logo logo

Algunas observaciones acerca del
arte de la biografía1

Publicado el 21 de octubre de 2022

Fabienne Bradu
Investigadora del Centro de Estudios Literarios,
Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM
emailfabbra@gmail.com

¿Cómo y dónde se aprende a escribir una biografía? Por desgracia y en función de mi propia experiencia, refrendaría aquí lo que les advertía a mis estudiantes al comienzo de cada semestre: no existe un manual que enseñe el arte de la biografía, como tampoco existen recetarios para escribir una novela o un poema, pese a que algunos títulos ofrezcan semejante fraude. El mejor aprendizaje es la lectura de biografías y las experiencias narradas por los propios biógrafos. La primera fuente es bastante amplia si se aceptan las ricas tradiciones sajonas y francesas, pero, en cambio, la segunda es más limitada. Son pocos los biógrafos que han dejado un testimonio relevante de sus dudas y dificultades durante el proceso de investigación, o han sistematizado sus cavilaciones sobre el género. A mi juicio, tres autores provenientes de horizontes y tiempos diversos han reflexionado pertinentemente sobre su oficio: André Maurois en Aspectos de la biografía; León Edel en Vidas ajenas, principia biographica y François Dosse en El arte de la biografía. Por supuesto, abundan los artículos, académicos o no, acerca de aspectos particulares del género, pero a menudo no añaden gran cosa a lo esencial que estos tres autores han concentrado en los libros mencionados. El más antiguo de estos notables biógrafos, André Maurois, cifra las expectativas ante la biografía en cuatro cualidades esenciales: “Exigimos de ella los escrúpulos de la ciencia y los encantos del arte, la verdad sensible de la novela y las sabias mentiras de la historia” (Maurois: 30).

En su Introducción al método de Leonardo da Vinci, Paul Valéry ya señalaba que las manifestaciones tangibles de un individuo, como una obra, sólo corresponden a la parte visible del iceberg que es una vida y que, por ende, una biografía debería aspirar a mostrar la monstruosidad inmersa que, como sabemos, es ocho veces más grande que la parte visible. Así, según Valéry, la biografía significa “conjeturar la historia de esta graduación de la complejidad” (Valéry: 21). En pocas palabras, una especie de telaraña cuyo dibujo final nacería de la sutileza y la luminosidad de los hilos tramados por el biógrafo a partir de los aciertos y las errancias del personaje. Pero, a semejanza de la araña que habita su líquida arquitectura sin conocer los trazos de su perfección, nadie vive siendo, a un mismo tiempo, actor y espectador de su propia vida. ¿Cómo no recordar las palabras finales de Macbeth tratando de vislumbrar en qué consiste la vida: “Es una historia contada por un idiota, una historia llena de ruido y de furia, pero vacía de sentido”? Sólo la mirada retrospectiva del biógrafo podrá, en el mejor de los casos, sugerir el boceto de la telaraña.

Una de las mayores deslealtades hacia el biografiado no está en el artificio de la forma restituida ni en el insensato grado de veracidad de las informaciones ni en la cantidad de datos acumulados, sino, precisamente, en mal escribir una vida bien vivida. Es el único escollo a sortear que depende de él, porque ningún biógrafo está a salvo del error de documentación o de interpretación. Sólo los personajes de novelas ofrecen la seguridad de revivir eternamente el mismo destino en cada lectura: Emma Bovary siempre morirá de la misma dosis de arsénico y Ana Karenina bajo el acero del mismo tren. En este sentido, la ficción es mucho más segura que la vida. La diferencia esencial entre un personaje de novela y una persona real, asevera André Maurois, reside en que el primero es creado por la inteligencia de un hombre y se vuelve así accesible a la inteligencia de otro hombre. Incluso en los casos aparentemente más misteriosos, el personaje de novela tiene una relativa y humana simplicidad. Su complejidad es ordenada. Por su parte, la autora de complejísimos personajes ficticios como Orlando o Mrs Dalloway, sintetizaba el desafío de la biografía en la lucha entre el “granito” del hecho y el “arco iris” de la ficción.

La ambición y los escollos de la biografía se entienden mejor cuando se observan a través de un resultado concreto. Discurrir sobre ellos en la teoría poco aporta al entendimiento de quien quiera estrenarse en el género. Por lo demás, salvo algunas reglas de oro, muchos puntos de la teoría son discutibles en cada caso y en función de la naturaleza del personaje. Ante cada enunciado teórico suelen surgir varios reparos, algunas excepciones y casi siempre la duda sobre su fundamento.

Saber leer una biografía es tan difícil —e imprescindible— como aprender a escribir una. A la par de los documentos y los hechos —en lenguaje “científico”: “los datos duros”—, importa apreciar la estructura del libro, su estilo, sus secretos o sus trampas, sus omisiones y sus logros interpretativos. Virginia Woolf aseguraba que uno de los mayores desafíos de la biografía no reside en recopilar los hechos sino en contar cómo estos hechos afectaron al personaje. “Porque es muy difícil describir a un ser humano. Entonces, se dice: ‘Esto es lo que sucedió’; pero sin decir a qué se parecía la persona a quien sucedieron” (Woolf: 81).

En un ensayo anterior de 1827, Thomas Carlyle ofrecía un argumento más irrefutable que los violentos (y, a veces, hasta sospechosos) vituperios de los enemigos del género: “Por más que disponemos de suficientes biografías, lo cierto es que una vida bien escrita es casi tan escasa como una vida bien vivida; y sin duda existen más hombres cuya historia merece ser contada que personas dispuestas a hacerlo y capaces de hacerlo”. Es un argumento que Lytton Strachey retomará de manera contundente en su prefacio a Victorianos eminentes: “Es tan difícil escribir una buena vida como vivirla” (Strachey: 24), que marca un episodio decisivo en el nacimiento de la biografía moderna.

Un ferviente reacio al género encontró en Freud un paladín de la argumentación disuasiva. En una carta del 31 de mayo de 1936, el padre del psicoanálisis le refutaba a Arnold Zweig que tenía la tentación de escribir una biografía de Nietzsche: “El que se hace biógrafo se ve obligado a mentir, a guardar secretos, a pecar por hipocresía, a añadir adornos, e incluso a disimular su incomprensión, porque es imposible alcanzar la verdad biográfica y, aun cuando ésta se alcanzara, sería inutilizable” (citado por Detlev Claussen en Theodor W. Adorno). Lo mismo le repitió a Stefan Zweig cuando éste le propuso escribir su biografía, pero las resistencias de Freud no lograron desalentar al gran número de estudiosos que, después de su muerte, procuraron alcanzar la imposible e inútil verdad. Pese a todo, Freud no pudo negarse a redactar un prefacio a la biografía psicoanalítica de Edgar Allan Poe escrita por su discípula Marie Bonaparte.

Las relaciones entre vida y obra son de naturaleza variopinta, pero, sobre todo, complejas y secretas. Grosso modo, se distingue una manera de mimesis cuando la vida está representada en la obra, y una manera de impresionismo cuando la vida deja su huella en la obra incluso si no está directamente descrita. Rémy de Gourmont no pasaba bajo silencio “los estremecimientos que nos turban ante las figuras que han vivido”, para recalcar la imposibilidad de confundir a un biografiado con un personaje novelesco, por más que se pretenda contribuir a la confusión general con biografías noveladas y novelas biográficas.

En cualquier caso, vida y obra son indisociables, independientemente del camino y del destino que toman la una y la otra. Siempre habrá cruces, encrucijadas, entrecruzamientos, susceptibles de arrojar luz sobre el conjunto, si un par de ojos basta para atender cada vertiente. Un ojo a lo vivido y otro a lo escrito, podría ser el lema del biógrafo que busca precisamente el cruce en provecho de ambas vías.

No es infrecuente que los lectores de biografías olviden el nombre del biógrafo. No siempre porque se trate de una mala biografía, cuyo autor más vale borrar de la memoria. El olvido quizá sea también una manera de elogio, aunque el ego del biógrafo pueda salir maltrecho de esta inédita forma de homenaje. Un discreto, pero eficaz biógrafo se asemeja a una especie de marionetista que, vestido de negro, se confunde con las oscuras cortinas que enmarcan el escenario donde se representa el teatro de la vida.

Existe otro misterio que León Edel, el biógrafo de Henry James, ha señalado así:

Los biógrafos mismos se impacientan cuando surge la cuestión de su relación emocional con su sujeto. En la mayor parte de los casos, admitirán que les gusta su sujeto; incluso pueden confesar que sienten un interés voyeurístico, mas vacilan para discutir lo que motivó su elección, o de qué impulso se valen en la evaluación del estilo de vida de su héroe o heroína. Contra lo que a menudo luchan es su propia resistencia para descubrir verdades desagradables, y qué intentan ellos mismos en secreto al dar forma a sus materiales (Edel: 56).

El misterio sigue entero incluso cuando los biógrafos declinan su identidad y sus propósitos, pues la elucidación es historia aparte, historia privada, finalmente carente de interés para el lector.

Lytton Strachey aseguraba que el primer deber del biógrafo era “mantener una brevedad adecuada —una brevedad que excluye todo lo redundante y nada significativo—”, y condenaba “aquellos dos gruesos volúmenes, con los que es nuestra costumbre recordar a los muertos”. Los describe bajo la forma de una pregunta que es una explícita imputación: “¿Quién no conoce su masa de información mal digerida, su estilo descuidado, su tono de panegírico tedioso, su lamentable falta de selección, de independencia de criterio, de construcción?” (Strachey: 25).

Sin embargo, por lo general, los lectores de biografías las prefieren rechonchas para que la inmersión y la inversión valgan la pena. ¿Por qué lo queremos saber todo de una persona que admiramos? Si el biógrafo a veces tiene la sensación de meter las narices donde no debe, violando así una intimidad que ya no puede defender el muerto, el lector acaba siguiéndolo en esta arriesgada expedición y hasta, en ocasiones, le reclama no haber ido más lejos, no haberle dado TODOS los detalles de cada situación o de cada sentimiento.

El biógrafo cree educar a su lector abrevándole con conocimientos inéditos, mostrándole el rigor y el empeño en la investigación cuando quizá, en realidad y al mismo tiempo, lo está invitando a ser un empedernido impertinente como él. Pero, para los que nos gusta saberlo todo, no existe reparo ante un ladrillo que promete una prolongada convivencia con un personaje admirado o desconocido.

¿Quién escoge a quién? es una pregunta sensata que plantea León Edel pensando en las parejas históricas de Goethe y Eckerman, o de Boswell y Johnson. Incluso en el caso de personajes muertos, la pregunta sigue teniendo pertinencia: ¿qué rasgos del carácter o de la vida de un personaje encuentran suficientes ecos en la del biógrafo para que éste le dedique años de trabajo y de desvelos?, ¿cuál es la afinidad invisible que une a la extraña pareja de biógrafo y biografiado, a veces de un modo más estrecho y duradero que las uniones matrimoniales, más allá de las apariencias y las explicaciones racionales? Semejante aclaración suele escamotearse como si fuera un motivo vergonzoso o demasiado íntimo para ser revelado de buenas a primeras. ¿Acaso se le pide a un escritor justificarse sobre el tema de su novela? La gran diferencia moral entre la novela y la biografía es que, en el primer caso, el personaje vive a su antojo las peripecias que le inventa su creador, mientras que el biografiado ha existido realmente y le resulta imposible a su recreador imaginarle otra vida que la que tuvo.


NOTAS:
1 Trabajo presentado en el Conversatorio “El método empírico en el derecho”, el 29 de septiembre de 2022, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM.


Formación electrónica: Yuri López Bustillos, BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero