La decadencia del abogado: “El jurista y el simulador del derecho”, de Ignacio Burgoa

Publicado el 18 de febrero de 2021

Joaquín Carreón Limón
Estudiante de la licenciatura en Derecho de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
email joaquinclimona@gmail.com

No sería la primera vez que se habla de la bajeza del abogado, pero teniendo como escenario el constante desprecio a la ciencia del derecho, no hace más que entender el hoyo en el cual se ha estado sumergiendo cada vez más la abogacía. Las advertencias del maestro Ignacio Burgoa Orihuela, esgrimidas desde 1988, sobre la expansión y reproducción de los simuladores del derecho son lastimosamente más evidentes que antaño. Precisamente en su obra intitulada El jurista y el simulador del derecho, el reconocido constitucionalista, coherente y fiel a su estilo elegante de escritura, sugiere desde su inicio la indeseable existencia de mediocres y falsos estudiosos del derecho. En un afán de desenmascarar a estos seudoabogados, Burgoa nos ofrece acercarnos a través del jurista, del maestro de derecho, del juez y, desde luego, del auténtico abogado.

La semblanza que se hace al abogado y al jurista, exaltando sus cualidades, paradójicamente, parecen ser más una lista de carencias en la muchedumbre de las facultades, los despachos y los tribunales. Se dice que el abogado debe ser libre y no estar al servicio de nada ni nadie, pero sólo vemos el servilismo a los intereses del cliente y del Estado. Peligrosamente el asesor jurídico predica magnánimamente la solución legal de los problemas que le presenta su contratante, independientemente de cuáles y cómo sean éstos; entonces los simples deseos del patrocinado se vuelven órdenes.

Ya es habitual que el ciudadano que de buena fe adquiere, por cualquier título, una obligación, acude después a un abogado para buscar eliminar todo rastro de su deuda. Tan perverso es que el abogado le garantice desde su inicio y casi de forma generalizada el poder eliminar su compromiso, que presenciamos ahora, y por el simple afán de trabajo y dirección de su cliente, la búsqueda de simples lagunas o tropiezos que eviten pagar lo que legítimamente se debe, en lugar de buscar los elementos realmente jurídicos para defender el patrimonio de su cliente ante procederes realmente desproporcionados. Ante promesas que coinciden con las simples ambiciones egoístas de los destinatarios, trágicamente se ve a este personaje como al más hábil y auténtico abogado.

En pocas y fugaces páginas, Burgoa destaca reiteradamente el valor del abogado y del jurista como científico y jurisprudente, y con ello nos conmina desde su presentación a poder identificar a los farsantes y mediocres que no hacen más que colocar a la carrera de derecho como el tugurio para la mezquindad. Pero resulta que hoy el abogado y el maestro no sólo omiten la ciencia jurídica de su trabajo diario, sino que la niegan, la invalidan y la desprecian a veces por razones tan despectivas y banales, prefiriendo centrarse en lo que ellos aseguran tiene mayor valor.

Ante los ojos sociales, la carrera de derecho no es más que el estudio de leyes, a veces refiriéndose como si derecho y ley fuesen sinónimos, pero craso error ver que sus estudiosos, con conciencia o sin ella, repitan esa misma creencia apuntalándola hacia la simple praxis jurídica. A veces guiados por el simple sentido de retribución, las aulas y los despachos están llenos de litigantes que enarbolan la práctica del derecho por encima de la doctrina jurídica y el razonamiento interpretativo. Se justifica el predominio del conocimiento por experiencia bajo las opiniones más infamantes, alegando que lo útil allá afuera es saber cómo litigar, que es más importante conocer el derecho en los expedientes y resoluciones, y con ello llegamos a los comentarios más torpes que critican la doctrina y la teoría jurídica por su naturaleza misma, alegando que son conocimientos rebatibles, simples opiniones que no tienen cabida en el mundo del litigio.

Precisamente vemos a supuestos abogados, esclavos y no libres de las simples razones utilitaristas. Se preconiza la enseñanza en la aplicación de las leyes, las estrategias y meras mañas del litigante, se dice que hay que saber darles la vuelta a los asuntos para ser buen litigante. Con gran vehemencia, se encuadran en marcos deslumbrantes frases como “el derecho se estudia en la escuela, pero se aprende ejerciendo”, y no hay mayor vileza en tal oración que con escasas palabras destruyen el gran entramado de la ciencia jurídica. No se niega, por supuesto, que el ejercicio y la práctica de la profesión nos aporte un sinfín de conocimientos, pero lo que se sugiere no es otra cosa que pensar que la teoría y la doctrina están reservadas únicamente para las aulas. Se separa absurdamente la teoría de la práctica, como si realmente no tuviesen equivalencia; no es raro escuchar al maestro decir: “una cosa es la práctica y otra la teoría”, a manera de justificar el simple utilitarismo y servilismo del derecho.

Se acusa a la teoría de ser inexacta, ser rebatible y por tanto ser opinión que no es ley. Criticar y descalificar la teoría y ciencia del derecho por su naturaleza es equivalente a menospreciar un libro por ser libro, o más aun, a despreciar al pobre por ser pobre. Frecuentemente esta excusa es usada para limitarse cobardemente al conocimiento técnico del derecho, ese conocimiento que se cree exclusivo de la retribución en dinero, que resuelve problemas y da soluciones. Por ello, los abogados olvidan combatir por ideales.

Burgoa exhorta al deber de seguir un ideal, no obstante, el abogado litigante, fingiendo sapiencia, se abstiene alegando la naturaleza misma del ideal, diciendo que es inexacto, que es relativo o a veces diciendo que no existe. No hay mayor simulador y farsante que el litigante absorto por la experiencia afirmando tajantemente que la justicia no existe, que es relativa y un ideal inalcanzable. Qué fácil y rápida solución es decir que algo no existe para ahorrase todo el trabajo intelectivo, si con el mismo ímpetu científico se llega a tales conclusiones, por supuesto que no será recriminable, pero no seamos ingenuos, pues las razones para afirmar tales postulados no son más que simples opiniones derivadas normalmente de la extensa experiencia en la praxis carente de todo rigor jurídico-científico.

La ignorancia jurídica se nos disfraza como sabiduría, se alega reiteradamente que nuestro sistema jurídico es de corte positivista y se propone, entonces, abocarse a la enseñanza de la ley. Cada vez es más frecuente escuchar al maestro fundar su clase exclusivamente con código en mano, hacer de sus artículos simples capítulos temáticos y hondar en la aplicación de éstos. ¿Y así decimos que se enseña derecho? Sin siquiera saber lo que significa un sistema de derecho positivo, se apresura a los discípulos, tanto en escuelas como en despachos, a ser simples legistas. El legista no integra ciencia, sino simple praxis jurídica valiéndose por la mera exégesis legal, muchas veces, ni siquiera comprendida por sus defensores.

Se ha pensado que sólo se puede estudiar en el litigio la literalidad de las normas, y entonces se desconoce la argumentación teleológica, la deontológica, la apagógica, a contrario y un sinfín de métodos y clasificaciones que ni siquiera se conocen por los que deberían saber usarlas. Constreñido por las simples mañas, experiencia y conocimiento casuístico, el abogado no puede solucionar asuntos que no estén ya resueltos por su experiencia. La carencia de métodos científicos de argumentación o de orden lógico no le permite encontrar solución a casos diversos, por lo que, de manera hasta sistemática, se recurre a la consulta de criterios y jurisprudencia en la bastedad del Semanario Judicial de la Federación para revisar si hay algún criterio aplicable. A veces sin siquiera conocer el alcance del criterio, de su instancia ni de su vínculo, se prefiere buscar solución en lo que otros tribunales hayan dicho; se estampa el texto inerte a fin de que el criterio mismo hable por el litigante en lugar de realizar un auténtico estudio. Luego tenemos que, si ningún criterio es aplicable, entonces asumimos que no hay otra solución válida.

La estrategia del abogado se ha reducido a propugnar por la malicia, tan frecuente es enseñar a los pasantes que la malicia es una cualidad necesaria para resolver asuntos. Inventar actos, situaciones y circunstancias no sólo es un recurso común, sino una decisión atinada; “inventa actos graves y perjudiciales”, “maquilla los hechos”, “haz ver la gravedad de la situación, aunque no exista” son los consejos que los abogados ya mayores dan como estrategia legal a sus pupilos pasantes y practicantes, a veces llegando a extremos para reprender con la ley al adversario. Se busca infligir miedo como destreza; “dile que lo vas a denunciar por tal delito” es un ejemplo de las artimañas cobijadas incluso por los propios grupos colegiados de maestros de las más renombradas universidades. No es para menos, en este momento, quizá alguien vea en aquellas sugerencias astucia en lugar de vergüenza.

Y es que es cierto, se nos ha dado una mala percepción de lo que es la astucia o la verdadera estrategia jurídica, se justifican consejos viles por los resultados positivos que estos actos conllevan. Si con ello se consigue el resultado esperado, no importa su calificación. Por supuesto, tales actuares son válidos desde la técnica, no se propone aquí su exterminio, pues además de imposible, muy ingenuo sería. Lo que se dice es dejar de exaltar tales actos y atribuirlos como si se tratase de un auténtico jurista, simplemente désele a tales artimañas el lugar que les corresponde y absténgase de llamarlas pericia y astucia. Parece que sólo se repiten en fórmula, se desconoce su razón o fundamento bajo la visión nebulosa de la solución.

Aunque el título del opúsculo reseñado sugiere la peligrosidad del simulador del derecho, resulta que encuentro más peligroso al que personalmente denomino “técnico del derecho”. Sin señalarlos como tales, el autor de El jurista y el simulador del derecho nos advierte de la existencia de estos personajes que, ávidos de conocimiento técnico por la práctica y la experiencia, se presentan como auténticos juristas. En las clases, saben llamar la atención del estudiante y lo convencen de que es un excelente maestro por su conocimiento técnico enfocado a los resultados útiles. La ciencia no es un mero capricho, es y debería ser la base de todo técnico para ser abogado, pues el técnico podrá aconsejar a sus alumnos hacer tal o cual cosa; insertar o no tal cláusula en el contrato, sugerir un procedimiento sobre otro, abstenerse o no de invocar tal precepto legal, pero jamás podrá responder la pregunta ¿por qué esto es así y no de otro modo?

El técnico no sabe el porqué de sus prácticas, sólo las utiliza y obtiene más o menos éxito de ellas. Cuando se le cuestiona, su explicación no irradia en esencia, sino en simples razones accesorias. Sin embargo, los discípulos y la sociedad ven a estos sujetos como excelentes profesionales del derecho. El abogado y jurista sabe la razón de sus conceptos, los entiende, los reflexiona, ve más allá de la simple literalidad normativa; el técnico y simulador, en cambio, sólo conocen la ley, no conocen la esencia del concepto, sino que la desprecian y destruyen, arguyendo su simple experiencia.

La visión vituperante de los seudoabogados los aboca a centrarse, sin saberlo, en abusos del derecho. El abuso se da pensando que menos y menos da más, a la usanza de la aritmética matemática; si simulo hechos, miento al juez o tergiverso la ley, entonces obtengo el resultado positivo en el incidente, en la demanda, en la contestación y en la sentencia. Con ello son reyes de sapiencia y ejemplo ante ojos del pueblo, los litigantes no hacen más que hacer suya la incoherencia banal al otorgar exaltación a los técnicos y simuladores más veteranos.

Se ve al viejo abogado como un sabio por esa simple razón, pero es una idea tan absurda como creer que la manzana, descomunal y perfectamente esférica, goza de un mejor sabor que aquella manzana sin forma perfecta. Y el técnico, aunque con vocación, carece de toda cualidad ética o cívica, pues mientras en el tribunal defiende el patrimonio, la proporcionalidad punitiva, la tolerancia y el debido proceso, fuera de ello reprende con dureza, humilla, busca el castigo desproporcional y los sentimientos de venganza.

No es más que un esbozo de la patética realidad con efecto dominó en la que se encuentra el derecho. Válgase este oxímoron al decir que resulta injusto para la justicia que el insigne abogado sea el defensor de los actos abyectos; aquel que entroniza el vituperio de la ciencia y contribuye a la ignorancia sistemática y formular de la praxis jurídica. Como decía Eduardo J. Couture, “la abogacía puede ser la más sublime de las profesiones o el más vil de los oficios, dependiendo la ética de quien lo practica”. Buscar abogados y juristas, vernáculos de la ciencia, es todavía una tarea pendiente para los jueces, los litigantes y los maestros.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero