¿Es el discurso del odio un unívoco discursivo que refiere a un tipo de acto?

Publicado el 6 de diciembre de 2021

Emmer Antonio Hernández Ávila
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Nayarit; maestro en
Justicia Constitucional por la Universidad de Guanajuato, y máster en Derecho
Constitucional del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid,
España, 2020. Actualmente doctorando en la Universidad Nacional Autónoma de
México, FES Acatlán. Investigador en Derechos Humanos del Centro Nacional de
Derechos Humanos,
emailemmer_antonioUAN@hotmail.com

Una de las pseudodisputas a las que hacía mención el filósofo Genaro Carrió (derecho y lenguaje) se relacionaba con la tendencia de los juristas —aunque bien podría ampliarse a un espectro más amplio de científicos— de pretender que las palabras tienen un solo significado. Claro que el matiz de su apreciación lo otorga el acuerdo previo al que una comunidad puede llegar respecto al significado que se les da a las palabras clave. Bajo esta premisa inicial, me permito dar contestación a la pregunta que titula este breve ensayo.

El discurso del odio se ha incrustado como una de las prácticas nocivas que afectan no sólo a las dinámicas de los Estados democráticos, sino también a las relaciones entre los individuos que se desenvuelven en un conjunto de prácticas sociales recurrentes. Así, ha sido materia de análisis de diversos tribunales nacionales y supranacionales, y prohibido por convenciones, tratados y legislación penal de algunos países. No obstante, de una u otra forma, la claridad de lo que es un discurso de esta naturaleza sigue siendo un elemento de permanente construcción por todos los órganos antes señalados y estudiosos en la materia.

Pero cabe hacer una precisión. Sobre el odio, como conducta negativa cuya finalidad se evoca a la vejación, denigración y desconocimiento de la dignidad de las personas, no encontramos mayor complejidad (al menos en un primer momento), pues bastará acreditarse la dirección de la conducta de las palabras al mundo en el sentido antes descrito para tenerse por configurado este discurso. Claro está que no en todos los casos puede advertirse a primera vista, pero al menos sobre la misma debe existir certeza sobre la referencia que hace a una determinada intencionalidad (negativa).

Advierte Carrió que, para no caer en un equívoco verbal y que de verdad haya una genuina discrepancia, tiene que existir o mediar un acuerdo precio sobre el significado que, en la disputa, damos a las palabras clave. Claro, afirmamos que el discurso del odio tiene otras significaciones que se escapan de la exegética intencionalidad y la primera construcción meramente discursiva. Por ende, otras calificaciones del discurso serán cualquier otra manifestación o consecuencia del actuar humano, excepto un discurso del odio en el sentido moderno que se le asigna.

Para demostrar que este caso realmente representa una disputa genuina, debemos determinar que, a pesar de lo señalado supra, existen palabras clave a partir de las cuales puede construirse un primer acercamiento del discurso del odio. Primero, señalaremos que el discurso no necesariamente se encuentra relacionado con una práctica dialéctica; que existen diversas características definitorias actuales; que la intencionalidad es contraria a la dignidad humana, y que, al igual que todas las palabras, se encuentra potencialmente relacionada a la ambigüedad.

Así, el conflicto se encuentra, principalmente, en la conducta de quien supone ejercitó ésta. El discurso puede ser cualquier manifestación: un mensaje, una imagen, una obra artística, un libro. En fin, la palabra “discurso” y la aceptación de múltiples acepciones hacen de ésta, como señala Adela Cortina, un “rotulo” erróneo para esta práctica.

En términos llanos, discurso como actividad se refiere a un conjunto de enunciados para la expresión oral y escrita de pensamientos o sentimientos con relación a una situación o algo (genéricamente). Este fenómeno, que tuvo su mayor auge en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, buscó erradicarse, pero solamente desde la perspectiva en la que se originaron los actos cruentos del genocidio nazi: la narrativa discursiva antisemita, por medio de la corrupción del poder estatal y la versión única y masiva de un sentimiento que se pretendió generalizar en la sociedad.

En la actualidad, lo que he descrito con antelación es apenas una de las modalidades que pueden advertirse del discurso del odio. Imágenes, por sí mismas, han sido sujetas de significación de odio, lo que dejaría de lado un análisis como el efectuado a mediados del siglo pasado para determinar los actos de odio. Entonces, ese lenguaje artificial y técnico ya no es suficiente para satisfacer los requisitos de lo que se propone erradicar. Incluso, lengua y acto de habla sólo podrían señalarse en aquellas manifestaciones que se den en un contexto dialéctico, pero no así otras que evadan esta ruta y que se han detectado en mayor medida en las cortes, como la mexicana.

A propósito de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en México, en el Amparo Directo en Revisión 4865/2018 se realizó un análisis de constitucionalidad sobre los derechos al libre desarrollo de la personalidad, la libertad de expresión con relación a los tatuajes corporales, las posibles restricciones a estos derechos, el estatus de la apología del odio y el símbolo de una suástica o cruz esvástica en un tatuaje visible como de odio.

El punto medular del análisis se centró en el tipo de expresiones oprobiosas que se encuentran excluidas de la protección de la carta magna federal. Además, se atribuyó como contenido proposicional que se incitara a la violencia de cualquier tipo (física, verbal, psicológica, entre otras). Esta interpretación de la SCJN apropia la jurisprudencia norteamericana del clear and present danger, que además se ha convertido en un test de verificación para determinar la existencia del discurso del odio bajo una doctrina más liberal.

Así como el Tribunal Constitucional español estudió si la quema de la foto de los reyes de España constituía un discurso jurídicamente vedado y social y políticamente reprochable, en México la pintura exhibida en el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México causó una polémica similar. Plasmar a uno de los héroes simbólicos de la Revolución, como lo es Emiliano Zapata, quien marcó la ruta para establecer los pilares que aún se conservan en la Constitución federal, fue un acto que dividió las opiniones de expertos: ¿es ésta una verdadera manifestación del discurso del odio?

A la luz de ésta y otros casos relevantes en el mundo, podemos plantearnos diversos cuestionamientos: ¿cómo verificar la existencia de un discurso del odio?, ¿cuál es su significado actual?, ¿cómo podemos detectarlo?, ¿cuáles formas lo representan y cuáles no?

Una ruta para dar respuesta a lo antecedente es la casuística. Pero el problema, visto a través de las palabras, los signos, los símbolos, el lenguaje y el significado, se torna más complejo. Primero, debemos admitir que el discurso del odio, de conformidad con Adela Cortina, no puede ser únicamente una práctica oral o estrictamente apegada a lo que convencionalmente hemos entendido por discurso. Una sociedad tan compleja como la actual presenta problemas igualmente complejos y, por ende, las respuestas no pueden ser de otra forma.

Para el problema que presenta Carrió, diríamos que existe claramente una serie de palabras clave que funcionan para plantear el conflicto de univocidad: 1) el tipo de acto: un mensaje, una imagen, un texto, una estatua, un tatuaje; 2) sujetos a quien se dirige: personas que han sido históricamente afectadas en sus derechos humanos, grupos vulnerables (diversidad), y 3) intencionalidad: verificación de la conducta (negativa) y consecuencias sistémicas a la luz de la legislación por medio de la cual se haga el análisis del caso.

En consecuencia, como podemos analizar, el discurso del odio se muestra actualmente como un variopinto de modalidades que no permiten el estudio técnico-jurídico en términos de su significación literal, sino que, dependiendo del contexto, del grupo de personas, del órgano resolutor e incluso de la legislación, puede comprenderse de diversas formas. El riesgo en este caso particular es que el concepto puede producir efectos expresivos que desborden, incluso, las diversas formas de comprenderlo.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero