La Suprema Corte de Justicia de la Nación: 196 años de una encomienda pendiente

Publicado el 8 de abril de 2021

Julio César Romero Ferré
Maestro en Derecho por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí
emailjulio.ferre@hotmail.com

“No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”

Montesquieu

Corría el mes de marzo del año 1825 (justamente dos años de haberse iniciado la vida jurídico-política del México independiente) cuando fue instalada la incipiente Corte Suprema de Justicia como pilar del Poder Judicial, estipulado entonces en el documento oficial conocido como Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, producto, a su vez, de la promulgación que tuvo lugar cinco meses antes de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, en la que queda legalmente descripta la conformación y facultades de dicho tribunal supremo.

Los flamantes ministros, y encargados de inaugurar las funciones de ese máximo tribunal, fueron: Miguel Domínguez (primer ministro presidente), Manuel de la Peña y Peña, Juan Ignacio Godoy, Juan Gómez Navarrete, Juan Raz y Guzmán, Juan José Flores Alatorre, Antonio Méndez, Pedro Vélez, Francisco Antonio Tarrazo, José Joaquín Avilés y Quiroz, José Ysidro Yañéz y Juan Bautista Morales.

Tras un lago devenir, en el que, como es normal, la presencia de turbulencias diversas, entre las que podemos encontrar durante la Guerra de Reforma dos tribunales “constitucionales” (uno de ideología liberal y el otro de corte conservador), ministros elegidos “a perpetuidad”, o inclusive desconocida en cuanto a sus facultades, producto del plan elaborado dentro de una celda de la entonces penitenciaría de San Luis Potosí, fruto de la iniciativa del oriundo de Parras de la Fuente, Coahuila, el empresario y político Francisco Ignacio Madero González, o también la pérdida de su “autonomía” en más de una ocasión. El caso es que al día de hoy se encuentra en funciones, luego de 196 años, y contando, de historia.

Por lo que respecta a su potestad exclusiva constitucional, no fue sino hasta 1988 cuando, por virtud a la reforma de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos a la Ley de Amparo, y a la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, se le otorgó, a reserva expresa de ley, la interpretación definitiva de la Constitución.

Un “maquillaje” producto de las reformas constitucionales de 1994 —y en el que surgió por vez primera el Consejo de la Judicatura Federal—, le otorgó, al menos en el papel, un carácter propio de los tribunales constitucionales europeos.

Otro dato a destacar es el de su potestad de ejercer la Declaración General de Inconstitucionalidad, producto de la reforma del año 2011, y que consiste en analizar una ley que previamente ha sido declarada como inconstitucional en cinco precedentes vía amparo indirecto en revisión, para considerar su regularidad constitucional.

Por lo que respecta a sus facultades y funcionamiento, éstos están inmersos en el texto respectivo de los artículos 94, 95, 96, 97, 98, 100, 101, 104 y 105 de la Constitución general vigente.

Ahora bien, el aspecto fundamental por el que se erigió dicho tribunal supremo fue pensando más allá de la aplicación y administración de la justicia, lo fue también en la idea democrática que representa el principio de la división de los poderes legalmente constituidos. De ahí que para que un Estado se jacte de democrático debe tener legalmente instituida la plena división de poderes en un franco ejercicio de pesos y contrapesos que impida el abuso de unos con la complacencia de otros.

Dicho principio se debe a la idea de John Locke. Sin embargo, él no contempló la función jurisdiccional, pues se refirió en su momento a un Poder Legislativo, un Ejecutivo y un Federativo, cuyas funciones eran las de elaborar las leyes, aplicarlas debidamente y atender los asuntos de seguridad, respectivamente.

Otro aporte fundamental fue el del francés Montesquieu, quien, basándose en una lógica aristotélica amalgamada con la de Locke, sostuvo que el pleno ejercicio de las libertades recae precisamente en la debida división de los poderes. Aunado a que resalta la importancia de la actividad jurisdiccional —inicialmente propugnada por estagirita y posteriormente excluida por John Locke—, estableciéndose de esa forma la división de poderes tal y como la conocemos hoy en día; es decir: la plena división de competencias y ejercicios entre las entidades Judicial, Ejecutiva y Legislativa.

Toda esa ideología ha sido recogida por la doctrina jurídica mexicana, la que ha sido plasmada en una considerable materia jurisprudencial emitida precisamente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Es preciso señalar que el principio de división de poderes tuvo lugar desde la Constitución de Cádiz, del año 1812, producto directo de las ideas que dieron lugar a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia, la que influyó en el incipiente constitucionalismo de Latinoamérica.

Posteriormente, el documento ya aludido, Acta Constitutiva de la Federación Mexicana de 1824 (ésta prohibió de forma expresa que el Poder Legislativo recayera en una sola persona), así como la Constitución Federal del año 1824, las Bases Orgánicas de 1843 y la Constitución de 1857, plasmaron la división de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Asimismo, quedó consagrada la prohibición de que dos o más de dichos poderes se concentraran en una sola persona o corporación.

Por todo lo anterior, podemos afirmar que los principios de división de poderes, las prohibiciones de depositar las facultades y competencias de dos o más poderes en una sola persona, así como tampoco que un solo individuo detente las funciones del Poder Legislativo, han estado vigentes durante la mayor parte del tiempo del México independiente.

Sin embargo, y apelando también a la realidad imperante, encontramos que el México de la post Revolución se vio marcado por la hegemonía de un partido político —mismo que surgió de la filosofía revolucionaria—, y en el que tanto el Poder Judicial como el Legislativo se encontraron inmersos bajo las decisiones de su “símil” Ejecutivo. Derivando lo anterior en que el principio de la división de poderes era —o es inclusive en la actualidad— una simple declaratoria romántica.

Ahora bien, debemos tener en consideración que dentro de todo sistema presidencial es, justamente, el Poder Ejecutivo el que tiene cierta prosapia, situación que al menos en Latinoamérica, y desde luego en México, el presidente en turno ha ejercido nemine discrepante esa facultad en forma ab libitum.

Sin embargo, no todo ha sido negativo, puesto que tanto el Congreso de la Unión como el Poder Judicial se han fortalecido, si bien a cuenta gotas, es palpable dicho fortalecimiento, aún a pesar de la cultura que en este país se tiene, en el sentido de que el presidente cuenta con facultades omnímodas. Si a ello le agregamos que el mismo código político, en el párrafo primero del artículo 80, califica como “supremo” al Poder Ejecutivo, estamos a todas luces ante una incongruencia constitucional vigente.

Lo anterior es tan sólo un bosquejo a nivel nacional, mas la realidad también presenta la situación de que una especie de corporativismo transnacional tiene injerencia en la vida política, económica y, desde luego, jurídica de la nación de que se trate.

Es el ejercicio jurisdiccional, y por ende también el de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el que también queda inmerso en dichos intereses corporativistas globales, emitiendo criterios que favorecen a aquellos en detrimento de los elementos conformantes del Estado-nación —el que cada vez parece más una mera ficción jurídica en desuso—.

Es por lo que nos atrevemos a confirmar que la Suprema Corte de Justicia de la Nación no goza de plena independencia en cuanto a ejercicio constitucional. De ahí que no sean pocos los criterios emitidos por dicho órgano, en los que no se entienda la teleología de los mismos ante un interés superior o ya de lógica jurídica.

No debemos olvidar, bajo ningún motivo, que los poderes Judicial y Legislativo desempeñan una función fundamental en el contexto democrático de México, y es por eso mismo que es indispensable que su desempeño sea efectivo ante las necesidades nacionales, sin olvidar su función de control y limitación del poder público o corporativista.


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Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero