La conmemoración de los derechos humanos en el 2021
Publicado el 7 de junio de 2021
Guillermo José Mañón Garibay
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
guillermomanon@gmx.de
Punto de partida
La conmemoración mexicana a propósito de la inserción de los derechos humanos en la Constitución puede hacerse de la mano de los 500 años de la consumación de la conquista de la Gran Tenochtitlán por los españoles en 1521, sobre todo si se repara en los derechos humanos de los indígenas (derechos identitarios, derechos de las minorías).
A partir de ese suceso (acaecido hace 500 años), tuvo lugar, por primera vez en la historia moderna, el que una mayoría étnica (cultural) se convirtiera en minoría jurídica-política en su propia tierra, y el que su historia estuviera marcada por el resarcimiento de sus derechos humanos después de haberlos perdido mediante una guerra de conquista.
La lucha por los derechos indígenas es tan real y legítima como lo fue la abusiva guerra de conquista que los llevó a perderlos. Sin embargo, cabe preguntarse si se resarcirán con la promulgación de una carta “universal” concebida desde el derecho aspiracional.
¿Por qué es necesaria una carta universal de los derechos humanos?
Primero, la necesidad de redactar una carta magna de los derechos humanos —a la que todos tienen que ajustarse— pone de manifiesto no sólo un deseo —o aspiración utópica—, sino también una realidad; a saber: la incapacidad humana para convivir sin violencia, respetando a los débiles (niños, mujeres, viejos, minorías étnicas, etcétera), sin faltarles el respeto a su integridad y dignidad, i. e. a su vida, o —como dijo Hannah Arendt— sin atropellar “el derecho de todo hombre a tener derechos”. Porque los derechos humanos consignan, ante todo, el derecho de todo hombre a tener derechos.
En términos kantianos, se puede decir que antes de la proclamación universal de los derechos humanos se podía ver al hombre como medio y no como fin; o sea, se le podía instrumentalizar, transformar en objeto para el servicio, placer, ganancia, fuente de favores y beneficios personales o de otro grupo.
Universalidad versus historicidad
Ciertamente, la motivación histórica para formular la carta de los derechos humanos fueron las atrocidades cometidas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, nadie niega que la adopción universal ha sido lenta y tropezosa. Los problemas son variopintos, desde la visión individualista opuesta a otra colectivista hasta problemas de idiosincrasia o de recursos económicos.
Primero, hay que recordar que el Estado constitucional (liberal y democrático) es el resultado de una concepción individualista de la sociedad, incubada en la filosofía moderna, que se caracterizó por el contractualismo, la economía política clásica y el utilitarismo. El primero asentó —de acuerdo con Rousseau— la existencia de un estado natural, donde los individuos son soberanos y pactan libremente la creación del Estado civil mediante contrato voluntario; el segundo asentó —de acuerdo con Adam Smith— que el individuo promueve el interés colectivo persiguiendo su propio interés egoísta (egoísmo racional), y el tercero asentó —de acuerdo con J. S. Mill— que el fundamento de los valores éticos descansa en las sensaciones individuales de placer y dolor, para así determinar que el bien común es la suma de todos los bienes individuales. Estas tres características definieron el individualismo social y el fin de la concepción orgánica de la sociedad, donde se consideraba al todo-social antecediendo a las partes o individuos, debido a la naturaleza gregaria del hombre (v. gr., Antigüedad y Edad Media); mientras que en el pensamiento moderno el individuo antecede al todo-social por considerar que la sociedad es un producto artificial de los individuos que aceptan voluntariamente el contrato social.
Segundo, hay que asentar que, en los albores del Nuevo Régimen, se anheló un pueblo soberano, con una relación directa con el poder político (con sus gobernantes) y, por tanto, sin partidos o grupos mediadores. Si hoy día en las sociedades occidentales campean las organizaciones civiles de todo tipo (v. gr., ONGs, asociaciones de empresarios, de medios de comunicación, partidos políticos, sindicatos, organizaciones populares, iglesias, etcétera), en detrimento de los individuos, vale preguntar qué fue lo que pasó a lo largo de su historia; porque el modelo de Estado de derecho se basó en la soberanía popular, ideada a la imagen y semejanza de la soberanía del príncipe absoluto que reclamaba una sociedad individualista.
Sin embargo, y contra el individualismo cultural, hoy día, para que los derechos sean eficaces deben estar institucionalizados y enraizados en la cultura (o idiosincrasia) popular, lo que implica, por un lado, independencia y autonomía frente al poder del Estado, y por otro, una nueva educación y conversión de los valores sociales (nunca individuales).
Además, si desde la visión liberal los derechos humanos tratan de defender al individuo del poder del Estado, éste sucumbe hoy día ante los llamados poderes fácticos. Lo anterior obliga al planteamiento de la siguiente pregunta: ¿cómo lograr una independencia y autonomía frente a los llamados poderes fácticos si ni siquiera están claramente delimitados?
En el primer caso (i. e., defensa del individuo del poder estatal), la participación política (democracia), la división tripartita de poderes y el Estado constitucional (República) garantizan la defensa de los derechos individuales. En el segundo caso (i. e., defensa del individuo frente a los poderes fácticos), no está claro cómo se les contiene, sobre todo cuando éstos no tienen una cartilla de identidad nacional, sino un alcance supranacional a través de la WEB.
Derechos humanos y cultura de dominación
Este último es el problema del llamado —por Alan Wolfe— doble Estado, lo que está en relación con la cultura de la dominación: los derechos humanos exigen un cumplimiento universal, ¿pueden ser éstos parte de una estrategia cultural de dominación? ¿Pueden entenderse como una imposición cultural? ¿No ha justificado su incumplimiento una intervención externa desmedida?
Primero, el Estado de derecho tiene la encomienda de eliminar los poderes ocultos (como consorcios empresariales, mafias, logias, servicios secretos y de seguridad privados), si bien muchas veces se queda a la zaga. Este problema lo enunció Kant de la siguiente manera en su texto La paz perpetua: “acciones que atañen a todos hombres y que se mantienen ocultas, son injustas”. Ciertamente, hay que reparar en que Maquiavelo los justificaba con base en la razón de Estado; porque el príncipe debe conservar el orden y poder a cualquier precio, y esto incluye poderes ocultos para actuar en secreto o sigilo y no causar escándalo entre los ciudadanos. Sin embargo, del siglo XV a nuestros tiempos, donde el poder de la tecnología de espionaje es prácticamente ilimitado, se hace forzoso controlar a todos los poderes paralelos al del Estado. Proponer un grupo de controladores plantearía la pregunta sobre quién controla a los controladores y si es preciso detener la regresión al infinito. Entonces, la gobernabilidad, entendida como gobierno visible, está perdida y, en lugar del control del poder por la ley y los ciudadanos, habrá el control de éstos por el poder (y/o poderes).
El derecho es un instrumento del poder, y quién puede negar que los derechos humanos entrañan un venero cultural, una cultura jurídica universal y, a la vez, específica de un tiempo y lugar. Por ello, su imposición a rajatabla ha obligado a diferenciar entre tipos de derechos humanos: derechos civiles y políticos, derechos sociales y culturales y derechos económicos, medioambientales e identitarios.
Ser un ciudadano cabal, en cualquier sociedad, significa entenderse como sujeto de derechos (Hannah Arendt), a diferencia del súbdito sometido mediante el miedo al poderoso (Hobbes). Por ello, la ciudadanía (y los derechos humanos) implica vivir dentro de en una democracia participativa, republicana-constitucional, con división de poderes. Lo que apunta a un desarrollo histórico Occidental. ¿De dónde deviene su carácter universal?
La historicidad de la carta de los derechos humanos contrasta con su pretensión a universalidad; por ello se le quiere anclar en la dignidad humana y no en la historia cultural de Occidente. Pero ¿qué es la dignidad humana? ¿Solamente dentro del derecho natural tienen validez universal los derechos humanos? ¿Tiene sentido defender tanto la historicidad como la validez universal de los derechos humanos? De otra manera lo mismo: ¿tienen las sociedades de otras latitudes la obligación de adoptar a rajatabla los derechos humanos aún si acusan procesos históricos diferentes? Si la respuesta es SÍ, entonces hay una contradicción in situ, ¿porque dónde queda el respeto a la diversidad, a la multiculturalidad? Si la respuesta es NO, entonces no hay universalidad alguna y continúa el problema de la tolerancia.
Derechos humanos y utopía
Pero dentro de las sociedades occidentales también hay problemas para su materialización: los derechos humanos son la encarnación de expectativas sociales para transformar la esfera política (ejercicio limitado del poder), lograr el reconocimiento de sectores reprimidos, garantizar (y/o aumentar) los derechos sociales en la esfera económica o medioambiental y, por qué no, extender los derechos a otras especies distintas a la humana. ¿Es esto posible? ¿Hasta dónde se puede limitar el poder del Estado, del gobierno: hasta el punto de tener una anarquía, una sociedad sin gobierno?
Aquí entra la crítica de Marx/Engels a las utopías (socialismos utópicos, hoy día derecho aspiracional); los socialismos “utópicos” que, sin considerar las condiciones concretas-objetivas y las “leyes de la historia”, proponen cambios sociales inalcanzables y, por ello, simplemente ideológicos o populistas. Entonces, el reconocimiento de los derechos humanos no es un “indicador civilizatorio” porque el populismo político los aprovecha para sus fines electoreros. Así, los derechos humanos son el velo de maya que oculta el ansia de poder a través del pseudo empoderamiento de sectores populares (populismo entendido como la apropiación de la voz del pueblo para justificar un liderazgo político personal).
Derechos humanos y la tragedia de los comunes
¿Qué otra cosa pude significar la crítica de Marx/Engels a la utopía o constitucionalismo aspiracional? Pues el que la “nobleza” de los derechos humanos se oponga a su materialización. Cuando se carece de recursos económicos que garanticen el acceso a la salud, a la educación, a un ambiente limpio y libre de violencia, entonces la perorata de los derechos humanos juega el papel de un “mito social”, adjudicable al sentimiento religioso de la vida (Marx) antes que al deseo real de justicia. Porque si es verdad que hay una disparidad malthusiana entre justicia y economía, la imposibilidad de los derechos humanos es un hecho, un hecho que borra los derechos. Y esto plantea las siguientes tres disyuntivas: o bien hay que alcanzar primero un desarrollo económico a expensas de los derechos humanos y medioambientales o hay que descartar la materialización de todos ellos o descartar a toda la población de su beneficio.
Derechos humanos y atavismos culturales
El problema del derecho aspiracional, en general, y con los derechos humanos en particular, reside en que cada cual proyecta en el futuro sus anhelos y aspiraciones con la misma fe ciega e inconvenientes de su consecución. Por ello, hablar del porvenir de los derechos humanos en abstracto resulta baladí y solamente relevante dentro de los regímenes políticos concretos que permiten o no su desarrollo futuro. Aunque también es cierto que los anhelos y aspiraciones pueden ser cosa muy seria como para dejárselos a la política y los políticos; por ello, para que sean tomados en serio, es necesaria la participación cívica (directa o indirecta) y el respeto a ciertos principios básicos que den lugar a alternativas efectiva de elección y condiciones reales para llevar a cabo dichos empeños y voluntades.
Principios básicos, como el derecho de libre opinión, de libre elección, de libre reunión y asociación, no son unas reglas cualesquiera del juego político y/o social, sino una condición de posibilidad del juego mismo. Estos principios básicos parieron al Estado constitucional liberal en sentido fuerte: el Estado que opera respetando la inviolabilidad de la dignidad humana de todos sus miembros por igual. Igualdad y dignidad operan en interdependencia mutua: porque sin respeto a la ley universal no hay libertad (como ejercicio de la dignidad) y sin libertad no hay respeto a la ley. Prima facie, la libertad solamente existe como conducta normada por la ley; de lo contrario se hablaría de la realización de un capricho o de una reacción espontánea o refleja. Y la ley que no esté promulgada por una voluntad libre es o necesidad natural o arbitrariedad violenta que demanda miedo y sumisión.
Por ello, vale hacer mención de los atavismos históricos habituales de Occidente, como los que plantean la noción de nación y de seguridad y soberanía nacional. La disyuntiva se plantea así: o respeto a los derechos humanos —que tiene un anclaje individual— o seguridad y soberanía nacional. ¿No contrasta el concepto de nación con el de universalidad de los derechos humanos, de la misma manera que con el concepto de globalización? Lo que deja entrever el otro problema arriba mencionado: si los derechos humanos se entienden como respeto a la dignidad o libertad individual, entonces quedan descuidados los derechos colectivos y de minorías.
Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero