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Un amague autocrático1

Publicado el 28 de octubre de 2022


Pedro Salazar Ugarte

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email pedsalug@yahoo.com

Puntual y demoledor es el análisis de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa sobre la iniciativa de reforma electoral del gobierno mexicano. Lo que se advierte es el riesgo de una regresión que pondría en serio peligro a nuestra democracia. El peso de la advertencia no solo pende del prestigio de la instancia internacional que la emite sino, sobre todo, de los argumentos en los que se sustenta.

El análisis tiene como punto de partida una reflexión elemental —casi obvia— pero no por ello irrelevante. ¿Para qué reformar un diseño institucional que funciona bien y que ha cumplido con sus objetivos de manera notable a lo largo de los años? Conviene detenernos para desentrañar el quid de la cuestión.

El resorte disparador de las reformas electorales que, desde la última década del Siglo XX, fueron edificando al sistema electoral que tenemos fue la desconfianza ciudadana. Contar con un árbitro electoral imparcial y eficaz que organizará comicios creíbles —sobre todo después de la cuestionada elección organizada por el gobierno en 1988— parecía un reto inalcanzable.

Sin embargo —tras una cadena de reformas aprobadas por el consenso de todas las fuerzas políticas—, con la creación del Instituto Federal Electoral (hoy INE), con la elaboración de un padrón electoral confiable y una credencial de elector fiable, con reglas de financiamiento mayoritariamente público para los partidos políticos, etcétera, se logró superar el desafío con creces. Al cabo de tres décadas contamos con un sistema electoral confiable que es admirado y admirable. La democratización mexicana en gran medida fue el producto de esas decisiones.

Una pieza clave para lograr la confianza ciudadana en las elecciones fue la capacidad y el conocimiento especializado de los árbitros. En México, con el paso de los años se fueron formando generaciones de personas especialistas en materia electoral que han operado con profesionalismo un sistema complejo y eficaz a nivel nacional. No solo me refiero a las personas consejeras y presidentas de las autoridades electorales, sino también a las personas juzgadoras especializadas en la materia y a miles de funcionarias profesionales en las diferentes tareas que se requieren para administrar al sistema de partidos y para organizar elecciones confiables.

La imparcialidad de las personas encargadas de la organización electoral ha sido un factor clave que, en buena medida, depende de su capacidad técnica y profesionalismo probado. Por eso ha sido fundamental contar con mecanismos rigurosos y transparentes para la designación de quienes encabezan a las autoridades —administrativas y jurisdiccionales— electorales, pero también tener sistemas profesionales para los cargos operativos.

En paralelo logramos construir un sistema de partidos políticos sólido y competitivo. Es verdad que nuestros partidos están lejos de ser las escuelas de democracia que prescribe la teoría pero son instituciones capaces de aglutinar voluntades y atraer votos en los comicios de los diferentes órdenes de gobierno. Con ello han permitido que la pluralidad se exprese y que las alternancias en los cargos electivos sean una constante a nivel nacional. Uno de los elementos clave para lograrlo ha sido un financiamiento público mayoritario y equitativo. Sin duda los montos de recursos destinados para ese fin pueden revisarse pero las reglas de la prevalencia del dinero público sobre el privado y de la equidad en su distribución han resultado estratégicas para la apuesta democrática.

Ese sistema de partidos ha sido el eje de la representación política. La combinación entre legisladoras y legisladores electos por el principio de mayoría y por el de representación proporcional ha ocasionado que quienes votan determinen cuáles son las fuerzas políticas que deben conservar su registro y cuáles no. Ello bajo un esquema que permite a las minorías políticas competitivas subsistir y eventualmente convertirse en mayorías. Lo cual es una condición sine qua non para que un sistema político califique como democrático (Norberto Bobbio, dixit).

Pues bien, todo esto está en vilo con la propuesta de reforma electoral propuesta por el gobierno mexicano. Sobre la base de argumentos falaces se hilvanan una serie de propuestas que conllevarían a erosionar la capacidad del INE, a desparecer a las autoridades electorales estatales, a politizar la elección de las personas encargadas de la función electoral, a subvertir los equilibrios en el sistema de partidos políticos sobrerepresentando a los institutos más poderosos y, con ello, sesgando el sistema de representación política nacional.

Si la Comisión de Venecia tiene razón —como creo que la tiene—, entonces, la iniciativa presidencial podría poner en jaque la confianza ciudadana en el sistema electoral mexicano. Es decir, de ser aprobada, la reforma amenazaría a una de las condiciones necesarias para la existencia de la democracia en México.

Por eso tiene sentido sostener que la propuesta es un amague autocrático que debemos rechazar de plano y sin ambages.


NOTAS:
1 Se reproduce con autorización del autor, publicado en El Financiero, el 26 de octubre de 2022.

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