La relevancia del arte y de los derechos humanos

Publicado el 12 de mayo de 2021


Guillermo José Mañón Garibay

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email guillermomanon@gmx.de

Con Descartes, la modernidad se presentó como el movimiento emancipador de la sociedad a través de la razón científica y su excrecencia técnica. Su maridaje dio lugar a la llamada razón instrumental, que fue adoptada desde el siglo XVIII como fundamento del progreso humano, tanto en su vertiente burguesa como en su contrapartida socialista.

La primera vertiente se alimentó del ideario de la Revolución francesa y de las doctrinas liberales inglesas. Por esta razón, la burguesa reclamó la libertad individual, el derecho a la igualdad ante la ley y el rechazo a la organización estamental: los tres principales leitmotiv (hilos conductores, motivos) de la lucha contra el Estado absoluto. Su intención era fundar un mundo donde la razón organizara las fuerzas políticas, económicas y sociales con base en el libre contrato entre iguales y donde el Estado moderno sólo tendría la función de árbitro conciliador entre el interés particular y general.

El fracaso de la razón instrumental burguesa se puso de manifiesto en los siglos XIX y XX con todos sus aspectos deshumanizadores y alienantes de la sociedad capitalista, previstos y denunciados en la Crítica a la economía política de Marx, quien mostró que la razón burguesa estaba plagada de contradicciones, porque tanto era portadora de progreso material como de destrucción cultural. Como solución propuso la superación del capitalismo mediante la abolición de la propiedad privada y su principal efecto pernicioso: la división y enfrentamiento de las clases sociales.

La sospecha de que ambas vertientes (burguesa/marxista) no llevaban a ninguna emancipación la abrigó Max Weber en el siglo XX. No obstante, éste continuó fomentando la construcción del nuevo Estado alemán (República de Weimar), proceso histórico de modernización que tenía que ser, por fuerza, un proceso de racionalización, tanto de la sociedad y cultura como de la ciencia alemana. Por ello, Weber se aplicó a analizar las instituciones que hacían posible la racionalización del mundo; y muy a su pesar concluyó que la racionalización de la sociedad no conduciría a ninguna mejora de la realidad, sino a un aprisionamiento progresivo del hombre en un ambiente deshumanizado, patente en el aumento irreversible de la reificación del hombre.

Weber entendió que para los pensadores ilustrados del siglo XVIII había una esperanza de encontrar un vínculo entre el desarrollo de la ciencia y la libertad humana, o de otra manera —a la manera de su precursor Marx—, que la ciencia liberaría al hombre. Pero con el tiempo, lo que Weber constató fue el triunfo de la razón instrumental (razón instrumentalizada para la destrucción bélica y explotación del hombre por el hombre). Esta razón instrumental, presente en todos los ambientes, no conduciría a la libertad, sino a la creación de una jaula de hierro o racionalidad burocrática, responsable de la alienación y forjadora de marionetas. Como esta misma semilla de la razón instrumental estaba igualmente presente en el socialismo científico, Weber descreyó del marxismo y de la posibilidad de que pudiera representar una alternativa viable al capitalismo.

La paradoja entrevista por Weber sobre la forma como la racionalización lleva, a la vez, a la emancipación material y reificación cultural, no fue zanjada por él. La estafeta en la solución a este problema la tomó la escuela de Frankfurt, sobre todo Teodoro Adorno y Max Horkheimer, en su obra sobre la Dialéctica de la Ilustración. Para ellos, el proyecto ilustrado de emancipar a la humanidad por la ciencia quedó frustrado porque su lugar lo ocupó la racionalización como burocratización y cientifización de la vida social (reduccionismo científico).

La escuela de Frankfurt ejerció la crítica a la razón instrumental en su expresión más cruda: el Estado fascista, que mostró el fracaso del sujeto histórico, responsable de su propio destino gracias al uso de la razón práctica y del trabajo (forma primordial de la realización humana). La dificultad era pensar en la realización racional de la historia sin concebir el progreso a la siglo XVIII y sin optar por la revolución social radical a la siglo XIX. Las opciones no dejaban de ser un ensueño que condujeron principalmente a Teodoro Adorno a refugiarse en la estética: el arte sería para él el único lugar donde es posible un desarrollo no reificado, porque en el arte se muestran los dislates de la realidad social, así como sus posibles paliativos.

Sin embargo, la característica artística por excelencia, el vanguardismo, que a principios de siglo XX era patrimonio de un reducido número de artistas anti burgueses, se convirtió en consumo de masas y en el valor central de la vida posindustrial. La vanguardia de la posguerra —según Lipovetsky— ya no suscita indignación, al propagarse el prurito de la innovación por la innovación como estímulo placentero permanente y de manera rutinaria.

Arnold Gehlen ha llamado la atención, en su ensayo La secularización del progreso, sobre el desarrollo de lo nuevo o vanguardista que ha llegado a ser rutina —sobre todo en la producción industrial—. Esto quiere decir que el progreso secularizado se ha convertido en una condición del desarrollo, sin una legitimación final, porque lo nuevo, al ser rutina, deja de representar novedad alguna. Sin embargo, lanzar novedades al mercado es la condición de supervivencia del sistema de producción capitalista, en una especie de dialéctica de lo nuevo y de siempre lo mismo que, aplicada al progreso de la sociedad, conduce a justificarse a través de la innovación y (re)producción de la misma novedad. Entonces, la salida consiste en renovar el rostro de la mercancía a través de la envoltura y la propaganda, pero dentro de la misma (re)producción cíclica de valores.

Esto no puede desembocar en otra cosa que en una carencia de historia o de sentido interno del tiempo; porque las sociedades, inmersas en la dinámica de la novedad sin ton ni son, han perdido el sentido de finalidad y de destino. Y ciertamente, existe hoy la impresión de que el mundo de la tecnología e información han cambiado la idea del tiempo, a través de reducir los planos históricos a la simultaneidad e informar sobre todos los hechos eliminando la selección y estratificación que antaño dotaban de profundidad a la visión del mundo, a partir de la cual se podía representar o imaginar el progreso de la historia. Baudrillard lo expresó más o menos así: “El futuro ha llegado, todo está aquí, todo tiene lugar ahora y en un solo lugar. No hay nada por venir, sea utopía u holocausto nuclear. En cada instante hemos alcanzado el punto final”. Por esta razón, el hombre, en lugar de interrogarse sobre su futuro, se interroga sobre las condiciones de su representación, a la manera de la publicidad, que ha incorporado al individuo y a su vida cotidiana en el proceso de la moda y obsolescencia acelerada, de tal manera que la realización del individuo coincide con su fugacidad.

Esto plantea dos preguntas: ¿son aún vigentes los conceptos fundamentales del pasado, así como sus métodos de investigación, o tienen que ser reemplazados en un proceso que supone deconstrucción y restauración? Lo que significa que la crisis de legitimación del capitalismo en la sociedad posindustrial implica la crisis de las perspectivas de estudio. La segunda pregunta refiere a la crisis de fe en la convivencia social después de las atrocidades cometidas durante la Gran Guerra. ¿Hasta dónde seguirá expandiéndose esta crisis sin atacar a la solidaridad social? Porque la sociología enseña que el cemento espiritual de toda sociedad es un sistema de creencias y valores vividos a-críticamente, lo que precisamente transforma un agregado de individuos en una comunidad moral, con un mismo sentir y latir de corazón. Incluso la sociedad democrática, cuyo funcionamiento precisa de la aceptación razonada y del respeto consciente de las reglas, no puede prescindir de un núcleo ideológico inconsciente que legitime instituciones y garantice que los cambios sociales no serán rupturas terminantes. Debido a esto, y como menciona Luciano Pellicani, lo que caracteriza a la sociedad posindustrial no es la crisis de valores, sino la eterna permanencia en esta crisis.

La contradicción de una sociedad que acepta como elemento esencial la crítica, incluso al núcleo central, no obstante que éste es el fundamento de la integración social, es la imposibilidad de desear, a la vez, el cambio y la permanencia de la sociedad, y el resultado es que todo es lícito, porque todo es discutible. De tal forma que una pluralidad de valores se convierte en una anarquía de valores.

Gianni Vattimo advirtió que el desencanto del mundo actual se debe a la desaparición en los últimos decenios de todo proyecto y normativa totalizante. Ahora no se tiene una conciencia del sentido emancipador de la historia; o sea, la idea de una historia unitaria dirigida hacia un único fin. El hilo conductor de la ética, la política y la filosofía se ha perdido y dejado de tener la coherencia que tenía en el siglo XVIII y XIX, donde, en contraposición con estas crisis permanentes que resquebrajan la fe de la sociedad, se creía en las artes y la ciencia como condición de posibilidad del control de la naturaleza, así como de la comprensión del mundo y del individuo, del progreso moral, la justicia y la felicidad.

Si ese es el camino, ¿qué cosa puede mantener la unidad de las partes sociales? No lo será el Estrado autoritario, porque eso significaría volver atrás, al Estado previo a la Gran Guerra. Entonces, será la aceptación universal de los derechos humanos.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero