí acotarlas, mantenerlas bajo control, mediante propuestas argumentadas, convincentes, viables (vacunas intelectuales, reflexivas, críticas). Sólo con médicos y sociohumanistas formados en las universidades se podrá prevenir, tratar, controlar y, en su caso, curar las enfermedades físicas y sociales, de manera organizada y segura. Por ello, la creación y desarrollo de universidades públicas suficientes y eficientes será la única inversión que nos debe importar a corto y a largo plazo.

Referencias

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Ciudad de México, a 4 de septiembre de 2020


NOTAS:
1 Texto enviado al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM para el libro sobre las consecuencias de la pandemia en la desigualdad.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero