Arte, derecho y consumo

Publicado el 20 de abril de 2021


Guillermo José Mañón Garibay

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email guillermomanon@gmx.de

En los años sucesivos a la posguerra, dos tendencias contrapuestas hicieron su aparición: en una dirección, aquella que se empeñaba en reconstruir el mundo de ayer y, en la opuesta, aquella que simplemente deseaba presentar el mundo tal como era después del frenesí bélico: un mundo desquiciado, sin verdad y con todos sus modelos y valores destruidos. La primera se condensa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; la segunda, en el arte de los siglos XX y XXI.

¿Qué quedaba en pie después de la Gran Guerra que fuera digno de mención? ¡El mercado! Después de la Segunda Guerra Mundial se confió en que las fuerzas del libre mercado repararían el mundo (reunidas bajo el membrete Plan Marshall). De esta forma, no había opción: todas las corrientes humanistas serían engullidas por el mercado: el arte de la posguerra sería utilizado a través de la publicidad y propaganda para nutrir aquello que había atacado: la voracidad de la sociedad de consumo. Por el lado de la Carta Universal de los Derechos Humanos, el derecho aspiracional cultivaría el ensueño de un mundo mejor y justificaría cualquier aberración política a lo largo de la Guerra Fría.

El imperio del libre mercado convertiría al arte en un objeto habitual de consumo, coadyuvando a distinguir a la élite capaz de adquirirlo de las masas resignadas a contemplarlo en petrificadas exposiciones de museos. Pero también a través de la invasión en los supermercados de reproducciones baratas de pinturas famosas, así como de los high lights de la música culta y literatura, con todo e instructivo de consumo: los Girasoles, de Van Gogh, engalanando el retrete, la Naturaleza muerta, de Caravaggio, en la cocina, y los Borrachos, de Velázquez, evidentemente arriba de la mesita con espirituosas. Gracias al arte se podía estratificar a la sociedad entre aquellos que poseían los originales y aquellos que sólo los adquirían en las reproducciones de calendario.

Para el dadaísmo esta era la cosecha de un despropósito: de nada habían servido sus críticas a la forma estereotipada de entender y definir el arte, porque el movimiento artístico más radical del siglo XX había sido neutralizado por la sociedad de consumo burguesa: primero, desactivando su mordacidad al encasillarlo como un ismo más, y luego, engulléndolo al punto de dejarlo maduro para el supermercado.

La búsqueda perentoria de expresiones culturales alternativas se halló en las llamadas corrientes de contracultura, porque, además de haber sucumbido frente al mercado, el arte se encontraba agotado en sus recursos expresivos, domesticado por la propaganda política y los comerciales.

Éstos fueron los tiempos propicios para la action painting, una reacción contra el artista-técnico (o diseñador industrial), integrado al sistema de producción en masa que busca (re)producir aquello que es objeto del gusto y consumo masivo. Por eso, la reacción de Jackson Pollock planteaba —en contra de Duchamp— que nada del orden social podía pasar al orden estético y nada del orden estético podía pasar al orden social (i. e., sociedad de consumo). De esta forma, esta corriente conceptual intentó romper con el mercado; porque lo importante no era la imagen, sino la idea, y la intelección de la idea no es algo al alcance de cualquiera.

Sin embargo, una década más tarde, el pop-art abandonó cualquier postura crítica o de transgresión, porque si bien Andy Warhol denunció la miseria creativa de las masas, por otro lado, también reclamó su derecho a expresarse sin tapujos ni vergüenza a través del arte. El pop-art mismo no se avergüenza de su falta de profundidad y superficialidad. Es trillada la referencia al cuadro Zapatos de diamante en polvo, de Andy Warhol, que representa la opulencia más ordinaria y contrasta con el cuadro Zapatos de campesino, de Van Gogh, expresión de la miseria campesina.

En este sentido, la estética de Andy Warhol era una parodia a la actitud de Jackson Pollock, porque para el primero, la realidad ya no se dejaba ni cambiar ni organizar, pero tampoco representar: la realidad sólo existe en tanto se consume. Por eso, para Warhol, decir que la sociedad está completamente mercantilizada no es decir otra cosa que la realidad social es estética de consumo, arte-del-objeto-fetiche —en el sentido de Marx—.

Para Warhol no hay arte que represente a la realidad (de consumo), porque el arte, al representar la realidad, se convierte en un objeto de consumo más. No hay separación entre signo, significado y significante, entre lo real y metarreal. No hay alternativa frente a la sociedad de consumo: al crear arte de denuncia (de la realidad de consumo), se deviene objeto de consumo. Este es el destino de todos los objetos del capitalismo: son productos para el consumo, que no tienen valor en sí mismos, porque su existencia depende de su integración al sistema económico.

Warhol se apropió del lenguaje estereotipado de la publicidad y llamó a este mundo, integrado al sistema económico, el mundo de la superficialidad, al que, por cierto, también pertenece el arte petrificado de los museos. Esto significaba una ruptura con la historia del arte, porque el objeto artístico había sido considerado el arquetipo de las cosas, cuya finalidad era conformar el mundo según el sentido de lo humano o el mundo de la conciencia humana. De esta forma se obtendría la ansiada coincidencia entre idea y realidad, entre intención y realización, entre ser y valor.

Si antaño se entendió a la actividad artística como productora de arquetipos (o valores) y responsable de la convergencia de éstos con los objetos (allanando el arribo de la realidad ideal), el arte después de la Gran Guerra —y en consonancia con la sociedad de consumo— se integraría a la dinámica de la técnica e industria, responsables de producir objetos en serie, “individualizados” a la medida de las necesidades programadas por la publicidad. Si al principio de la era industrial, el producto fabricado en serie era anónimo, estandarizado y sin valor particular, en la era posindustrial, los objetos materializaban el arquetipo o valor gracias a la publicidad: ellos mismos eran el fetiche o el ejemplo del valor.

Marx pensó que el objeto industrial no podía ser un sucedáneo del objeto artesanal (o artístico), debido a su distanciamiento con la particularidad de cada persona. Sin embargo, el objeto tecnológico actual supera al artístico en su adaptación a las necesidades personales del consumidor, gracias a los avances tecnológicos y, sobre todo, al avance de la alienación de las masas y su programación serial a través de algoritmos y publicidad persistente.

¿Podría seguir existiendo la vanguardia artística cuando en la posguerra ha desaparecido la autonomía respecto a la sociedad de consumo? ¡Imposible! Cuando todo es arte y la innovación artística está igualmente presente en los programas inteligentes de la máquina, 1 entonces se desbordan los lindes del arte. La nueva sensibilidad artística acepta que cualquier objeto sobre la mesa, el bote de basura, la música estridente, la ropa estrafalaria, un arma o explosivos, la materia fecal y la pintura kitsch, etcétera, sea arte; todo pasa por arte (en 2017 se le concedió el Premio Nobel de Literatura al cantante y compositor Bob Dylan, por sus rimas musicales más bien mediocres).

Al destruir las reglas de la producción artística, al desconocer los cánones y mofarse de las miradas especializadas, al ponerle un precio a todo por igual, se destruye al arte y se propicia que cualquier fabricación tenga el mismo valor del arte.

Si alguien pensó que el tiempo depuraría y separaría los objetos artísticos de los no-artísticos —tipo selección natural—, ¡erró! Con todo esto se le ha dado la espalda a la innovación y se le ha cedido el lugar a la previsión del mercado.


NOTAS:
1 https://www.youtube.com/watch?v=82lMRHexQno.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero