Festín de hienas1

Publicado el 17 de junio de 2022


Luis de la Barreda Solórzano

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email lbarreda@unam.mx

Sentí un violento sacudimiento interior al leer la noticia: un hombre joven, de 31 años, exasesor de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados, colaborador de la diputada federal Joanna Felipe Torres, fue linchado por habitantes de Papatlazolco, Huauchinango, en la sierra norte de Puebla. La víctima, Daniel Picazo, había ido a pasar unos días en una casa de su familia en el cercano pueblo de Las Colonias.

Por WhatsApp se difundió el rumor de que alguien intentó secuestrar a un niño. No había ningún indicio de que Daniel hubiera cometido ése o cualquier otro delito. Bastó con que alguno o algunos de los pobladores lanzaran contra él la acusación. ¿Qué motivó que se le acusara de un delito tan grave? Lo único que lo hizo sospechoso fue que esa noche estaba en Papatlazolco.

El linchamiento ocurrió en presencia de policías municipales, los cuales, según el comunicado oficial del Ayuntamiento de Huauchinango, se vieron rebasados por la turbamulta. Es decir, los policías fueron testigos convidados de piedra del brutal acto. ¿No intentaron dispersar a la multitud con un tiro al aire, con gas lacrimógeno? ¿No solicitaron ayuda a compañeros de la cabecera municipal? ¿Contemplaron pasivamente cómo el pueblo bueno y sabio destruía a un fuereño sin que existiera un solo indicio de que éste hubiese incurrido en una conducta reprochable? ¿Es que tuvieron en mente a López Obrador, quien hace 21 años, siendo jefe de Gobierno de la Ciudad de México, al comentar un reciente linchamiento, sentenció: “Con las tradiciones de un pueblo vale más no meterse”?

David, salvajemente golpeado y con las manos atadas, suplicó de rodillas que no le quitaran la vida. Ni siquiera le permitieron identificarse. Se habían tocado insistentemente las campanas del templo —¿no había allí un sacerdote que aplacara a su grey?— y el repique enardeció a la chusma. A empujones se llevaron los justicieros al joven a la cancha del pueblo, como si ése fuese el lugar idóneo para el rito sacrificial.

Las súplicas de David excitaban más a la muchedumbre de decenas o cientos de energúmenos. Cada uno parecía decidido a ser el más violento, el más sañudo. David vivía una pesadilla tan inexplicable como suelen serlo las pesadillas. ¿Por qué se le había elegido precisamente a él para ese festín de barbarie?

En algún momento los agresores decidieron que había que pasar al acto final. Probablemente ya estaban fatigados de tantos puñetazos, de tantos escupitajos, de tantas patadas como habían prodigado. Entonces llegó el turno del clímax.

Quizá David ya no sentía los golpes. El dolor, el miedo, la angustia en grado extremo tal vez adormezcan la sensibilidad del cuerpo. Los verdugos bajaron el telón prendiendo fuego a David.

¿Nadie entre esa turba desquiciada intentó parar la vorágine? Al ver al joven molido por los golpes, ¿nadie sintió lástima, compasión, remordimiento? ¿Nadie se arrepintió de haber tomado parte en el linchamiento al ver que ardía el cuerpo de la víctima? ¿Qué sintieron al verlo consumirse entre las llamas los que lo acusaron sin sustento?

Fue un acto de bárbara inhumanidad que me hace pensar en lo frágiles que son los avances de nuestro proceso civilizatorio. Sin juicio, sin derecho a defenderse, sin indicio alguno del que se desprendiera la verosimilitud de la acusación en su contra, un joven fue linchado el viernes en la noche por una caterva, entre la cual seguramente había feligreses que dos días después, el domingo, acudieron a misa y rezaron fervorosamente a un Dios que prohíbe matar.

Se ha dicho que los linchamientos son ajusticiamientos populares que evidencian los huecos que ha dejado el Estado en su tarea de procurar justicia. Nadie podría negar esos huecos, pero, sin duda, lo que mueve a muchos de los que participan en esos festines de hienas es la convicción de que, confundidos en la masa enfebrecida, su crimen difícilmente será castigado en este país donde la impunidad es escandalosa. En el caso que nos ocupa no movía a la horda un afán de justicia, sino la pulsión de cebarse con un semejante hasta exterminarlo al amparo del anonimato colectivo.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excelsior, el 16 de junio de 2022: https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/festin-de-hienas/1521139

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